
En la novela “Ensayo sobre la lucidez”, del escritor y Premio Nobel, José Saramago, se narra la historia de una elección, en una ciudad desconocida, en dónde más del setenta por ciento de los electores votaron en blanco. El gobierno quedó perplejo. Repitieron los comicios. El resultado volvió a darse de la misma manera, esta vez, aumentando a un ochenta por ciento los del voto blanquecino. Ni el pdd (partido de la derecha), ni el pdm (partido del medio), ni el pdi (partido de la izquierda) comprendían lo que estaba pasando. Solo una tesis era posible: estar frente a una conspiración. Y así lo entendieron los gobernantes, quienes decidieron huir de la ciudad (escondidos en medio de la noche), con sus séquitos, con sus policías, con sus pertrechos, con sus jueces, dejando al pueblo inerme y sitiado por una férrea línea de militares, con claras órdenes de disparar si fuese necesario. Todo ello, a la espera de que los malagradecidos votantes entraran en razón y denunciaran a los saboteadores.
Es una historia entretenida la del voto en blanco. Puede parecer absurda para otra época, pero no tanto para los tiempos que corren. El deterioro de la política es tal, es tan hondo y rápido, que el desencanto se oye como un murmullo que crece y crece entre el electorado. Es una mala noticia. Serán muchas las causas. Está pasando en Chile y en el mundo. Se podrá hablar de la crisis de la democracia, de la anomia, de los 30 años, del abuso, de lo que se hizo y dejó de hacer, de la corrupción, de la cultura posmoderna, de lo que sea. Pero hay una cosa, tan clara como el blanco, que es ineludible y que tiene que ver con la propia responsabilidad de los políticos que hoy determinan el presente y el futuro de Chile. Por más que quieran culpar a otros, a este gobierno o a los anteriores, al sistema neoliberal, a las AFP, al patriarcado, a los empresarios, a lo que les venga en gana, son ellos y ellas – los de ahora – los que tienen en sus manos (y en sus bocas) la decisión de devolverle a la actividad política la solemnidad que merece, o de seguir horadándola hasta convertirla en un gran agujero para ir a tirar, de vez en cuando, cualquier tontería.
Es un asunto complejo. Es como si, de un momento a otro, todo lo negativo que está asociado a la política, se hubiese exacerbado. Como esas olas gigantes, que de pronto se nos vienen encima, y nos ahogan, y nos revuelcan, y no nos dejan salir, hasta tocar fondo. El narcisismo. La mentira. La trampa. La frivolidad. El show. La venganza. Todo mezclado con una falta asombrosa de pensamiento, rigurosidad y autocrítica. Muchos ciudadanos, de uno y otro lado, lo están resintiendo. Se nota el cansancio. He visto hasta los más optimistas, con la cara seria, titubeando. Y eso es un mal augurio.
Algunos ya decidieron su voto para estas presidenciales. Están convencidos. Pero se siente en las calles, en las oficinas y en las casas, el silencioso movimiento de votantes huérfanos, nostálgicos de otra política, y de otro estilo. Son los que quieren acuerdos, más diálogo, más altura, más peso, más virtud. Desean cambios, pero con sensatez, sin odios ni revanchismos. Quieren líderes sobrios, reflexivos, alejados de twitter, dispuestos a asumir con valentía los costos de una medida impopular, si así lo requiere el bien común. Verdaderos estadistas, con tamaño de estadistas, que defiendan el valor de la política, en vez de renegar de ella. Pero no están. No se ven. Por eso son (somos) huérfanos. Y por eso varios no tienen idea de qué hacer con su voto.
Pero nuestros representantes -salvo contadas excepciones- parecieran no notarlo. Están demasiado ocupados en sus cálculos electorales, en sus selfies, y en sus descarnadas luchas de poder. Juegan a estirar el elástico. Un poco más…un poco más…un poco más. ¿Cómo no lo ven?
Antes de la historia del voto en blanco, el mismo Saramago escribió “Ensayo sobre la ceguera”, otra gran novela que cuenta de un pueblo que quedó completamente ciego. No veían (o no quisieron ver) nada de nada. Se generó la división, el caos y la violencia. ¿Absurdo? Puede ser. Pero sugiero, por si acaso, uno nunca sabe, leer y tomar nota.
Por Matías Carrasco