LA POLÍTICA DE PILATOS

Es conocida la historia del juicio de Jesús. El gobernador romano, Poncio Pilatos, facultado para liberar o condenar al hombre de Nazaret, temeroso e indeciso, optó por entregar al pueblo la suerte del denominado mesías.  “¡Crucifícalo, crucifícalo!”, le gritaron. Y tras pedir agua, se lavó las manos frente al gentío y aclamó: “ustedes responderán por su sangre, yo no tengo la culpa”.  Finalmente, Jesús fue azotado, crucificado, muerto y sepultado. 

Han pasado más de dos mil años desde aquel acontecimiento. Pero el hombre sigue siendo hombre y muestra – cada tanto- sus hilachas y pellejerías. No hemos cambiado mucho. Pilatos huyó (más bien quiso hacerlo) de su propia responsabilidad. No pudo con la presión de la gente, ni con las miradas de los sumos sacerdotes de la época, aún intuyendo la inocencia del acusado: “no veo delito en él”, decía.  Pero lo más llamativo es el gesto final. El agua. Las manos. El símbolo desesperado por librarse de una obligación ineludible, quiéralo o no. 

En estos tiempos difíciles, se ha instalado la política de Pilatos. Me refiero a la práctica de hombres y mujeres en cargos de relevancia, que toman decisiones claves para el destino del país, pero que intentan –sin más- eludir o desviar su propia responsabilidad.  Varios parlamentarios, de un lado y del otro, justifican sus decisiones culpando al gobierno. “El gobierno no nos deja otra alternativa”, dicen, como si fueran simples marionetas u hojas arrastradas por el viento, incapaces de dirigir sus propias acciones y de asumir las consecuencias de los actos que promovieron.  

Por estos días se anuncia una nueva acusación constitucional contra el Presidente. “¡Crucifíquenlo, crucifíquenlo!”, se escucha desde las cómodas butacas del Congreso y bancadas de la oposición, con discursos iracundos y encendidos posteos en las redes sociales. Intentan culpar a Piñera y a su gobierno de una crisis social, política, sanitaria y económica, que tiene al país contra las cuerdas. Como Pilatos, buscan lavar, sin pudor, sin vergüenza, sus propias manos, aunque le cueste a Chile su estabilidad. 

Pero aún así, con todas las fallas y horrores de esta administración, la izquierda no podrá eximirse de su rol en el tenso, crispado y peligroso clima que se está generando. Como nunca, en la historia reciente, la oposición ha gozado de tanto poder. Y como nunca, en los últimos treinta años, la democracia se ha visto tan frágil y la política tan debilitada.  De todas formas, se lavan las manos.

Ahí están, frente a la pileta, haciendo fila, el Partido Comunista y el Frente Amplio, los que se negaron a participar del gran acuerdo constitucional del 15 de noviembre del 2019, en los días más violentos del estallido social. Ahí están, los que gobernaron antes el país, rasgando vestiduras, reclamando con furia por la justicia y dignidad que ellos mismos no fueron capaces de garantizar. Ahí están, los que han abierto las puertas del Congreso a figuras de la farándula, que han hecho de la política un pobre, agresivo y brutal espectáculo. También están los que han incitado o soslayado la violencia, los que llaman a rodear la convención, los bufones de twitter, los que han desdeñado el diálogo, los agitadores, los que apuestan por la polarización, y los que ahora amenazan con destituir al Presidente de la República, y hacerse del poder como en una encerrona o en un portonazo. Buena parte de la izquierda que en otros años jugó un papel fundamental y admirable por el retorno a la democracia, hoy parece ponerla en riesgo, cegada por la emoción, la revancha y el miedo.

La cobardía de Pilatos llevó a un hombre inocente a la muerte. La cobardía y el oportunismo de algunos de nuestros dirigentes puede llevar a Chile a un doloroso vía crucis, sin la certeza de la resurrección. Por el bien de todos, en estos tiempos decisivos y a las puertas de una elección histórica, es hora de hacerse adultos y plenamente responsables.

Por Matías Carrasco.

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LA INDIGNACIÓN COMO ESPECTÁCULO

Indignación, según la RAE, significa enojo, ira o enfado vehemente contra una persona o contra sus actos. Es decir, la rabia no se expresa de cualquier manera, sino que se manifiesta con ímpetu, viveza o pasión. En Chile sabemos de esto. Con el estallido social, la indignación se expresó y se instaló. Motivos hubo, hay y seguirá habiendo para indignarse, sobre todo para aquellos que sufren la marginalidad, los abusos, la violencia y la pobreza.  El problema está en que algunos – astutamente- entendieron que la indignación puede ser un buen instrumento para ganarse la venia del pueblo, sumar likes, votos y rating. Ellos y ellas han hecho de la indignación un espectáculo y una forma de hacer carrera.

La televisión es un buen ejemplo. Si antes se premiaba la objetividad, la preparación o la habilidad de un periodista para poner distintos puntos de vista sobre la mesa, lo que se reconoce hoy es el nivel de indignación. Es por eso que varios buscan parecer irritados, seriamente irritados, absolutamente irritados, con la autoridad, con el gobierno, con los empresarios, o con quién sea (el indignado siempre debe procurarse un culpable), con tal de ganar prestigio y fama en las redes sociales. Y les resulta. El rostro indignado sabe leer muy bien el reclamo de la gente (o lo que piensa es el reclamo de la gente), y según eso se va moviendo, se va amoldando, como la arcilla o como el camaleón. Un día puede ir al norte, y al otro al sur. Lo importante, la única condición, es siempre parecer indignado.

En el día a día, en los ciudadanos como usted o como yo, la indignación también se ha convertido en un recurso inmediato, en una tabla de la que aferrarse, en un disfraz que nos sienta y nos queda bien. De alguna manera, la indignación nos convierte en víctimas y las víctimas solo padecen, librándose de toda responsabilidad. Hay cosas que nos indignan, y con razón, pero en otras, sencillamente, exageramos.

Pero en donde el asunto es particularmente grave, es en la política. Mal que mal es en esas arenas en donde se define buena parte del presente y del futuro de Chile.  Aquí no hay solo astucia, sino también bribonería. La indignación se convierte en un gran escenario, con tramoyas profesionales y parlantes de tamaños portentosos. Y ahora que las elecciones están a la vuelta de la esquina, el show crece. Da lo mismo el tema. Da lo mismo si las circunstancias son excepcionales o históricas. Da lo mismo que sepan, conscientemente, que lo que están diciendo no es del todo cierto ni del todo justo. Lo importante, como ya sabemos, es decirlo con la cara apretada, con las cejas arqueadas, con la voz fuerte, y con un tono perfectamente indignado. Tampoco importan la técnica ni los argumentos. La indignación es una cosa de guata, nada que ver con el pensamiento.

Vaya a darse una vuelta por internet. Revise los twits, los puntos de prensa, las intervenciones en las comisiones, en la Cámara y en el Senado. La mayoría – salvo excepciones- es en un tono iracundo y febril. Por eso las formas y el lenguaje han decaído tanto. Por eso los insultos, las descalificaciones y el mal trato. Por eso, el desprestigio.

Es tentador ponerse del lado de la indignación. Es sexy. Nos hace parecer (solo parecer, en la vida privada se dan otras sorpresas) hombres y mujeres justos y sensibles, paladines al fin. Pero nuestros líderes no están llamados a tomar el malestar de la calle y amplificarlo con la furia de los exaltados. Eso simplemente alimenta el boche y la división. A lo que están llamados – políticos y constituyentes- y de lo cual deben sentirse plenamente responsables, es a tomar ese descontento, analizarlo, procesarlo con ideas (vaya palabra), y generar todas las conversaciones, con todas las fuerzas políticas, en un debate abierto y respetuoso, para encausar institucionalmente el legítimo reclamo de la ciudadanía.

La indignación es un sentimiento genuino y reaccionario a la injusticia. Es, además, un motor para causas nobles, en donde vale la pena dar la pelea. Sin embargo, también puede utilizarse como una postura estética y lucrativa, que beneficia solo a algunos pero que daña la convivencia, la democracia e impide juzgar la realidad de manera equilibrada.

Alguien tiene que poner la pelota contra el piso. En momentos difíciles y decisivos, Chile no necesita de más ruido y espectáculo. Chile requiere que las cámaras se apaguen y que aparezcan, al fin, líderes sobrios y valientes, dispuestos a colaborar por un país mejor, más allá de sus ansias de poder y figuración.

Por Matías Carrasco.

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LA PANDEMIA DEL CAPITÁN

Yo llamaría a ésta, la pandemia del capitán. Y no me refiero a cualquier capitán, sino a aquellos que aparecen siempre tras la polvareda de la batalla. Estamos rodeados. Nacieron al inicio de la pandemia y permanecen expectantes como faros o vigías. Tienen la sabiduría de los sabios, la intuición de una bruja, la claridad de los alquimistas y la severidad de los jueces. Siempre supieron y siempre sabrán, qué hacer y qué no.  

El capitán después de la batalla, a diferencia del verdadero capitán, el que está en la primera línea de la refriega, no tiene huestes que lo sigan. Tampoco un puesto de relevancia, una torre a la que hacer guardia, un alférez al que mandar o un caballo al que ensillar de madrugada. En realidad, no tiene mucha responsabilidad en el asunto ni muchas guerras que mostrar. Por eso es que irrumpe siempre, con su chaqueta bien planchada, sus pantalones ajustados y sus botas impecables, poco después de la contienda, cuando las colinas ya están vacías. Y allí, en medio de la nada, con el olor a pólvora aún sintiéndose en el aire, empuña su mano, la levanta hacia el cielo y comienza un discurso glorioso. “Qué cómo no lo vieron”; “Qué cómo diablos no han podido”; “Qué cómo diantres no pudieron predecirlo”. Finaliza la oratoria, sonríe, se aplaude a sí mismo con tres palmadas y vuelve a caminar en busca de otra lucha tardía.

El capitán que se hace tras la batalla no sabe de contextos ni de paisajes. Poco le importa que estemos viviendo una peste histórica, que la esté viviendo el planeta entero, que las potencias estén replegadas y que el virus, un bicho desconocido, se comporte de manera imprevista y cruel. Lo suyo es la conclusión, es la palabra que cierra los capítulos, es el reclamo perpetuo. Tampoco sabe de las complejidades de este mundo, ni de la guerra que estamos librando. Otea el horizonte como si fuese un pedazo de tela, liso y sin repliegues. Por eso las cosas le resultan obvias, tan obvias, y las soluciones las ve como si se tratase de freír un par de huevos en el sartén.

Siempre han existido los capitanes después de la batalla. El problema es que el coro de los capitanes en las colinas vacías es tan atronador, que no deja oír el silencioso y sacrificado trabajo de quienes están intentando genuinamente (sí, genuinamente), con errores, por supuesto, con tropiezos también, buscar una salida a este laberinto. Ellos y ellas – desde consultorios, urgencias, municipalidades, gobierno, ministerios, universidades, colegios, empresas esenciales, fuerzas de orden y tantos otros- saben cuánto cuesta, cuánto esfuerzo significa y cuán ingrata puede resultar esta tarea.

Es bueno y sano que se levanten críticas y contrapuntos a la ofensiva que se está dando en el frente. Pero sería mucho mejor y justo, que se hicieran conscientes del tamaño de la proeza y del terreno minado que estamos pisando. El capitán después de la batalla tendría que verlo para entender. Pero siempre llega tarde, con su chaqueta y sus botas pulcras, para levantar el puño al cielo y entonar su pregón, cuando los soldados ya se han ido.

Por Matías Carrasco.

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