¿Y NO LOS DEJARON BAJAR?

Vale la pena ver el comentado video de la ministra del Interior, Izkia Siches, en la Comisión de Seguridad de la Cámara de Diputados. Y vale la pena no para hacer leña del árbol caído, sino para detenerse en un momento, casi imperceptible, que resulta bien simbólico de lo que estamos viviendo.

La secuencia es más o menos así: la ministra hace la denuncia sobre un avión con migrantes expulsados, en la gestión Piñera, que regresó a Chile con todos sus pasajeros. Se genera un murmullo en la sala. Asombrada, una persona pregunta: “¿con todos sus pasajeros?”. “Con todos los pasajeros expulsados” – responde enfática la autoridad, en una frase muy bien pronunciada. Entonces, desde el mismo lado de la mesa se escucha una nueva interrogante: “¿no los dejaron bajar?”. Se hizo un silencio extraño, incómodo, de apenas un par de segundos. No hubo respuesta. La ministra gira la cabeza, titubea, acomoda su mascarilla, y dice, como para salir del paso: “lo que sí quiero desde ya señalar…”, y se va por otro lado, habla de que si a ellos les hubiese ocurrido sería portada de La Segunda, felicitó irónicamente al gobierno anterior por tapar el asunto con tierra, dijo varias veces que esto era gravísimo, se preguntó por el destino de los retornados (“¿dónde están?”) y aseguró que en la actual administración evitarían una chambonada como esa. Todo con histrionismo e indignación.

Lo interesante es que la pregunta más reveladora de todas (“¿no los dejaron bajar?”), la que buscaba indagar en el caso, explicar la anomalía, averiguar qué diablos había pasado, fue escuchada, pero por algún motivo, completamente ignorada. Tal vez si se hubiese tomado en cuenta, la ministra habría dicho algo del tipo “no tengo información al respecto”, y esa misma duda hubiese generado otra, y otra, y otra, y con tres preguntas al hilo se habrían dado cuenta que no existía mucho fundamento para tamaña acusación. La personera habría advertido, ahí mismo, que le soplaron mal y los parlamentarios habrían notado que, esa sí, era una chambonada. Pero, no.

Algo raro está pasando. Pareciera que no importa la verdad, o al menos, intentar acercarse a ella, a pesar de que esté ahí, a un costado, como un zumbido. En esa sala una persona quiso averiguar qué sucedió en realidad, pero nadie le dio bola. Algunos consideraron más entretenido seguir escuchando la historia de la ministra (contada con harta gracia), y otros estaban felices de cerciorarse de que el gobierno saliente era, definitivamente, el peor de la historia.

Hoy existe más interés en las consignas bien articuladas, en los entretelones, en los twits encendidos y sobre todo en aquello que confirma nuestras propias creencias y prejuicios, que en adentrarse en los serios, lentos y aburridos caminos que llevan hacia la verdad.

Y no es que la verdad se nos escabulla a cada rato, como un hábil ladrón. Muchas veces está ahí, a uno o dos pasos. En ocasiones hay que esperar el resultado de una investigación para saber si alguien es culpable o no. En otras, es necesario informarse un poco, levantar el teléfono, ojear un diccionario, confirmar con ciertas fuentes, revisar la prensa o preguntarse a uno mismo si lo que va a decir, lo que va a postear, será prudente, justo o cierto. Pero es muy difícil hacerlo. Significaría poner freno a la propia ansiedad y a esa práctica, voraz y adictiva, de congraciarse rápidamente con las audiencias para recibir, cada tanto, aplausos y reconocimiento.

Es cierto que esto ocurre hace rato en las redes sociales. Sobre todo, ahí. En el mismo saco, están las fake news y todas esas cosas. Ya estamos acostumbrados. Pero no es lo mismo que lo haga un tipo cualquiera, ocioso, con ganas de embarrarle el día a alguien, a que autoridades del más alto nivel caigan en el mismo juego, conscientes o no de lo que están haciendo. No es solo la ministra del Interior. La cosa es más grave y transversal.

El perdón de Izkia, oportuno y sincero, es un buen signo. Lo hizo apelando a un espíritu republicano. Y desde ese mismo espíritu debiéramos todos bajar un par de cambios y disponer el oído para escuchar esa pregunta, ese molesto zumbido, que nos puede acercar a la ingrata e incómoda verdad.    

Por Matías Carrasco.

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PATRIA

Uno de los libros que debieran leer los chilenos es Patria, de Fernando Aramburu. Tiene una prosa ágil, original y bella. Juega con los narradores, en primera, segunda y tercera persona. Utiliza la pregunta, recurrentemente, como afirmando algo, como queriendo escudriñar en la mente y en el corazón de los personajes. ¿Y qué pensaban? De todo pues, cuestiones banales y otras más elevadas, como es el ser humano. ¿Y con qué soñaban? Algunos con el recuerdo y otros con la libertad.  

Pero no es por eso que debemos leer Patria. Es más bien por la historia que cuenta. Dos familias sencillas de España. ETA. El terrorismo. Muerte. Duelo. Tristeza. Y un pueblo envenenado de rencor y divisiones. Aramburu logra transmitir, desde los afectos más que desde la razón, lo que puede llegar a significar la violencia política, el fanatismo, el abanderamiento, la funa, el orgullo y los prejuicios. Es un proceso de descomposición lento, casi imperceptible, pero que logra echarlo todo a perder, hasta la vida misma.

Miles debieran leerlo. Profesores. Convencionales. Parlamentarios. El presidente y sus ministros. Twiteros. Columnistas. Jóvenes, pienso en los jóvenes. Patria debiera estar en los colegios y universidades. Se está juntando mucha rabia. Se nota en el aire el hastío. Chile está cargado. La gente anda con la cabeza caliente. Y quienes debieran poner paños fríos -líderes, comunicadores, políticos- también están metidos en la refriega, en el barro, tomando posiciones, haciendo poco o nada por calmar los ánimos.

Algunos dirán que razones hay para detestar, para combatir, para sacar a una familia en la mitad de la noche y prender su casa con fuego, para golpear a un cabro hasta la muerte, para quemar iglesias y escuelas, para patear a un tipo en el piso por ser paco, para denigrar a una persona en las redes sociales o para descerrajar un departamento y tirarlo por la ventana si queremos. Seguro que razones hay. También existen para las guerras, las más cruentas, de esas que condenamos, indignados, sintiéndonos hombres y mujeres de paz…de una dudosa paz.

Una de las gracias de Patria es que cuenta la historia no solo desde las consignas y el lado heroico de la lucha, que alimenta el ego y la venganza, sino también desde quienes no se ven, de los que no aparecen en los noticiarios, de los que van quedando atrás, los heridos, los huérfanos, las viudas, los que reciben el impacto, hondo y silencioso, de las brutales consecuencias de la violencia y del odio.  Quizás por eso logra transmitir de manera tan clara (y dramática), el aspecto más lúgubre de batallas que se libran, día a día, en nombre de la justicia y la moral.

Esta semana, en el marco de una nueva conmemoración del asesinato y degollamiento en dictadura del profesor José Manuel Parada, su hija, Javiera Parada, dijo: “he borrado de mis consignas ‘ni perdón ni olvido’. Si alguien puede perdonar, está en su derecho. Y a veces el olvido de cierto dolor es condición necesaria para seguir viviendo”. Imagino que si lanzó tamaña frase es porque Javiera sabe, mejor que muchos, cuánto duele, cuánto cruza, cuánto envenena, el espiral del encono y el rencor. Alguien tiene que dar el primer paso.

Patria también es una historia de perdón. Bittori, una mujer valiente, buena y terca, necesita el perdón de los terroristas que mataron a su marido, antes de dejarse vencer por una enfermedad terminal. “Todo mi cuerpo es una herida”, dice al inicio de la novela, y decide hurgar en ella “para sacarle todo el pus que aún lleva adentro. Si no, nunca se cerrará”.

En un tiempo polarizado y violento, en donde la razón parece no persuadir a nadie, tal vez sea la literatura, como suele hacerlo, la que nos entregue las lecciones que de otra manera no aprenderemos jamás. Hay que leer Patria.

Por Matías Carrasco

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