SIN RESPETO

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Seamos sinceros. A la presidenta Bachelet nunca se le ha tenido mucho respeto. Su figura, sus palabras, sus gestos, su manera de ser o sus ideas generan en varios un rechazo evidente. Haga lo que haga, diga lo que diga, ya fue sentenciada.

Hay en Chile una especie de Bacheletfobia que algunos intentan simular con elegancia pero que otros no pueden resistir. Y aparece la rabia, la indignación y el odio. Por eso los gritos en el Tedeum Evangélico en contra de la mandataria son solo el corolario de una falta de respeto que se ha gestado en nuestro país hace mucho.

Y si somos más sinceros, estaremos de acuerdo que al ex Presidente Piñera tampoco se le respeta. Sus tics, su rol empresarial, su fortuna, sus negocios, sus arranques y su verborrea tienen a otros tanto con una Piñerafobia incontenible. Por eso lo escupen de vez en cuando y lo agravian cada vez que se da la oportunidad.

Y si continuamos con esta honestidad brutal, coincidiremos en que tampoco hay mucho respeto por José Antonio Kast, por Camila Vallejo, por Beatriz Sánchez o por Alejandro Guiller. Es cierto. La clase política ha dado razones para tentar al insulto, pero es igualmente cierto que nos hemos convertido en un país chato, incapaz de soportar una posición diferente a la propia.

En ocasiones, los que levantan las banderas de la diversidad no son tan diversos como parecen y quienes predican el amor al prójimo, no son tan cristianos como dicen ser.

De tanto ímpetu, de tanto fanatismo, de tan obcecados estamos perdiéndonos en un bosque de ofensas, garabatos, golpes y desprestigio. Lo vimos en los debates de primarias, lo vimos en la discusión del proyecto de aborto en tres causales y lo vimos ayer cuando a Bachelet le gritaron asesina y vergüenza nacional en las puertas del templo sagrado.

Pero no son pocos. No es una excepción. Porque más allá de lo que uno ve públicamente, en conversaciones de pasillo, en grupos de whatsapp, en redes sociales, en sobremesas y encuentros de fin de semana, el panorama es igual o peor. Y, con o sin querer, contribuimos todos a un Chile sin respeto.

Está bien la crítica. Está bien el análisis. Está bien la opinión, por dura que parezca. Todo eso ayuda al debate de ideas y obliga a esforzarse a pensar, a rebatir y a ir en busca de nuevos argumentos. Pero todo el resto está de más. Solo daña y envenena la convivencia nacional.

Estamos viviendo en un Chile de cambios. Intuyo, para desgracia de muchos, que esto no termina con Bachelet. Aún los “tiempos mejores” traerán preguntas, incertidumbre y más discusión. Y en ese tránsito necesitamos ideas, conversación, apertura y, sobre todo, respeto.

Es nuestra travesía por el desierto, por el más árido y seco del mundo, el mismo que florece sorpresivamente justo antes de primavera. Y ahí está nuestra esperanza.

 


Por Matías Carrasco.

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TEMAS VALÓRICOS, CATÓLICOS Y VERDAD

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En los temas valóricos, tan de moda, a los católicos se nos pide actuar conforme a la verdad. Y cuando digo la verdad me refiero a esa verdad que para muchos ya fue develada y se encuentra incluso escrita en el catecismo de la Iglesia.

Es esa verdad que el Cardenal Medina le enrostró a Carolina Goic y a los parlamentarios que votaron a favor de la ley de despenalización del aborto en tres causales. Es esa verdad que el candidato presidencial José Antonio Kast enarbola en temas de moral sexual. Es esa verdad estampada en tantos altares que nos promete nos hará libres.

Es una verdad que se nos exige respetar. Es el barómetro que para tantos marca la calidad de un católico y su fidelidad a la institución.  Por eso es tan clara la posición de la Iglesia. Porque lo suyo es una verdad del porte de una catedral, escrita y normada. Por eso las medias tintas no tienen un lugar. Por eso para los católicos «de verdad» los niños son niños y las niñas son niñas, el matrimonio es para procrear y el amor más puro es entre un hombre y una mujer. Todo lo demás, si no es verdad, es mentira, ideología o confabulación.

Pero yo no conozco la verdad, al menos no esa con mayúscula y escrita a raja tabla. No la conozco porque simplemente no creo que esté alli blindada en la doctrina ni en el código canónico. Y además porque creer en la verdad significa el fin de la historia. Si el tesoro ya fue descubierto solo resta defenderlo y asegurar su herencia de generación en generación. Yo  no estoy dispuesto.

El problema, para mí, es que quién tiene la verdad entre sus manos, no necesita buscar más. No hay  espacio para otras vidas.  No hay espacio para nuevas aventuras y descubrimientos. Se esfumó el asombro. Si la verdad ya está dicha, todo aquello que no entre en el cuadro olerá a amenaza, a peligro o peor aún, al mismísimo demonio. Y yo ya no creo en el diablo.

Lo mío son más preguntas que certezas. Prefiero la duda. Es incómoda, inquietante, a veces quema, pero se abre tras ella todo un mundo. Lo que amenaza aleja.
La pregunta, en cambio, invita a acercarse, conocer y buscar una respuesta… respuestas que se encuentran mucho más allá de las fronteras de nuestra Iglesia.

Entonces, de tan incrédulo, ¿en qué creo?

Creo en la verdad del amor, esa que nos vinieron a contar hace 2.000 años. Ese amor que transforma y alienta la esperanza. Y en esa verdad caben todos, absolutamente todos.


Por Matías Carrasco. 

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