Ya es un éxito de taquilla. La película “El Bosque de Karadima” recibió a más de 40.000 espectadores durante el fin de semana, demostrando el interés de miles de chilenos por desempolvar la historia de abusos y poder que estremeció a nuestro país hace cinco años.
Y mientras los cines han debido aumentar el número de funciones para satisfacer la demanda, la Iglesia Católica ha hecho circular un instructivo recomendando a obispos, sacerdotes y laicos algunos puntos para hacer frente al impacto que la película pueda tener en la opinión pública y entre sus fieles. Se sugiere no criticarla, aprovechar la coyuntura para condenar los abusos y utilizar columnas y artículos de opinión para fijar su postura en los medios de prensa.
Soy católico y, honestamente, más que sumarme al legítimo interés de la Iglesia por instalar su propia mirada, prefiero gastar estas líneas en los denunciantes de Karadima. Admiro lo que ellos hicieron por la Iglesia y por Chile.
Pocas veces he visto hombres quebrados. Menos llorando. Mucho menos en televisión. Tampoco uno está acostumbrado a verlos avergonzados, narrando sus miedos y sus culpas. Creo haberlo visto por primera vez en Informe Especial el 23 de abril de 2010, cuando James Hamilton, José Andrés Murillo y Juan Carlos Cruz, entre otros, denunciaron públicamente a Fernando Karadima, el otrora “Santo”, dueño y señor de la parroquia de El Bosque por más de 24 años.
Es difícil olvidar esas imágenes. Sobre todo cuando la verdad se hacía tan evidente en ojos brillantes, voces cortadas y testimonios que realmente lo dejaban a uno inmóvil, callado, perplejo. Hombres serios, profesionales, inteligentes, abusados durante años, en silencio. No era un cuento. Era real y ocurría en nuestro propio país y en el corazón de la elite social y católica de Chile.
Hoy ya nadie lo pone en duda. Ellos dijeron la verdad y Karadima fue declarado culpable de abusos sexuales en contra de menores por el Vaticano. Pero en esos años no. Pocos les creyeron. Antes ya habían realizado la denuncia, pero no encontraron el apoyo que buscaron en su propia Iglesia. Más que palabras de aliento, escucharon sólo eco, un hondo, largo, secreto y doloroso eco.
Aún conocida la noticia, muchos defendieron a brazo partido al “Padre Fernando”. Otros tantos cuestionaban la acusación catalogando a los denunciantes de “tipos raros” y homosexuales. Y Juan Carlos Cruz debió llevarse la peor parte. Por su conocida condición sexual incluso le achacaron, según él mismo cuenta, el haber seducido a Karadima. De todo hay en la viña del Señor.
Tuvieron que haberlo pasado muy mal. No solo ellos, también sus familias, su entorno más cercano y para algunos, incluso sus hijos. Pusieron su pellejo a disposición de Chile. A cara descubierta, cada uno arriesgó su honra, su carrera, su prestigio y su dignidad. No tuvo que haber sido fácil enfrentarse al poder, carearse con él, soportar la calle y miradas a veces curiosas, a veces acusadoras. Fueron apuntalados injustamente por causar daño y división a la Iglesia, la misma a la que tanto quisieron y pensaron servir años atrás.
¿Cómo se atrevieron? ¿Cómo lograron levantarse luego de ser anulados, rotos y humillados? ¿Cómo aguantaron la presión, la culpa y el miedo? Seguramente los animó la sed de justicia, pero también la responsabilidad de ayudar a otros con su ejemplo.
No tengo dudas de que muchas personas que fueron abusadas sintieron alivio y compañía al ver en televisión a tres hombres ultrajados como ellos contando valientemente su verdad. Felizmente, ya no estaban solos.
Hamilton, Cruz y Murillo nos enseñaron a todos a gastar la vida, a levantar la voz por lo que consideramos justo, a postergarnos si es necesario hacerlo, a vivir con coraje, a luchar por una Iglesia menos santa y más humana, y sobre todo, a creer que es posible salir adelante a pesar de nuestras propias muertes. Con sus historias, corrieron el velo y propusieron a Chile un cambio de mirada.
Ellos lo hicieron y aún no se detienen. Los seguimos viendo liderando su causa y la de cientos de niños abusados en Chile, a través de la Fundación para la Confianza, de sus libros, apariciones públicas, entrevistas y tantas otras conversaciones y acciones privadas que uno ni siquiera conoce.
Por eso, en medio del bosque de Karadima que vuelve a florecer por estos días, aparecen luces de esperanza, agradecimiento y admiración, una tremenda admiración.
Por Matías Carrasco.