LA DESILUSIÓN

Parto esta columna pidiendo perdón por lo débil de mi argumento. Se nos ha dicho que es importante, de cara al plebiscito del 4 de septiembre, leer el borrador del texto constitucional, hacerlo una y otra vez, consultar fuentes fidedignas, solicitar la opinión de expertos si es posible, informarse, ver debates, confrontar miradas, y dejarnos seducir por el peso de las ideas. Es una tarea difícil. El escrito es complejo y entenderlo, todavía más. Al momento de pedir ayuda, unos interpretan una cosa, y los otros la contraria. Aun así, siempre es bueno intentar el camino de la razón.

Pero tengo otro argumento -débil, ya lo advertí- para poner en entredicho la constitución que se nos ofrece. Veo a un sector político tan contento con el resultado, y al adversario tan afligido, que me hace sospechar. ¿No está pensada la constitución para beneficiar a un solo bando? ¿No hay allí un intento por sacar ventajas políticas en la lucha por el poder?

La distancia es demasiada. Son como dos niños jugando en un balancín, pero no se balancean. Uno se queda pegado al piso, y el otro arriba, moviendo las piernas, pidiendo bajar. Uno sonríe, y el otro se desespera. No siempre fue así. De hecho, el acuerdo que dio vida a este proceso fue distinto. Vale la pena recordarlo. Eran días muy duros. La violencia no cesaba en las calles. El presidente Piñera optó por un acuerdo político en el Congreso. Izquierda y derecha (a excepción del Partido Comunista y algunos del Frente Amplio) debieron negociar. Fueron horas frenéticas. Se cuenta de llamados, presiones, golpes a la mesa, encuentros y distanciamientos. Conversaciones largas, algunas ásperas y otras no tanto. El acuerdo del 15 de noviembre de 2019 fue precedido de diálogos privados entre ministros del gobierno de ese entonces, y parlamentarios de oposición. Todos, a pesar de sus diferencias (algunas bien profundas), intentaban buscar una salida con espíritu republicano. Según dicen los propios protagonistas, el empujón final al trato que todos conocemos, se dio a la salida de un baño del Congreso, entre un senador UDI y el actual presidente, Gabriel Boric. Finalmente, Ena von Baer (otra senadora UDI) terminó redactando el acuerdo, al ritmo de las voces que escuchaba detrás suyo, de los más variados colores políticos.

Fue un pacto en donde ninguno quedó plenamente conforme. La derecha entregó una página en blanco, y la izquierda cedió en el quorum de los dos tercios. Un sector de la derecha acusó a Piñera de entregar en bandeja la constitución (cuestión que no se lo perdonan hasta hoy), y otros de la izquierda criticaron duramente a Gabriel Boric por haber firmado, a título personal, el acuerdo. Hubo decenas de renuncias a su partido y a él le suspendieron temporalmente la militancia.

De alguna manera eso daba cierta confianza: que todos hayan perdido algo, que todos hayan sentido el costo de la negociación.

Pero hoy es diferente. Al PC y a la izquierda se les ven tranquilos. Y a la centroderecha y a la derecha, preocupados y acusando haber sido marginados del proceso. Los de posiciones de centro izquierda, observan a regañadientes el texto final. La sensación que queda es que algunos triunfaron, y otros perdieron. No hay costos compartidos. Unos se llevan las orejas y el rabo, y otros quedarán ahí, mordiendo el polvo. ¿Legítimo? Por supuesto. Primó, como en democracia, el peso de la mayoría. ¿Era lo que necesitábamos? No. Desde donde veníamos se requería (tal vez soy ingenuo), más estatura, diálogo y responsabilidad de parte de los convencionales. Esta no es una elección cualquiera.

Digo que mi argumento es débil porque no se refiere al texto y a las normas de la constitución que se nos propone. Mal que mal, es eso lo que hay que sopesar. Es cierto. Lo mío no es una apreciación técnica, sino más bien volátil, de sensaciones, de piel. Pero a la hora de firmar un contrato es tan importante la escritura como la confianza que nos inspira el proceso y a quien tenemos en frente. Y esto no es menor para quienes aprobamos con entusiasmo porque veíamos en el camino constitucional una oportunidad de encuentro para un país desencontrado. No queríamos más de buenos y malos, de vencedores y vencidos. Ni gritos, ni desmesura. Nada de eso. Solo queríamos una verdadera tregua para un Chile mejor. Pero no se dio. Por eso, para varios, vino la desilusión.  

Por Matías Carrasco. 

Estándar

LOS EX PRESIDENTES

A veces, tanto foco en lo comunicacional le hace a uno perder cierta perspectiva y nitidez. Cuando se intenta hacer parecer una cosa por otra a punta de artimañas, y se hace poniendo todo el empeño en eso, buscando salidas aquí y allá, finalmente se dan explicaciones que no tienen ni asidero, ni sentido. Lo que es peor, el argumento se convierte en un engaño, o derechamente, en una mentira.

Es lo que le pasó a la mesa directiva de la Convención Constitucional cuando se refirió a la exclusión de los ex Presidentes de la República en el acto de entrega del borrador de la nueva Constitución, el próximo 4 de julio. «Lamentablemente como consecuencia de las restricciones por aforo hemos tenido que definir quiénes van en esa lista con mucho trabajo y deliberación. Esta lista no incluye a ex autoridades ni ex Presidentes» – dijo el vicepresidente de la Convención, Gaspar Domínguez.

Pero no hay que ser un entendido en temas de protocolo o de restricciones sanitarias, para advertir que la ausencia de los ex Presidentes no se debe ni al aforo ni a la preocupación de los convencionales por impedir nuevos contagios. Menos, cuando la lista de invitados considera cerca de 200 personas en el Salón de Honor del Senado, en donde se desarrollará la ceremonia. ¿No había espacio para cuatro personas más? ¿No cabían allí, Piñera, Bachelet, Frei y Lagos? ¿no había cómo ingeniárselas? ¿ni siquiera en los jardines en donde se dispondrán de otras graderías?  

La verdad es distinta. Para muchos convencionales, la presencia del ex Mandatario, Sebastián Piñera, significaría una tremenda deshonra e incomodidad. Para varios se trata de un criminal, y otros no soportan la idea de que el proceso constitucional se haya iniciado bajo su mandato. A Ricardo Lagos, tampoco lo quieren mucho. Lo suyo es la imagen viva de la Constitución del 80 reformada en 2005 (y eso es mejor ni recordarlo), además de que ha sido crítico de algunos aspectos de la Convención (y los convencionalistas no han brillado, precisamente, por su capacidad de autocrítica). Y, como no, está la cantinela de los últimos 30 años, como una sombra larga y fría, que oscurece nuestra historia reciente.

La Convención ha tenido aciertos. Su existencia, como una salida institucional a una crisis grave y violenta, es quizás el mayor de ellos. Además, está la incorporación de voces que habían sido marginadas y la deliberación sobre asuntos que merecen ser atendidos, en pro de un país más justo, en una tierra cambiante que exige nuevas soluciones. Pero también ha tenido su propia noche, que tiene que ver con la soberbia que han exhibido varios de sus miembros. Hay en algunos y algunas convencionales, que roncan fuerte,  una mezcla de revanchismo y altanería que los hace ver como los únicos, los más democráticos, los más legítimos, los más virtuosos, para decidir sobre el presente y el futuro de Chile. Por eso unos merecerían estar en el acto solemne, y otros no.

Dejar a los ex Presidentes fuera de la ceremonia es un error. Porque más allá del texto que se ofrezca al país, lo que miles desearon en este proceso, fue un rito y un símbolo de encuentro y de reconciliación. Y eso, para muchos, no ha ocurrido. Pero los gestos siguen siendo relevantes, más todavía cuando se trata de la escena final. Chile necesita, con urgencia, señales que nos unan.

Felizmente, el Presidente, Gabriel Boric, lo está entendiendo. Por eso el guiño a las administraciones anteriores en el inicio de su discurso en la Cuenta Pública: “Este proceso de cambios, por cierto, no se inicia ni termina con este Gobierno (…) Al revisar los discursos inaugurales ante el Congreso Nacional de todos nuestros ex Presidentes, desde José Joaquín Pérez hasta Sebastián Piñera, he podido apreciar la colosal tarea que significa lograr que nuestro Chile progrese”.

Es de esperar que la Convención recapacite. Se trata de ex Presidentes. Son solo cuatro sillas más.  

Por Matías Carrasco.

Estándar

VERDAD MUERTA

A veces la verdad pueda estar muerta. Eso decía el filósofo del siglo XIX, John Stuart Mill. Defensor a ultranza de la libertad de expresión, sostenía que cuando una creencia no es, voluntariamente, puesta en entredicho o confrontada, corre el riesgo de perder la vida, como si se tratara de un animal abatido.

Cuando las ideas, o los hombres y mujeres que las sostienen, no están disponibles para ser objetadas, éstas se debilitan. “Por muy verdadera que pueda ser una opinión, si no se le discute de manera exhaustiva, frecuente y decidida, dejará de ser una verdad viva y se convertirá en un dogma muerto”, explicaba.

Lo suyo es un desafío a la razón. Tiene que ver con cruzar veredas, con ir más allá del propio entendimiento, y convencernos de que, nos guste o no, la verdad no siempre estará de nuestro lado. Incluso, señalaba el pensador, si no existen quienes refuten nuestras ideas, “es indispensable imaginarlos y proveerlos de los argumentos más sólidos que pudiera invocar el más hábil abogado del diablo”.

Es una propuesta revolucionaria para los tiempos que corren. Hoy simplemente son dos pasos: fijar una posición y defenderla como si se tratara de un pedazo de tierra. Lo que plantea Stuart Mill es otra cosa: definir una postura, someterla por propia iniciativa a discusión, y abrirnos a la posibilidad de estar equivocados o de aceptar en el otro, algo, al menos un poco, una pizca si se quiere, de verdad.   

El asunto se complejiza más con la dinámica de las redes sociales. Los dos pasos se acentúan. Una vez decidida la elección, nos escuchamos y celebramos entre iguales, en patotas digitales, que le hacen muy difícil la estadía a quién se anime a pensar diferente. Y es tan fuerte el incentivo por estar siempre en lo cierto que aceptamos -consciente o inconscientemente- noticias falsas o verdades a medias que vienen a confirmar nuestra creencia. Este ejercicio solo polariza y genera un clima hostil para la diversidad, el debate…y la verdad.

Por eso es interesante el desafío de mirar nuestras ideas con cierta distancia, con algo de curiosidad, y abrirnos a la conversación con quienes piensan distinto. No para defendernos, sino para poner a prueba nuestros argumentos, escuchar e intentar entender. Tal vez salgamos de allí pensando lo mismo, con una mirada más matizada, o quizás, vaya a saber uno, cambiemos de opinión. Como sea, es posible que comprendamos que el asunto es mucho más complejo, y que nosotros no somos Einstein y el del frente un estúpido malhechor.  Este camino facilita el diálogo y un espíritu cívico y democrático, tan necesario por estos días.

La antesala del plebiscito constitucional del 4 de septiembre, puede ser un buen pretexto para poner en práctica la propuesta de Stuart Mill. No solo leer el texto. No solo comentarlo con los de siempre. Mejor salir de las trincheras, cruzar puentes y someter nuestras ideas, como en un examen, a una valiente y franca evaluación.   

Por Matías Carrasco

Estándar