A muchos les encanta hablar de marxistas y fascistas. Y cada vez que pueden, cada vez que se abre una puerta o se da la oportunidad, vuelven a levantar sus banderas y desempolvar la hoz, el martillo o la esvástica, dependiendo de qué vereda venga.
Y lo que vimos ayer fue un ejemplo de eso. La marcha de los camioneros no sólo puso en pugna los intereses de los transportistas y el Gobierno, sino también a las izquierdas y a las derechas de los años setenta. Volvieron a sonar las viejas proclamas que tanto daño le hicieron a Chile hace décadas atrás. Por esa absurda odiosidad se enfrentaron a puños, piedrazos y patadas grupos de uno y otro bando frente a La Moneda. Por ese enfermizo amor a las ideologías, los que acostumbran a marchar en la Alameda y defienden la libertad de expresión, ahora invalidan la manifestación de los camioneros por tratarse de una reivindicación «fascista y pinochetista». Todo, absolutamente todo, puesto en blanco y negro, polos norte y sur, violentistas y violentados, opresores y abusados. Nuevamente, los viejos paradigmas nos nublaron la vista, se acabó el análisis y los matices emprendieron otra vez la huida.
Es triste que a 42 años del golpe militar, a 25 años de la caída del Muro de Berlín y a sólo semanas del reinicio de relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba -emblema de estas añejas discusiones- en Chile sigamos todavía clavados a una estúpida división que no merecemos y menos necesitamos por estos días.
Que asesinos, que fascistas, que allendistas, que pinochetistas ¡Córtenla! ¡Paren la lesera! Quédense ustedes con esos muertos. No se puede construir el mañana con las polvorientas consignas de medio siglo atrás.
Estamos cultivando una historia violenta. No sólo en las calles, en las marchas y en la Araucanía. El lenguaje sin duda construye realidades y por lo visto el último año, nuestra realidad ha ido creciendo en ofensas y agresiones. Cada uno se ha montado en su propia verdad y apretando bien las piernas, asegurados en nuestros estribos y espuelas de puntas filudas, las emprendemos contra quien piense distinto.
Terror. Horror. Espanto. Tanto miedo le tenemos a la diferencia, que ante cualquier discrepancia desenfundamos el puñal y damos el golpe. No podemos tolerar que alguien vea el mundo con otros ojos. Cuando ya encontramos la verdad, ¿para qué seguir buscando? ¿para qué abrirnos a nuevas ideas? ¿para que pensar que la razón pueda estar del otro lado? Y así nos ahogamos en nuestros encendidos discursos, nuestras creencias y en nuestras mentes pequeñas y estrechas como nueces.
Más allá de la nostalgia de unos pocos, mucho más allá de esas convicciones ciegas, radicales y autocomplacientes, lejos de esas luchas de antaño que muchos parecen todavía querer librar, existen nuevas generaciones que sólo sueñan con construir un mejor país. Es tiempo de darles esa oportunidad.
Por Matías Carrasco.