AÚN CON VIDA

CARCEL

Alguna vez escuché a alguien comentar que no había que decir «todos» cuando son «algunos»  o «algunos» cuando son unos pocos. Generalizar siempre será una fuerte tentación, pero también una injusta y simplona práctica, tan arraigada por estos días.

La iglesia chilena está pasando por una grave crisis. Las denuncias de delitos sexuales y encubrimiento siguen apareciendo como pan de cada día y un puñado de obispos, sacerdotes, monjas y hasta la misma Iglesia están hoy en el banquillo de los acusados, esperando sentencia.

Pero hoy no quiero referirme al lado sombrío de la fe. Quiero alumbrar a los otros curas y religiosas, a los que todavía sirven con honestidad y rectitud, a esos que también deben estar sufriendo en silencio, desolados, quebrados algunos, por las miradas de sospecha y por una Iglesia a la que se le perdió Jesús. A veces los imagino solos, a los pies de la cruz, llorando como niños. ¿Cómo deben estar? ¿qué sentirán? Para ellos y ellas estas palabras.

A los que viven entre los pobres, a los curas obreros, compartiendo con ellos sus luchas, avatares y sueños. A los que  esquivan las balas de la violencia, el narcotráfico, la exclusión y el sin sentido de vidas ignoradas por buena parte de la sociedad.

A los que cuidan a los presos. A ellos y ellas que avivan la esperanza en la mitad del mismísimo evangelio. A los que abrazan, ríen y lloran con ladrones, sicópatas, asesinos, traficantes y violadores. A los que, a pesar de todo, los miran como personas, con cariño y dignidad.

A los que visitan a los enfermos. A los que curan heridas, a los que limpian la mierda, a los que ayudan a cargar las cruces de otros y dan consuelo ante una muerte próxima.

A los que educan y forman con libertad y en una fe adulta. A los que respetan las conciencias, animan el discernimiento y un pensamiento crítico. A los que ven más allá de los limites de la Iglesia, valorando el aporte de creyentes, agnósticos o ateos.

A ellos y ellas que encarnan su misión mirando el mundo de hoy. A los lúcidos y compasivos que acogen las realidades de frontera, las que otros quisieran muy lejos de las murallas de la catedral. A los que son hospital para divorciados, homosexuales, transgéneros, prostitutas, travestis y mujeres que han abortado. A ellos y ellas que no juzgan y perdonan.

A los que dudan y se deprimen. A los que se preguntan por su fe y por la existencia de Dios. A los que se permiten flaquear porque saben que son humanos y no santos.

A los que hacen lío. A los que valientemente han desafiado a la misma Iglesia, a sus autoridades y su doctrina. A los que han arriesgado pellejo, reprimendas y cargos por hacer de este lugar una mesa ancha y servida para todas y todos, sin condición.

Para ellos y ellas, hombres y mujeres, contemplativos y revolucionarios, heridos y decepcionados, gracias por tanto.

Quizás no se enteren, pero su laboriosa tarea, silenciosa y cotidiana, sencilla e imperfecta, ayuda a sostener y mantener a esta Iglesia enferma aún con vida.


 Por Matías Carrasco.

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EL FEMINISMO Y UN OLEAJE OTOÑAL

mujeres

Voy a hablar de feminismo. Hasta ahora no había querido hacerlo. Quizás por miedo a ser reprendido o algo así. No sabemos bien a que atenernos. Los hombres, al menos, estamos acostumbrándonos a este nuevo mundo.

Debo reconocer cierta simpatía con el movimiento feminista.  Soy de los que piensa que debe existir una revolución cultural para que la mujer ocupe el lugar que se merece en nuestra sociedad. Debe abrirse para ellas la justa demanda de una sociedad mas equitativa en sueldo, trato, educación y oportunidades. Pero debo admitir que hay cierta radicalización de esta marea pro mujer que aún no logro entender del todo.

Adhiero a la teoría del péndulo. Pienso que todo grupo que ha sido vulnerado durante décadas o siglos, apenas vea un espacio arremeterá con inusitada fuerza y pasión. Como un tsunami generado tras un gran remezón de la tierra, cercano a la superficie, con epicentro desconocido. Entrará entonces una ola gigante, poderosa, buscando dibujar un nuevo cauce. Pero como todo tsunami, se mezclan allí,  espuma, rocas, sedimento y cuánta cosa encuentre en su camino. No discriminará con lucidez y claridad lo que lleve a su paso.

Comprendo la fuerza del péndulo, pero también creo que, en ocasiones, se pasa de rosca y terminará, mas tarde que temprano, equilibrando su peso y velocidad. Mientras tanto, observo con curiosidad y un montón de dudas el avance de esta nueva era.

A riesgo de parecer impopular, pienso que a veces se exagera. No en lo de un ingreso igualitario, no en el acoso de cualquier tipo y menos en la exclusión  de la mujer de ciertos grupos de poder en la empresa, la iglesia, la política, el gobierno y otras instituciones. Mucho menos en la violencia de la que muchos cobardes se sirven para maltratarlas. Incluso el cuestionamiento de los piropos me parece necesario para fijar las fronteras de la intimidad de cada cual. Todo eso debe cambiar.

Pero hay otras demandas que han surgido que, insisto, exageran. Me refiere al lengueje que pretende que heblemes tede con «e», para eviter cuelquier tipe de discreminecién per génere.  O también al petitorio de eliminar lecturas u obras de arte que hacen referencia a la mujer, según algunas, de manera despectiva. Los límites de un trato vejatorio hacia la mujer también se plantean difusos y, pienso, con una sensibilidad tan frágil como la escarcha. Hoy no parece una necedad pensar que regalarles una flor, abrirles la puerta del auto, darles la preferencia en un ascensor u ofrecerles pagarles la cuenta en un restorán resultará, para pocas o muchas (no lo sé), una afrenta a su dignidad. No somos nosotros, los hombres, quienes nos hemos inventado ese delirio. Son cosas que van naciendo en el mismo corazón que ha dado vida al movimiento.

El feminismo debe velar por la legitimidad y seriedad de la importante misión que tienen y tenemos por delante. Pero debe moderar la fuerza del péndulo que han empujado, que de no ser medida podría venir de vuelta y amenazar con destruir parte de lo que ya, con esfuerzo y valentía, se ha construido. Estamos todos adecuándonos a este nuevo paisaje y todos y todas – concedo este punto- debemos cuidarlo y protegerlo del bravo e inusual oleaje otoñal.

 


Por Matías Carrasco

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LA PALABRA

la palabra

La palabra puede salvar una vida. Puede sanar y reparar aquello que se ha roto. La palabra nos puede hacer soñar e imaginar mucho más allá de las fronteras que acordamos dibujar. La palabra puede hacer volar a una tortuga, hacer llorar a un tigre o resucitar a un muerto. “Había estado en la muerte, en efecto, pero había regresado porque no pude soportar la soledad” – le decía el viejo Melquiades a José Arcadio Buendía en Cien Años de Soledad.

La palabra nos puede vincular, transformar y recordar una historia antigua. La palabra nos permite nombrar al vino, al mar, al cielo, a las hojas y a la tierra mojada. Con la palabra ansiamos y queremos. La palabra nos hace más hombres, más mujeres, más humanos.

Pero la palabra también daña. La palabra, la misma que canta a la alegría, tiene el filo suficiente para herir con hondura y despiadada precisión. La palabra puede humillar, denigrar, quebrar voluntades y enterrar la dignidad. La palabra puede ser también un demonio.

Hace poco nos ha conmovido la lamentable muerte de una adolescente que decidió quitarse la vida, aparentemente, empujada por el bullyng . En una reciente entrevista, su padre advirtió conmovido: “quiero transmitirle a este país a lo que puede llegar tan solo una palabra. Una palabra te puede destruir la vida”. Otra vez, la palabra.

Hoy los ojos están puestos sobre los colegios, los alumnos y el acoso escolar. Pero hay una mirada necesaria a la que no podemos hacerle el quite. Chile, de vez en cuando, se vuelve un hervidero. Los adultos, sobre todo los adultos, transitamos peligrosamente por los roqueríos y farellones del lenguaje, a punto de dejarnos caer. Nos hemos acostumbrado a zanjar nuestras diferencias – políticas, religiosas y valóricas- con insultos, descalificaciones, violencia, y a veces, golpes. ¿Qué ejemplo le estamos entregando a nuestros hijos? ¿Cómo exigirles respeto cuando no sabemos nosotros tratar nuestras propias discrepancias?

Chile se ha vuelto fanático. Y un fanático no ve más allá de sus propias narices. Un fanático solo está preparado para defender con exagerada pasión su propia verdad, sin respetar las ideas o creencias de los otros. Y donde no hay respeto, la palabra simplemente hiere y despedaza.

Estamos en un país que se está reordenando. Hay temáticas nuevas, complejas, a las que nos tenemos que acostumbrar. No es posible crear un Chile mejor sin diálogo, sin apertura, sin empatía y sin palabras que construyan puentes y conversación. Y si nosotros nos somos capaces, ¿qué esperar entonces de nuestros jóvenes? Queramos o no, debemos dar el ejemplo.

Y a ellos, a nuestros hijos, debemos heredarles la palabra, la buena palabra. La palabra afectiva y emocional. La palabra que libera y apacigua la rabia, la frustración y el dolor. La palabra inclusiva, que acompaña y acepta. La palabra que no busca más que ser dicha y abrazada.

Es bueno debatir y confrontar nuestros puntos de vista. No hay que tener miedo a hacerlo. Pero hay que cuidar las palabras. Como decía el poeta Huidobro, “inventa mundos nuevos y cuida tu palabra; el adjetivo cuando no da vida, mata”.

 


Por Matías Carrasco.

 

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HACE FALTA CARIÑO

cariño

Hace años que trabajo asesorando a distintas empresas. Nuestra tarea, junto a mis socios y un buen equipo, es orientar y entregar las herramientas para construir cultura y fortalecer la propuesta de valor interna de distintas compañías. Aquello que los hace únicos y los diferencia de otras organizaciones.

Las problemáticas se van repitiendo. La fórmula del éxito de otros años ya no basta en los tiempos de hoy. La irrupción de nuevas generaciones, la transformación tecnológica y las nuevas demandas de empleados más informados y empoderados, ha puesto de cabeza a ejecutivos y directorios que intentan sortear las dificultades de un mundo distinto y desafiante.

Algunos buscan más eficiencia. Otros, mayor productividad, alineamiento estratégico y equipos de alto desempeño. Muchos están embarcados en la aventura de subirse al carro de la era digital y la omnicanalidad. Y algunos luchan por convertirse en buenos lugares para trabajar.

Con todo, independiente de la misión que se emprenda, aparece un elemento común, básico y primordial, para alcanzar cada uno de los objetivos propuestos. A las empresas les hace falta cariño. Así no más. Es una conclusión personal e intuitiva, pero fruto de mi experiencia con compañías pequeñas, medianas y de gran tamaño.

A todas ellas, unas más que otras, les falta cariño y una preocupación genuina por el ser humano. Incluso grandes firmas, de prestigio internacional, han declarado que ya no basta ser empresas admiradas, sino que desean también ser queridas. Y ahí está la madre de todas las batallas.

Se trata de una montaña difícil de conquistar. Sobre todo porque no es un asunto de promesas y declaraciones, sino más bien un tema de convicciones profundas y que se viven y experimentan en la experiencia cotidiana del trabajador. Aún con todo el conocimiento, la metodología, los procesos y la literatura del mundo, es imposible fingir cariño.

Suena cursi, pero es real. Una empresa cariñosa, es aquella que cuida y se preocupa por sus personas. Es un lugar donde se respeta la diversidad y la opinión de todos. Allí escasea la voz autoritaria y de mando militar. Escuchar es una práctica que debe hacerse en forma periódica. Celebrar los logros debe ser un mandamiento y reconocer el trabajo bien hecho un acto de justicia. Habrá que estar atentos al bienestar de los empleados, de sus familias y sus necesidades. La honestidad y el respeto para decir lo que falta, será también crucial. Y en los momentos difíciles, la mirada humana debe estar, aún, más presente. Pero, principalmente, el cariño está en la superficie y en la hondura de las relaciones de todos los días: cercanas, horizontales y de confianza. El miedo y la amenaza, deben iniciar la retirada.

Yo hablo de cariño, pero hay algunos que van, felizmente, más allá. Josefa Monge, co fundadora y Directora de Cumplo, en el último Congreso Chileno de Marketing de ICARE, se refirió a la necesidad de crear empatía en las empresas, de ese imbatible poder de sintonizar con el estado del alma del otro. “La empatía construye comunidad”, dijo. Y donde no hay empatía, hay exclusión, enfatizó. Y donde hay exclusión, sugiero, nunca habrá vínculo, compromiso y, menos, cariño.

El desafío es enorme, pero fascinante. Se trata de un cambio cultural y, para muchos, generacional. Hay que echar abajo paradigmas y levantar una nueva manera de hacer empresa. El liderazgo también debe cambiar. Quizás más femenino, más afectivo y más humano. El cariño es hoy un asunto de sostenibilidad.

 


Por Matías Carrasco.

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LA IGLESIA QUE QUIERO

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Debo confesar que siempre me llamó la atención que los Obispos se decidieran a hablar después de que el Papa enviara esa pública carta a Chile, reconociendo los abusos sexuales y respaldando a las víctimas. Casi como un reflejo, varios de los religiosos que habían guardado santo silencio hasta entonces, mostraron su admiración por quienes habían sido abusados, nos hablaron de la importancia de escuchar las denuncias, de asumir los errores y corregirlos y de sentir dolor y vergüenza por no lograr que las heridas de los abusos sanaran. ¿Por qué no lo hicieron antes? ¿Por qué esperar a que el Obispo de Roma diera su veredicto para dar su opinión? ¿Por qué callaron durante tantos años?

Algunos pensarán que es solo oportunismo. Que entregar un punto de vista luego de que el jefe diera el suyo, es la manera de alinearse y aminorar el calibre de la reprimenda que, seguramente, hoy están recibiendo en el Vaticano. Puede ser. Pero yo me sumo a una tesis distinta.

Existe en la iglesia, de manera casi imperceptible, una atmósfera de amenaza y miedo. Seguramente es la misma de la que se sirve un abusador para manejar la conciencia de la víctima para quebrar su voluntad y dar el zarpazo. Esa santidad que envuelve a la iglesia es la que permite que prevalezca una excesiva alabanza, respeto y, a mi juicio, mal entendida veneración. Por eso es que cualquier opinión disidente dentro de la iglesia será percibida como una afrenta. Por eso es que una crítica, será leída como una deslealtad a nuestra propia madre. Por eso es que la diferencia dentro de la institución será recibida simplemente como una amenaza.

El deseo de uniformidad es una mala práctica en la iglesia. El pretender que todos pensemos lo mismo y actuemos de la misma manera, no es solo irreal sino tremendamente dañino para quienes formamos parte de ella. Esa obediencia rígida es la que nos tiene capturados en una fe infantil y perjudicial. Ese manto de miedo y amenaza es la que ha permitido la proliferación de delitos y abusos dentro de la iglesia. Por eso algunos señalan, y con razón, que sigue siendo un lugar inseguro para nuestros hijos.

Es esto lo que tiene que cambiar. Da lo mismo si salen algunos obispos del escenario si no somos capaces de cambiar el guión. Debemos actuar de otra manera. Los seminaristas, novicios, religiosas y laicos deben ser formados con libertad y pensamiento crítico. Debemos atrevernos a levantar la voz, hablar en público, dudar, confrontar ideas y dar paso incluso a las preguntas más feroces. ¿Existe realmente Dios? Como le escuché a algún sacerdote alguna vez, la duda es la antesala a la fe adulta.

Por eso no hablaron los obispos. Y no solo ellos. Por eso tampoco lo hicieron buena parte de los curas y laicos. Por miedo y una falsa prudencia. Y por eso también ese lenguaje alambicado y como caído del cielo. Mucha “vergüenza”, “perdón”, “oración”, “conversión”, “caridad” y, sobre todo, mucho “pueblo de Dios”. ¿Por qué no hablar las cosas como son? ¿Por qué no referirse a nuestra iglesia de la misma manera con que cuestionamos, sin asco, a políticos y empresarios? Por miedo y una lealtad equívoca que nos nubla la vista y el corazón.

Este año mi hijo hace su primera comunión. Y no quiero que sea una oveja mansa y sumisa. Quiero que sea la oveja que él elija ser. Ojalá inquieta y preguntona . Ojalá diferente, extraviada y traviesa. Ojalá alegre, justa y valiente. Ojalá adulta. Esa es la iglesia que quiero para él y para Chile. Ojalá así sea.

 


Por Matías Carrasco.  

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EL DÍA DE LA MADRE

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El día de la madre debe ser un día importante. No para regalar, comprar o llenar los restoranes de brindis y celebración. Puede ser un día importante, sencillamente, para decir cuánto queremos y cuánto sentimos por nuestras madres y las madres de nuestros hijos.

No debemos esperar a un funeral para decir cuánto amamos en una carta póstuma. Si lo decimos en vida tendrá más efecto. Debe ser un acto de justicia. Es bueno que ellas sepan lo que han hecho en nosotros, cuánto nos han dado y cuántas cicatrices han curado. Es bueno que se enteren que uno valora su esfuerzo, sus sacrificios y su entrega.

Todas las madres cargan con ellas, como un sello, fortaleza y coraje. Basta ver parir a una mujer para entender cuánta valentía traen en sus entrañas. En Chile hay miles, millones, sosteniendo vidas y hogares contra viento y marea. La mía luchó por nosotros una vida entera.

Vale la pena decir cuánto las queremos. No basta con sentirlo. Es necesario expresarlo mirándolas, en una carta, en un mail o de la manera más cómoda que encontremos. Decirlo ahora puede también sanar heridas, propias y ajenas.

Seguro que hay, en muchos, distancias, deudas, rencillas y dolores atrapados por la historia. Ellas son imperfectas. No son santas. Son madres, que aprendieron a serlo en el camino. Por eso los errores, los silencios, las faltas y los rasguños que nos fueron quedando con los años. Entender, aceptar y perdonar es también una tarea pendiente que podemos comenzar, ahora, a realizar.

El domingo puede ser un día importante. Si nos animamos a decir lo que sentimos, puede ser imborrable. Agradecerles a todas. A las que sin parir, son madres. A ellas, generosas y arrojadas, las que han decidido adoptar otras vidas. ¡Cuánto amor hay en ellas! ¡Cuánta entrega! Ellas saben, solo ellas, lo que un parto del alma significa.

A todas las madres, sobre todo a las que sufren y siguen sufriendo. A las del dolor inmenso de la pérdida de un hijo y las que pelean todos los días por los suyos, los enfermos, los diferentes y los incomprendidos. A ellas decirles, cuánta admiración se siente porque son, simplemente, de otra galaxia.

Y a las que no están, a las que ya partieron, imaginarlas con la esperanza de que algún día volverán, otra vez, a abrazarse.


Por Matías Carrasco. 

 

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CURAR UNA VIDA

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Hace algunos años, en el inicio de mi carrera profesional, un jefe me dijo que no tenía valores. Me lo comentó en su oficina amplia, junto a su socio, recriminándome por haber encontrado un nuevo trabajo en uno de los clientes a los que ellos asesoraban. “Pensé que tenías valores, pero descubrí que no los tienes” – insistió. Echado sobre su cómodo sillón, remató diciendo que no hablaría bien de mí.

Fue una reunión dura. Fue la primera y la única vez que me he sentido humillado. El dueño de la compañía donde trabajaba se metía sin permiso en el cuidado mundo de mi intimidad. Él se atribuyó el derecho a cuestionar mis principios, declararme un hombre vacío y advertirme, en tono amenazante, que de su boca, la de un connotado ejecutivo, no saldría nada bueno sobre mí.

Sentí asco, rabia y ganas de vomitar. Tenía impotencia y miedo. Me sentí culpable y menospreciado. Tuve que seguir en esa oficina algunas semanas más. Les escribí un mail a ambos socios, disculpándome, avergonzado y pidiendo perdón. La historia termina el día en que comienzo mi nuevo trabajo, cuando mis antiguos empleadores hacen llegar – el mismo día de mi debut- una carta a los dueños de la compañía –grandes empresarios- poniendo fin al contrato de asesorías por la mala práctica que traía mi contratación. Ellos hicieron sentir su poder. Yo, otra vez, sentí rabia, impotencia y miedo. Tuve que dar explicaciones.

No sé si fue un abuso, pero sí siento que, al menos, alcancé a rozar sus fronteras. El tiempo y la experiencia me han convencido que me equivoqué y que cometí un error al aceptar una oferta de un cliente de la compañía. Debí, antes, haberlo conversado con ellos. Pero fue solo eso. Una falta de aprendiz. No merecía, en ningún caso, la humillación, la advertencia y el peso del poder. Nadie, absolutamente nadie, lo merece.

Si con esta sencilla historia yo sentí mis rodillas flaquear, ¿qué sentirán las víctimas de abusos sexuales? ¿qué sensaciones vivirán quiénes han sido vejados o violentados? ¿cuántas vidas puede quebrar un abusador? ¿cuántas culpas puede acarrear el abuso? ¿cuántas historias continúan hoy silenciadas, queriendo ser olvidadas?

Cuando en Chile se habla de estos temas, descubro que el abuso, en cualquiera de sus formas, es sutil y a veces, casi imperceptible. Por eso se hace difícil encontrar pruebas. Por eso el testimonio es la mayor evidencia. Por eso se hace necesario creer.

Pienso en las víctimas. El abuso las parte y las neutraliza. El miedo las paraliza. Se deben sentir culpables, sucias, indefensas, solas e incomprendidas. Están rotas por dentro. ¿Será por eso que algunas demoran tanto en denunciar?¿ ¿Será por eso que varias nunca lo harán? Algunas no lo soportan y no viven para contarlo. Otras deben volver a armarse, pieza a pieza, para volver a la vida. Por eso se habla de sobrevivientes.

Tras el encuentro con el Papa, las tres víctimas de Karadima han dicho que decidieron aceptar esta invitación “en nombre de miles de personas que han sido víctimas de abuso sexual o de encubrimiento por la Iglesia Católica. Ellos le han dado sentido a nuestra visita”. Quizás se quedaron cortos. Su lucha ha sido una guía para quién sabe cuántas personas que han visto en ellos y en otros como ellos, un faro y una estrella mucho más allá de los límites de la Iglesia.

Lo suyo es una buena historia de cómo curar una vida. Ellos eligieron, valientemente,  sanar la suya. Y ahí está el verdadero valor de su testimonio y de su ejemplo.

 


Por Matías Carrasco 

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