CARDENAL, UNA PREGUNTA: ¿QUÉ HACEMOS CON LA DISCRIMINACIÓN EN LA IGLESIA?

Monse–or Ezzati

La Iglesia Católica salió nuevamente al ruedo de la Reforma Educacional. Esta vez fue el Cardenal Ezzati quién respaldó la iniciativa del Gobierno, señalando que “la Reforma es absolutamente necesaria” y que el fin al lucro es “una gran nueva noticia, si es que deja libertad de acción”. Bonito gesto. Sobre todo si lo que busca la Iglesia (y otros actores) es defender la libertad de enseñanza, de culto o de religión. Apoyo la moción. Libertad ante todo, libertad siempre. Interesante debate. Pero como no soy experto en temas de Educación y el asunto está más enredado que moño de vieja, prefiero dar un pie al lado y concentrarme en otra cuña que nos regaló hoy el Arzobispo.

El asunto es que Ezzati, en el mismo tema, dijo estar convencido de que “la no discriminación es una gran cosa, siempre que se entienda que en educación el principio fundamental es el de la confianza”.

Extraordinaria declaración. No puedo más que estar de acuerdo y celebrar los dichos del Cardenal. La discriminación, como dijo hace algunos meses el Ministro Eyzaguirre, “hiere el alma de Chile”. Como una estocada, daña y menoscaba.

Pero Cardenal, tengo una pregunta. Aprovechando que fue usted quién puso el tema: ¿Qué hacemos entonces con la discriminación en la Iglesia? ¡¡No, no!!…no se me escape….no me mal interprete. Mi intención no es molestar. Se lo comento en buena lid y sólo con la idea de tratar un tema que, al menos a mi, me mantiene despierto.

Y es que yo siento que, “en nombre de Dios”, se discrimina. Todos los días, a toda hora. Hay personas, que por su condición, se les margina de la mejor parte de la fiesta. Se les deja, literalmente, abajo de la mesa. No pueden comer el pan y el vino que usted, y tantos otros sacerdotes, preparan con tanto cariño y esmero. Y no son uno, ni dos, ni diez. Son miles los católicos que viven el rechazo y la exclusión. Y lo que más lamento, es que se trata de un grupo que ha sufrido… y mucho. Por lo mismo, a veces pienso que merecerían incluso ser los primeros de la fila. Pero no. Ni siquiera está reservado para ellos el último puesto. Lisa y llanamente no pueden comulgar. Y me refiero, por ejemplo, a separados que han decidido rehacer sus vidas con otra persona o a homosexuales que viven su sexualidad a plenitud. Todo, en busca de la felicidad.

Sé que se trata de un tema complejo y espinudo. También sé que hay cerros y cerros de papeles, documentos teológicos, concilios y una vieja doctrina que ampara los argumentos de la Iglesia para defender su postura y su sanción. También entiendo que la misma Iglesia ha creado instancias de apoyo y acompañamiento para estas personas. Y lo celebro. Pero aún así, no todos somos tratados de la misma forma. Y es bueno reconocerlo. Hace sólo algunos días una mujer separada (extraordinaria mujer) que rehizo su vida hace más de veinte años, me decía: “estas exclusiones y barreras que nos pone nuestra Iglesia hace que algunos de nosotros sienta tristeza en el alma”. ¡Después de veinte años!…hay todavía tristeza en el alma. ¿Se da cuenta?

A estas alturas, ¿vale la pena luchar por esta humilde cruzada? Honestamente, creo que ya hemos perdido varios adeptos que, decepcionados, han decidido largarse fuera de las fronteras de la Iglesia por sentirse discriminados. Sería una suerte de autoexilio. Y a ellos, por más que insistamos, ya los daría por perdidos. Pero hay otros por los que vale la pena dar la pelea. Por aquellos que aún están dentro y siguen sintiendo “tristeza en el alma” y por nuestros hijos, para que crezcan en una Iglesia más humana y compasiva.

El tema da para largo. Pero así como usted hoy defendió con decisión la “no discriminación” en la Educación, algunos católicos soñadores, idealistas o insurgentes (pensarán otros), esperamos algún día poder comer todos juntos en la misma mesa, sin que nadie quede abajo.

Arzobispo, con todo respeto y en medio del mes de la solidaridad, le dejo planteada esta «pequeña» inquietud.

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