
A veces la verdad pueda estar muerta. Eso decía el filósofo del siglo XIX, John Stuart Mill. Defensor a ultranza de la libertad de expresión, sostenía que cuando una creencia no es, voluntariamente, puesta en entredicho o confrontada, corre el riesgo de perder la vida, como si se tratara de un animal abatido.
Cuando las ideas, o los hombres y mujeres que las sostienen, no están disponibles para ser objetadas, éstas se debilitan. “Por muy verdadera que pueda ser una opinión, si no se le discute de manera exhaustiva, frecuente y decidida, dejará de ser una verdad viva y se convertirá en un dogma muerto”, explicaba.
Lo suyo es un desafío a la razón. Tiene que ver con cruzar veredas, con ir más allá del propio entendimiento, y convencernos de que, nos guste o no, la verdad no siempre estará de nuestro lado. Incluso, señalaba el pensador, si no existen quienes refuten nuestras ideas, “es indispensable imaginarlos y proveerlos de los argumentos más sólidos que pudiera invocar el más hábil abogado del diablo”.
Es una propuesta revolucionaria para los tiempos que corren. Hoy simplemente son dos pasos: fijar una posición y defenderla como si se tratara de un pedazo de tierra. Lo que plantea Stuart Mill es otra cosa: definir una postura, someterla por propia iniciativa a discusión, y abrirnos a la posibilidad de estar equivocados o de aceptar en el otro, algo, al menos un poco, una pizca si se quiere, de verdad.
El asunto se complejiza más con la dinámica de las redes sociales. Los dos pasos se acentúan. Una vez decidida la elección, nos escuchamos y celebramos entre iguales, en patotas digitales, que le hacen muy difícil la estadía a quién se anime a pensar diferente. Y es tan fuerte el incentivo por estar siempre en lo cierto que aceptamos -consciente o inconscientemente- noticias falsas o verdades a medias que vienen a confirmar nuestra creencia. Este ejercicio solo polariza y genera un clima hostil para la diversidad, el debate…y la verdad.
Por eso es interesante el desafío de mirar nuestras ideas con cierta distancia, con algo de curiosidad, y abrirnos a la conversación con quienes piensan distinto. No para defendernos, sino para poner a prueba nuestros argumentos, escuchar e intentar entender. Tal vez salgamos de allí pensando lo mismo, con una mirada más matizada, o quizás, vaya a saber uno, cambiemos de opinión. Como sea, es posible que comprendamos que el asunto es mucho más complejo, y que nosotros no somos Einstein y el del frente un estúpido malhechor. Este camino facilita el diálogo y un espíritu cívico y democrático, tan necesario por estos días.
La antesala del plebiscito constitucional del 4 de septiembre, puede ser un buen pretexto para poner en práctica la propuesta de Stuart Mill. No solo leer el texto. No solo comentarlo con los de siempre. Mejor salir de las trincheras, cruzar puentes y someter nuestras ideas, como en un examen, a una valiente y franca evaluación.
Por Matías Carrasco