TODO MAL

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Desde hace un tiempo se ha instalado en Chile la práctica dañina de la queja permanente. No me refiero a la crítica necesaria y justa. Hablo más bien de un cierto ánimo pesimista, agresivo y persecutorio. No es algo que afecte particularmente a los más vulnerables (que motivos tienen para lamentarse), sino que va más allá de las clases sociales, la geografía, las creencias, las funciones, el sexo y las edades. Es la inercia de criticarlo todo, de condenarlo todo, de ofenderlos a todos.

Lo veo a diario y cada vez con más fuerza. Nos hemos convertido en un enorme coliseo, con el derecho a apuntalar con el dedo y soltar puteadas bravas y ruidosas. Todo nos parece mal, insuficiente, tardío, exiguo o penca. Hemos afinado el ojo para descubrir la falla y la fisura. Y apenas detectada, arremetemos con el ímpetu de un potro furioso en contra del Estado, de las instituciones, de las autoridades o de cualquiera que no cumpla con las expectativas que idealizamos en nuestras cabezas. No es algo nuevo. Tampoco es la herencia del estallido social del 18 de octubre. Viene de antes. De mucho antes, de otros años, de otros gobiernos y de otras épocas.

Es cierto que hemos visto falencias, ineptitudes, delitos y negligencias graves por parte de nuestros gobernantes – los de hoy y los de ayer- y de grupos de poder. Pero también sería justo decir que al lado de esa sombra, está la luz de decisiones acertadas, de gestiones oportunas, de avances innegables y de la voluntad, de muchos, de trabajar honesta e incansablemente por un país mejor. Sin embargo, por alguna razón, preferimos quedarnos en la dimensión oposicionista, algo depresiva y fácil.

¿Por qué?

Pienso que no es por mala onda. Tampoco por un afán destructivo. Diría más bien, que es por nuestra incapacidad intelectual y emocional por asir la realidad, tal como viene. En momentos confusos y de incertidumbre – como los que estamos viviendo- preferimos simplificar las cosas y designar culpables o enemigos en quienes descargar nuestros impulsos y nuestra ansiedad.

El fallecido siquiatra, Ricardo Capponi, nos recordaba que la edad mental de los grupos grandes, de las masas, corresponde al período del desarrollo que va entre los cinco y ocho años. “La dinámica de los grupos grandes suele ser infantil, en blanco y negro. Lo imperfecto está totalmente malo, y hay que desecharlo, mientras que lo bueno se idealiza: está perfecto, hay que engrandecerlo y conservarlo sin modificación”- decía.

Tiene sentido. Actuamos como niños, narcisistas, exagerando lo negativo (que sospechosamente siempre está en el otro), y situándonos del lado de los buenos, que por supuesto, también exageramos en sentido contrario.

La alternativa estaría en el dificultoso y arduo trabajo de intentar comprender la realidad, de situarla en un contexto determinado, la mayoría de las veces complejo, lleno de repliegues, consideraciones y contrastes. Mientras más conscientes seamos de la realidad que nos rodea (más allá de nuestra propia subjetividad), más lúcidos y equilibrados seremos al momento de nombrarla, de juzgarla y de asumir los propios límites y la propia responsabilidad.


Por Matías Carrasco.

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LA PANDEMIA Y UN MUNDO MEJOR

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Para muchos, nada termina con la muerte. Es solo un paso a una vida plena, elevada y eterna. Las mejores palabras se reservan para los difuntos y no para quienes seguimos animando la historia. Afectados por la muerte, por el dolor del deceso o por el terror a la propia, algo nos transfigura, cambiamos el lenguaje, hablamos del alma y del espíritu, y confiamos en que tras el velo de la debacle se asoma el paraíso. Hay una esperanza que nos sostiene en el derrumbe.

Hoy, cuando la muerte se viraliza, también surge el deseo de un mundo mejor. Se escucha, cada tanto, que nada será igual tras la pandemia. Hay una nostalgia por volver a casa, por aquietarnos y por estar con los nuestros. De pronto, con la muerte subiéndonos por los tobillos, hablamos en otra lengua y todo lo que veneramos lo ponemos en entredicho: el exitismo, el rendimiento, el consumo, las agendas copadas, el exceso, la velocidad, el dinero y ese hacer inagotable. Transitaremos, se especula, de un individualismo despiadado a un colectivismo comunitario. Seremos una sociedad nueva. Otra vez, en medio de la catástrofe, clavados en la esperanza.

Y, quién sabe. Ojalá las agitadas mareas de este tiempo nos arrojen a orillas paradisiacas. Pero es importante constatar, que al lado de los buenos augurios y de quienes arriesgan el pellejo por detener la peste, vemos imágenes de acaparamiento, personas que no respetan la cuarentena, barricadas en distintas ciudades para impedir el paso, individuos que lucran inescrupulosamente con la tragedia, el cierre de fronteras y países que se salvan solos. Tampoco sabemos si quienes están en casa, han estrechado sus relaciones, o más bien, permanecen aislados en sus aparatos electrónicos.

En una reciente columna publicada por el diario El País de España, el filósofo coreano alemán, Byung-Chul Han, plantea que este virus nos aísla e individualiza, sin generar ningún sentimiento colectivo fuerte. Cada uno se preocupa solo de su propia supervivencia. La solidaridad consistente en guardar distancias mutuas no es una solidaridad que permita soñar con una sociedad distinta, más pacífica, más justa. No podemos dejar la revolución en manos del virus. Confiemos en que tras el virus venga una revolución humana. Somos NOSOTROS, PERSONAS dotadas de RAZÓN, quienes tenemos que repensar y restringir radicalmente el capitalismo destructivo, y también nuestra ilimitada y destructiva movilidad, para salvarnos a nosotros, para salvar el clima y nuestro bello planeta”- dice.

Esta pandemia, su muerte y su sombra, no supone en sí misma un viraje obligado a un estado superior. Habrán cosas que cambiarán, pero no necesariamente nuestras maneras de ser humanos. Eso es harina del propio costal. Si no existe una mirada crítica y honesta de la propia vida, ningún vergel aparecerá en la ventana.

En su libro El arte de escuchar, Erich Fromm plantea – en relación al sicoanálisis y su carácter terapéutico (de cambio)- que todo conocimiento de sí mismo será ineficaz si no se acompaña de cambios en la forma de vida. Asimismo, señala que no se puede esperar la revolución con el sueño de que aparezca el hombre nuevo. “Esto es completamente absurdo, porque si viene la revolución y nadie ha cambiado, esa revolución no hará más que repetir las mismas calamidades, puesto que la traerán unos hombres sin la menor idea de lo que pueda ser una vida mejor” – concluye.

La revolución de esta pandemia no abrirá el mar ni nos llevará a la tierra prometida. Tampoco nos convertirá, sin más, en seres elevados. Eso no es asunto del virus. Él solo ataca lo pulmones. De nosotros depende cómo queremos seguir respirando.


Por Matías Carrasco.

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CUENTO: FAUSTINO

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Le pidieron que hablara. Pero él no quería. ¿Qué iba a decir? El muerto bien muerto estaba y las palabras no iban a resucitar a nadie. Además, hay que tener agallas para pararse frente a toda esa gente con un papel en la mano a dar un discurso. Seguro que habría tenido que ajustar el micrófono y aguantar el chirrido de los parlantes. Él no era para eso. Tampoco tenía agallas. Las perdió el día que le encargaron matar un conejo mal herido y no fue capaz de ponerlo boca abajo y darle el golpe en la nuca. No. Faustino estaba para otras cosas, pero no para andar por ahí ejecutando los sueños de un orejudo y dando la lata sobre un difunto.

Desconfiaba además de quienes lo hacían. De los que desnucaban y de los que hablaban en los funerales. ¿Por qué ese afán de quedarse con la última palabra? ¿De dónde el gusto de andar despidiendo muertos? Los había visto antes. Reconocía con facilidad esa voz impuesta, el suspiro inicial, el ritmo acelerado y ese quebrarse (sobre todo ese quebrarse) en la pendiente justo antes del final. “Para eso hay que tener oficio”, pensaba Faustino mientras arreglaba el cuello de su camisa. Recordó a Cavieres cuando le leyó a su padre. Qué oratoria. Qué verso. Qué manera de inventarse un padre que nunca tuvo. Eso tiene la muerte. Nos engaña. Le da a uno un fierrazo tan certero que le aturde también la memoria. Habló de un santo y no de un ladrón. Y todos sabían que don Genaro le sacó hasta el último centavo a la tía Güita antes de irse al fondo del río. Pero ahí estaba Cavieres, con la mirada al frente y los ojos aguados, esculpiendo con las más bellas palabras a un hombre nuevo, uno que nunca existió. Palacios, en cambio, hizo que Faustino se desfondara. Leyó un credo. El credo que el mismo Palacios se inventó. –Creo en tus ojos oscuros mirando desde el cielo. Creo en tus juguetes convertidos en pájaros. Creo en tus cosquillas arrugando el viento. Creo, creo y creo. Más que nunca creo. Porque sino, yo también me muero -lo dijo con una paz que solo regala un hijo muerto. De solo acordarse, Faustino casi se nos desfonda otra vez.

Le volvieron a insistir. Vamos, unas palabritas Faustino. Giró la cabeza y sintió todos los ojos sobre él. Era un grupo grisáceo. No mucha gente. En la hora última, la calidad del alma se mide por los que llegaron a despedirla. Acá eran pocos. Unos cuántos viejos adelante, como esperando su turno para el próximo viaje. Atrás, algunas parejas más jóvenes. Seguro por compromiso. En los pasillos, niños que corrían sin enterarse de lo que dejan las ausencias. “¿Qué cresta quieren que diga?”, pensó. Faustino no creía en Dios y eso le daba razones para no pisar un altar. Alguna vez creyó. De pequeño, una tarde en el campo, vio una lechuza en las tejas de la parroquia. El cura, un tipo pelado y de nariz roja, le contó a Faustino que esa lechuza era Dios, vigilando desde lo alto las luces y las sombras del mundo. Pero apenas el pajarraco emprendió el vuelo, un tiro lo dejó tumbado sobre las piedras. El sacerdote dio un grito. El Lalo encogió los hombros con la escopeta en las manos. Y la fe de Faustino duró solo unas cuantas aleteadas.

¿Para qué andar discurseando si no creía en la otra vida? Vivir tanto para seguir viviendo después no tenía sentido. Él nunca quiso la eternidad. Se la imaginaba como un desierto sin intervalos. Y para terminar asándose como una gallina, prefería la tierra, el tranque y sus animales. Pero la Maruja esperaba la muerte como un cactus la primavera. Se lo dijo una vez que volvía de recoger agua del pozo.

-Ese pozo es mágico, Faustino. Uno mira abajo y parece que no tuviera fin. Es tan oscuro, que tal vez la noche duerma allá adentro. Parecen tinieblas. Pero el balde es testigo. ¡Abajo hay agua, Faustino! Hay vida en el final, hombre. ¿Te das cuenta? –le decía mientras dejaba la cubeta junto a la tinaja.

– De que hay agua, hay agua, mujer. ¡Pero ya está! ¡Es un maldito pozo! –dijo empinando una lata de cerveza.

– ¡No entiendes, Faustino! ¡A mí, que me lleve la vida eterna!

Cuando Maruja se fue en un sueño de invierno, Faustino vio en sus ojos dos baldes de agua.

El crujido de las bancas lo trajo de vuelta. Un muchacho de túnica clara y unas campanillas colgando de su mano se le acercó. -Tiene que hablar, caballero – le dijo en voz baja. Faustino dio un bufido. El joven trastabilló y las campanas sonaron. “Yo no hablo ni a palos”, se dijo a sí mismo. No aceptaba órdenes. Menos de un mocoso con olor a incienso.

Miró el cajón. Le pareció estrecho. Se preguntó si los muertos sentirían la incomodidad de una caja pequeña. Pensó que sí. Se acordó de su compadre Fabián. A él lo notó incómodo. La comadre le había amarrado un pañuelo a la cabeza para que no se le fuera abrir la mandíbula. Y ahí estaba el pobre. Tirado en la cama, con un atuendo que lo hacía ver ridículo. Faustino se quedó un largo rato en silencio a los pies del finado. ¿Para qué diablos le ponen esa lesera? Moscas no le van a entrar. Tal vez gusanos. Pero para eso habría que cubrirlo en una sábana. Estaba en esas divagaciones cuando la viuda le pidió meter al muerto en el ataúd. Al cargarlo, sintió el peso de tres corderos y el frío de una mañana de agosto. Lo soltó como un costal de harina. La comadre algo dijo y lo echó a un lado. Comenzó a acomodar las partes de su muerto en el cajón. Ahí fue cuando Faustino lo notó incómodo. Una mano quedó torcida, atrapada entre la cintura y el fondo de la urna. Percibió cierto fastidio en la cara del extinto con pañuelo. Se acordó de la escena y comenzó a reír.

Una mujer joven le apretó el brazo. -Ya pues, Papá. Tienes que decir algo. Él la examinó con mansedumbre. En ella todo lo resignaba. No podía con su voz suave y el pelo largo como un tallo de orquídeas. Tenía el nombre de una flor. -Me da vergüenza, Violeta –le dijo en el oído. Violeta se apoyó en su hombro y Faustino le tomó su mano. Miró la cruz de yeso sobre el altar. A Cristo le faltaban los dedos de un pie, una rodilla y parte de la corona. Lo habían reparado tantas veces, de tantas formas distintas, que Faustino ya ni se acordaba por cuántos terremotos pasó el crucifijo. Le sorprendió que aún estuviera ahí. Pensó en la vergüenza de Jesús. A la vista de todos, agujereado y en pelotas. Compartían cierta timidez, se convenció Faustino. Seguramente él tampoco querría hablar en una misa. Quizás, de haber calzado, hubiesen sido buenos amigos. Él le contaría de sus milagros y Faustino lo invitaría al bar del Moncho para que multiplicara el vino y la cerveza. Tomarían hasta el amanecer, en una mesa coja. El Moncho los sacaría dándoles con un matamoscas. Y los dos, pecador y mesías, se irían abrazados por el camino viejo, dando tumbos y riendo como niños.

– Tienes que hacerlo- le insistió Violeta. Faustino, que percibió un cansancio que no conocía, asintió bajando la cabeza. Se puso de pie y caminó hacia el altar. Ajustó el micrófono. Los parlantes dieron un chirrido corto y agudo. Limpió su garganta, abrió la boca y nada. Lo intentó de nuevo y otra vez, ningún sonido. -Se me fue la voz- mintió con un susurro.

Pero Faustino entendía que no era la voz, ni la vergüenza, ni las agallas. Él sabía, y Dios también sabía, que si hablaba, que si nombraba al difunto, acabaría por aceptar, de una vez por todas, que el muerto era él y que en alguna parte lo esperaban un pozo, una lechuza y dos baldes de agua.


Por Matías Carrasco.

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LOS OTROS

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Cuando joven, siendo un escolar, eran comunes las peleas en la plaza que estaba al lado del colegio. Cualquier encontrón (casi siempre sin importancia), podía servir de excusa para desafiarse y darse cita en el lugar donde era costumbre demostrar la hombría. Apenas pactado el encuentro, la noticia se esparcía entre los alumnos que enfilaban hacia la plaza cuando finalizaba el horario de clases. Y allí, frente a frente, con más miedo que otra cosa, los dos cabros se lanzaban combos (cornetes, les decíamos) y se trenzaban en una lucha ridícula, pero extrañamente necesaria.

Ampliando el cuadro, más allá de los pequeños gladiadores, había siempre una muchedumbre (dispuesta en círculo) azuzando la refriega. Incluso, cuando los muchachos se negaban a pelear, los de atrás les daban empujones y los animaban a iniciar la contienda que ya estaba programada. ¡Que no se cancelara el espectáculo! Eran verdaderas barras bravas. Muchos daban gritos, levantaban las manos y celebraban cada golpe encajado. Otros, más en silencio, disfrutaban la batalla. Mientras tanto, los del centro, rodaban entrelazados sobre el maicillo.

Me acuerdo de esto en el Chile de hoy. Por distintas razones, algunos decidieron darse cita para pelear todos los días. También con el afán de imponerse y ver al otro derrotado. Testosterona pura y dura. Lo hacen salvajemente, sin miramientos, como animales. Son adictos, pienso. La violencia seduce, atrae y se viste, tristemente, de cierto heroísmo. Y, de nuevo, si ampliamos la escena, veremos a los de siempre incitando, aplaudiendo y disfrutando. Algunos, derechamente excitados. Otros, discretamente, con apenas una mueca.

Sin embargo, a pesar del tiempo, de las plazas de antes y de las de ahora, hay algo que no ha cambiado. Los azuzadores lo hacen siempre a resguardo, a metros del zafarrancho u ocultos en las oscuras cuevas de las redes sociales. Ningún efecto de esa violencia que animan, caerá cerca, ni meridianamente cerca de sus pies. Y lo saben. No serán ellos ni ellas los heridos, ni los muertos, ni los afectados. Tampoco sus familiares y más cercanos. Es como si estuviesen viendo una película de Tarantino desde la comodidad de sus butacas, hurgueteando en un paquete de cabritas.

Los violentos, son una minoría. Con ellos y ellas, no se puede razonar. Tienen la cabeza hirviendo y están en la lógica de la lucha, de la primera línea, del vencer o morir o del salvataje a la patria. Muchos actúan desde una herida profunda, producida por la humillación, el olvido, la marginalidad y una vida violenta que arrastran desde hace años.

Pero los otros son más. Y están con la cabeza fría. Y pueden, si quieren, entrar en razón. Aún así, varios insisten en soslayar o validar la violencia que asistimos, sobre todo si es funcional a sus propios intereses (prácticos o ideológicos), o convencidos de que la violencia es una medida lícita para combatir la injusticia o generar cambios. Los hay en la calle, en el trabajo, en el mundo de las artes y la cultura, en la academia, en el Congreso, en la derecha y en la izquierda. ¡En cualquier parte encontrará alguno! Siempre protegidos, siempre a una distancia calculada, justificando una violencia que no sufrirán, que no lamentarán, que no les llegará ni a los tobillos.

Varias veces estuve en la plaza, junto a los otros, alentando cobardemente una pelea de la cual, sabía, saldría ileso. Pero en esa imagen, algo loca y perversa, alguien daba un paso e intercedía entre los dos contendores para dar fin a la pelea. Aún con unas cuantas pifias sobre sus hombros, alguien, quitado de toda bulla, finalizaba un juego despiadado, consciente quizás de lo absurdo de la gresca y de la pequeñez de quienes la animábamos desde lejos.


Por Matías Carrasco.

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EL RITO

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Hay dudas razonables sobre la conveniencia de caminar hacia una nueva Constitución. Se dice que no solucionará los problemas sociales que nos aquejan, que para eso están las leyes, que con las reformas es suficiente, que seguiremos reformando, que lo haremos de manera express, que nada bueno saldrá de una hoja en blanco, que generará un tiempo largo de incertidumbres, que eso frenará la economía, que las empresas no querrán invertir, que con violencia es imposible, que será un salto al vacío, que para qué.

Desde una mirada práctica, son aprehensiones atendibles y que tienen cierta lógica. Pero, en mi opinión, el deseo de una Constitución hecha en el siglo XXI, adquirió el carácter de un rito. Más allá de su sentido funcional (qué por supuesto lo tiene), una nueva Constitución parece convertirse en una ceremonia crucial, comunitaria y necesaria para lo que estamos viviendo.

El pragmatismo nos ayuda a ver las cosas en su justa dimensión. Nos permite evaluar condiciones, circunstancias, amenazas y oportunidades. Sería como poner las cartas ordenadamente sobre la mesa antes de tomar cualquier decisión. Es clave para enfrentar la vida. Pero el exceso de pragmatismo nos puede impedir ver la importancia de lo subjetivo, de las particularidades de cada persona, de ese cauce que fluye subterráneamente, casi imperceptible, pero que cada vez más, reclama y busca su espacio en la sociedad. Y para mí, el arriesgarse a una nueva Constitución tiene que ver más con eso que con un fin exclusivamente resolutivo.

Hay ritos que para muchos son importantes. Pienso en los religiosos. No resultan necesariamente prácticos, pero quienes participan de ellos, se nutren de algo profundo, íntimo, confortante, que trasciende mucho más allá de todo lo medible en este mundo. Algo parecido veo en la posibilidad de vivir un proceso constituyente. En un Chile en donde miles se han sentido excluidos y olvidados, quizás ésta sea la oportunidad de nutrirse de un encuentro, que por sobre su eficacia, regocije y dignifique el propio espíritu, como un misterio.

Es cierto que la aventura hacia una nueva Constitución presume un camino espinoso y no exento de riesgos. Como también lo tiene la opción de negarse a ella. Pero para un país convulsionado, herido, confrontado y tan distinto al que conocimos en las últimas décadas, sentarse a definir las bases del futuro, puede ser el mejor remedio que la democracia nos ofrezca.

El gran desafío (y la gran dificultad) será hacerlo de manera seria, abiertos al diálogo y a la razón, y con esa solemnidad, respetuosa y silenciosa, que merecen los ritos.


Por Matías Carrasco.

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¿QUIÉN NOS ALUMBRA?

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Hace tiempo se habla de los niños y la tecnología. Cada vez con más ocurrencia, nos encontramos con alguna charla, un artículo o un reportaje sobre el tema. Hay preocupación. Mal que mal, el uso desmedido de pantallas tendría un efecto negativo en el desarrollo cerebral y en la manera en que nuestros hijos se relacionan con otras personas. Si no actuamos ahora, si no ponemos límites, ellos y ellas podrían verse disminuidos en aspectos tan humanos como el manejo de las emociones, la elaboración de sentimientos negativos (como la frustración, por ejemplo) o la empatía.

Soy de aquellos que están por prestar especial atención a esta materia. Aunque admito – no sé si por cierta rebeldía o por un genuino interés- que me preocupan más los adultos.

Entiendo la diferencia. Los más pequeños están en plena etapa de crecimiento y de ahí la necesidad de resguardar su bienestar síquico y emocional. Los adultos, en cambio, habrían terminado de dibujar los circuitos en su cerebro. En otras palabras, ya estamos jodidos. Lo preocupante, intuyo, es que más que jodidos, estamos en retroceso.

Hace algunos años miraba sorprendido en la televisión a los japoneses en el Metro. Todos con la vista baja, embobados en sus celulares. Ninguna mirada en el aire. ¿Cuántos romances se perdieron? En Chile, seguro, miles. Tampoco nos miramos. En los vagones, en los ascensores o en la calle. Buena parte de nosotros anda con el cuello doblado y la barbilla abajo, atendiendo asuntos que, en general, nada tienen de importante. Pero en eso gastamos buena parte del día.

No sé si a estas alturas la tecnología puede hacer algo determinante en nuestros cerebros, pero pienso que sí lo hace en nuestras relaciones. Escuché alguna vez a un sicoanalista decir que en las redes sociales se daba algo parecido a la excitación y la descarga. Estímulo y respuesta inmediata. No existe mucho procesamiento de nada. No hay espacio tampoco a los matices. Ni siquiera en las discusiones más complejas. Es como si conseguir un like o nuevos seguidores, fuese algo parecido a un orgasmo. Y así nos vamos, de orgasmo en orgasmo, con escasa afectividad.

La contracara, lo que comienza a perderse en el enorme océano de las relaciones digitales, es el deseo y la satisfacción del deseo, en donde existe un proceso que nos hace crecer. Lo que se desea, y no está a la mano, nos obliga a elaborar un camino de experiencias, de esperas y de soluciones creativas que nos nutren de nuevos recursos emocionales. Pero en la era digital, la inmediatez es la consigna. Basta desear algo para tenerlo. Ni siquiera hay que moverse de la casa. Antes, el antojo por un chocolate a media noche merecía el esfuerzo de levantarse del colchón, ponerse pantalones, una chaqueta y salir a la calle a buscar algún local abierto. Se sentía el frío, el caminar o la frustración de un almacén con la cortina abajo. Ahora, basta con un par de clicks para que un tipo en moto nos traiga lo que deseamos a solo minutos de distancia.

Pienso que la comodidad y las ventajas que nos ofrece la tecnología, también van dejando en nosotros cierta flojera física (nos movemos menos, ni siquiera es necesario bajar la ventanilla del auto para preguntar por una calle); intelectual (hemos dejado atrás viejas y sanas costumbres como conversar y contemplar) y afectiva (la intimidad también va perdiendo terreno a costa de los celulares que metemos a la cama, a la mesa y a las reuniones sociales).

Hay muchas luces puestas sobre los niños y la tecnología. Pero a nosotros, adictos, ¿quién nos alumbra? El problema es tan preocupante o más. Quizás, algún día, como en un cuento fantástico, amanezcamos con nuestros ojos rígidos como pantallas y las manos convertidas en teléfonos gigantes y pesados. Y ahí – en la desesperación de lo perdido- extrañemos el gusto de, simplemente, ser humanos.


Por Matías Carrasco.

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