ATREVERSE A PENSAR

El verano es un buen tiempo para leer. En realidad, todo el año lo es. Pero en vacaciones, el ocio recupera su dignidad, y eso facilita las cosas. En la primera quincena de febrero leí “Eichmann en Jerusalén”, el ensayo de la filósofa judía de origen alemán, Hanna Arendt, que trata sobre el histórico y publicitado juicio en Jerusalén al teniente coronel de las SS, Adolf Eichmann, en 1961, acusado de ser uno de los principales responsables del Holocausto, y sentenciado a la horca.

La historia es de película (de hecho, las hay). Tras el término de la Segunda Guerra, Eichmann huyó a Argentina en donde vivió una década con una identidad falsa. En 1960 fue secuestrado por la inteligencia israelí, y trasladado a Jerusalén para dar inicio a uno de los procesos judiciales más llamativos del siglo pasado.

Interesada en el asunto, Arendt, cubrió el caso como enviada especial de la revista The New Yorker, teniendo acceso al interrogatorio de Eichmann y a las sesiones del juicio que duró cerca de ocho meses. De ahí, una serie de reportajes, y un tiempo después, el libro que disfruté en un bosque de hualles, coihues y ulmos.

Es una lectura muy recomendable. No solo porque permite tener una visión detallada y documentada de uno de los pasajes más sombríos de la humanidad, sino más bien porque Arendt propone una mirada ponderada y reflexiva, cuando lo que primaba (razones había de sobra) eran la emocionalidad y el hambre de todo un pueblo por, al fin, cobrarse justicia.   

Las ideas de Arendt generaron una fuerte polémica y un debate que continúa hasta hoy.  Contrariando el ímpetu de miles que quisieron ver en Eichmann a un monstruo y a uno de los gestores de la denominada Solución Final, la filósofa prefirió pensar, observar e investigar. Sus conclusiones resultaron, para muchos, aberrantes. Hizo notar anomalías en el juicio; cuestionó el antisemitismo del acusado y su participación en las altas esferas del Partido Nazi; mencionó la responsabilidad de algunos dirigentes judíos en la masacre; y quizás lo más revelador, no vio en Eichmann a un monstruo ni a un tipo sádico ni pervertido, sino -y esto era lo más grave- a un hombre “terriblemente normal”, más bien irreflexivo, un fracasado ansioso de reconocimiento, empeñado en progresar obedeciendo las órdenes de un Estado que legalizó el crimen. De ahí su famosa frase, “la banalidad del mal”.

Sus escritos le valieron duras acusaciones, y la enemistad de buena parte de la comunidad judía. No estaba en ella defender a Eichmann ni exculparlo de los pavorosos delitos que cometió (tuvo un rol clave en las deportaciones de millones de judíos a los campos de exterminio. La misma Arendt señaló que Eichmann se convirtió en “el mayor criminal de su tiempo”). Lo suyo fue más bien intentar entender al hombre de la caseta de vidrio blindada, y las razones que lo llevaron a él, a los nazis y a sus aliados, a odiar, a expulsar, a torturar y a matar, y a muchos otros (gobernantes, líderes, iglesias, ciudadanos) a permitirlo, a soslayarlo, a veces con indiferencia, sin un fuerte reproche moral.  

Uno podrá estar de acuerdo o no con el atrevido análisis de Hannah Arendt, pero lo destacable es su valiente decisión para pensar y poner “la verdad” en entredicho, aún sabiendo que hacerlo –siendo ella judía y en medio de las pasiones de un juicio emblemático- le costaría caro.

Y tal vez esta sea la principal enseñanza para los tiempos que nos toca vivir (también cargados de emociones, de juicios y sentencias): no abandonar el pensamiento. Insistir en él. Expresarlo, decirlo, escribirlo. Aún cuando sea impopular, todavía cuando nos signifique una funa, un mal rato, o una pifiadera. Ir más allá de los estereotipos, las consignas y el maniqueísmo. Hacer que nos cruja la cabeza. Abrirnos a otras orillas. Si se calla el pensamiento, habrá partes de la verdad que no serán escuchadas, debates que no existirán, juicios que no serán del todo justos, y lecciones que jamás conoceremos.

En las últimas páginas de su libro, Arendt plantea que uno de los mayores aprendizajes del proceso de Jerusalén fue descubrir que el alejamiento de la realidad y la irreflexión “pueden causar más daño que todos los malos instintos inherentes, quizás, a la naturaleza humana”.

Es mejor atreverse a pensar.

Por Matías Carrasco.

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