PROPONGO

Propongo que una vez definidos los integrantes de la Convención Constitucional, antes de partir, antes de iniciar toda discusión, antes si quiera de sentarse a la mesa, se realice un gran y vistoso rito.

Propongo evitar los espacios cerrados, las murallas, las puertas viejas y pesadas. Sugiero hacerlo en un lugar abierto,  frente al mar, en alguna región costera y con el horizonte en el fondo, como un regalo, como señal de inmensidad y de futuro.

Propongo despojarse de los protocolos acostumbrados, de asesores y manuales de ceremonia. Imagino algo nuevo, sencillo y significativo. Nada elegante. Nada muy pomposo. Pero solemne.  Como esas misas de barrio, improvisadas, con un paño viejo y unas cajas rotas haciendo de altar. Que los constituyentes vistan como quieran. Que en ellos se muestren los colores de un país diverso y legítimamente diferente. Que estén cerca, unos de otros, que aprovechen de conocerse, de mirarse, de reírse ojalá a carcajadas.

Propongo que estén con los pies pelados, sobre la arena. Que puedan mirar el cielo, con las patas bien puestas en la tierra. Que las hundan hasta sentir el frío o el calor. Sugiero que todo sea televisado y en cadena nacional. Que el país entero sea testigo y parte de un rito histórico.

Propongo que a un costado de los constituyentes, estén – también a pie pelado- el Presidente, los dirigentes de los partidos políticos, los representantes de los poderes legislativo y judicial, del ejército y las fuerzas de orden.  Que entendamos que en la casa común, cabemos todos.

El comienzo tiene que ser con un gran silencio. No un minuto ni dos, sino un gran silencio. Que dure lo que tenga que durar. Venimos de tanto ruido, de tanto griterío, de tanto zafarrancho, que nos merecemos un tiempo mudo. Que todos los asistentes callen. Que se escuche el mar. Las gaviotas. Que se sientan las pisadas de esos pequeños pájaros que andan siempre juntos, correteando las olas. 

Propongo que no haya discursos. Las palabras se están tornando vacías. Que haya pocas, pero contundentes. Rompería el silencio con un poema. Somos tierra de poetas. Con un muchacho o una muchacha (o ambos), recitando versos que calmen el alma de Chile. Luego una bienvenida sencilla, en español y en las lenguas de los pueblos originarios. 

De ahí, un texto breve, como introductorio. Después, la promesa. No un juramento. No ante Dios.  Sino una promesa ante los hombres y mujeres de Chile. Una voz se eleva por sobre el resto y aclama: “¿Prometen disponerse siempre al diálogo, al encuentro, a la escucha y a la búsqueda incansable de acuerdos por el bien del país y de su gente?”.  Y la respuesta de cientos, estruendosa: “Sí, prometemos”. Y otra vez la voz: “Y cuando quieran sacarse la cabeza, y cuando los ánimos estén caldeados, y cuando sientan la presión de twitter sobre los hombros, y cuando quieran tirar del mantel, ¿prometen lavarse la cara y retomar, aún a regañadientes,  el diálogo y la conversación?”. Y un “sí, prometemos”, claro y firme,  se escucha de todos los presentes y se oye en todos los rincones del país, como veedores de una promesa solemne.

Terminaría con música (algo alegre) y con empanadas y vino tinto repartiéndose entre la gente.  Los dejaría conversar un buen rato, hasta que la tarde decline.

Así, con el rito finalizado (o iniciándose), conscientes de la promesa y del serio desafío que tenemos por delante, se comenzaría a escribir el exigente, dificultoso y vibrante capítulo de esta parte de nuestra historia.  

Por Matías Carrasco.

*Foto: emol.

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ESO NO SE HACE

Algunos han venido insistiendo – sobre todo desde la izquierda- que nada se saca condenando la violencia. Postulan que la destrucción que hemos visto en el último tiempo y más puntualmente en el primer aniversario del 18 de octubre, sería fruto de una fuerza propia o de una masa incontrarrestable, que no cesará por lo que diga o deje de decir un puñado de jóvenes o viejos políticos.  “No quiero que haya violencia, no contribuye a la solución de los problemas, pero esa condena moral desde el privilegio no contribuye a detenerla” – dijo hace un par de días el diputado de Convergencia Nacional, Gabriel Boric.

Varios se apuran en señalar – con razón- que lo importante es atender las causas que anteceden a la violencia y buscar las soluciones que apacigüen el malestar. Pero lo hacen como si se tratara de un binomio: causas o condenas (no ambas).  Dicen que exigir condenas a la violencia, no sería más que un oportunismo de la derecha, un esfuerzo inútil y sin sentido.  

¿Será tan así? ¿Realmente no sería gravitante el cuestionamiento a la violencia que se pueda hacer desde la elite y la sociedad civil?

Para responder a esta pregunta, utilizaré el ejemplo contrario. Azuzar o celebrar la violencia, ¿ayudaría a perpetuarla? Legitimarla con vítores y homenajes, ¿permitiría que subsista? Aplaudir a un muchacho que lanza una bomba molotov ¿lo incentivaría a lanzar otra y otra y otra más? Pienso que sí. Los seres humanos funcionamos sobre la base de la aprobación y el reconocimiento. Si nuestras acciones son debidamente destacadas, es probable que se repitan en el tiempo. Si doy un discurso en medio de la Plaza de Armas y recibo de vuelta una fuerte ovación, es razonable pensar que volvería a mi casa contento e imaginando las líneas de una nueva prédica. Por el contrario, si nuestros actos son desaprobados a la vista de todos, si en vez de la aclamación hubiese obtenido una pifiadera, insultos y algunos tomates volando por el aire, seguramente saldría de allí corriendo con la firme promesa de no volver a intentarlo.

No hay nada nuevo en lo que digo. Es más bien, obvio. El problema es que es tal la confusión en la que andamos, que los ejes se nos extraviaron. Se mezclan las cosas. Se enredan las causas que generan una reacción (en este caso, la injusticia, la desigualdad, entre otros), con el acto que le sigue (un comportamiento violento o vandálico).  La sensibilidad (¡bienvenida sensibilidad!) respecto a las razones que encendieron el estallido,  parecen ablandar la mirada, el juicio y la reflexión de la violencia que le siguió y que permanece entre nosotros. Es por eso también que algunos evitan cualquier condena a la violencia para no “criminalizar el movimiento”.  Otra vez, la confusión.

El rol de padres ayuda en este tipo de análisis. Pienso en mis hijos. A veces se pelean entre ellos o con amigos. A veces, se golpean. Y cuando eso ocurre, intervenimos – su madre o yo- para separarlos, escucharlos y llegar siempre a la misma conclusión: “eso (lo del golpe) no se hace”. Incluso, cuando hay razones de sobra para haber dado un manotazo, insistimos: “eso no se hace”. Les explicamos que sentir rabia está bien, que gritar está bien,  que incluso el deseo de querer golpear al otro puede ser permitido. Pero que existe – querámoslo o no, nos parezca o no justo- una barrera que no puede ser transgredida, aún cuando veamos todos los días, en Chile y en el mundo, que ese límite se sobrepasa. Todavía así, es necesario machacar: “eso no se hace”.

La condena a la violencia es relevante – aunque no suficiente- porque educa, forma, orienta y nos recuerda una frontera social que no debemos permitirnos cruzar.  No al menos para quienes quieren vivir en sociedades civilizadas, modernas y democráticas. Eso no quita la urgencia y relevancia de atender las causas y rectificar el camino – con transformaciones profundas, duraderas y participativas (los ritos son importantes)- que hagan de Chile un país más justo, equitativo y en paz.

Por Matías Carrasco.

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