
Extraño a la Iglesia Católica en la esfera pública. Quizás sea por la añoranza de una espiritualidad de otro tiempo, mejor tenida, o tal vez por la necesidad de escuchar otras voces, distintas a las de todos los días. Es como si faltara agua. Debe ser a mí a quien le falta agua. Pero también al paisaje que se ha vuelto seco, plano y caluroso.
La Iglesia fue una voz fuerte durante décadas, a veces demasiado. Gozó de una amplia tribuna, no solo en los templos, sino también en medios de prensa, en áreas de la educación, y en la actividad social y política del país. Su poder se hacía sentir en temas valóricos de gran relevancia y muchas veces se dirimió a favor de los intereses de obispos y cardenales. También tuvo un enorme prestigio por jugar un rol clave en la lucha contra la pobreza y su defensa valiente en favor de los derechos humanos. Incomodó, tantas veces, con sus dichos, con sus preguntas, sobre justicia. Avanzada la modernidad, su influencia se sintió como una asfixia, como un freno, para grupos e identidades que -con razón-reclamaban su lugar en un Chile cada vez más abierto y plural. Después vino el escándalo de los abusos, de los delitos y del encubrimiento. De ahí, la estampida, y un largo y profundo silencio.
Y su ausencia se nota, al menos en lo público. Es como una ausencia merecida, como un castigo social, pero también autoinflingido. Es como la imagen, en la película La Misión, de ese vendedor de esclavos (interpretado por Robert de Niro) que mató a su hermano, y decide aislarse en una especie de celda oscura, para huir del mundo y de su remordimiento. “Para mí no hay redención” – sentenciaba.
Poco antes de morir (hace casi dos años), el siquiatra Ricardo Capponi, estaba escribiendo un ensayo sobre la Iglesia y los abusos. En ese tiempo colaboraba con él en algunos de sus proyectos. Era un hombre que quería a Chile y a la Iglesia. Conversábamos de eso. En sus palabras, tras los crímenes perpetrados por algunos de sus miembros, la Iglesia entró en un estado depresivo, tiñendo de pesimismo su mirada del pasado, el presente y el futuro. La abordó, decía, una culpa persecutoria y autoflagelante, que ha impedido su recuperación. Para Capponi, la salida estaría en transitar desde la culpa persecutoria a una sana culpa reparatoria, y de ahí a la reparación, considerando un hondo análisis de su cultura en aspectos como la afectividad y la sexualidad. “La Iglesia tiene que ser capaz de dar a luz una nueva criatura en este doloroso parto que significa la crisis” – advertía.
Pienso en esto cuando siento la ausencia de la Iglesia ¿Seguirá deprimida?
Es cierto. Habitar en lo público no es la única señal de vida. La Iglesia sigue haciendo lo suyo en círculos más pequeños, de manera silenciosa, en las parroquias, en las cárceles, en los campamentos, en las fronteras, en las poblaciones, en las misas diarias y dominicales. Pero pienso que le haría bien a Chile escuchar la opinión de la Iglesia. La institucional y la de sus diversos carismas. La oficial y la que disiente (que viven bajo el mismo techo). Sería un contrapunto interesante -intelectual y espiritual- para un país que requiere de todas las voces, y no solo las que se oyen más alto y a diario.
Extraño a la Iglesia Católica en la esfera pública. No para obedecerle ciegamente ni estar de acuerdo con ella (tal vez le discuta, como suelo hacerlo), sino para volver a escuchar -en estos días revueltos- del hombre, de la trascendencia, del sentido, de la esperanza, y de la importancia de ser, querámoslo o no, comunidad.
Por Matías Carrasco.