Se instaló el tema del matrimonio igualitario y tras él declaraciones a favor y en contra de esta nueva unión.
De todo se ha dicho, pero me quedo con una frase del obispo de San Bernardo, José Ignacio González: «muchas de estas reformas (…) son una expresión muy fuerte de una involución social que está corroyendo a nuestro país y sobre todo a la familia». Y en honor a la verdad es una opinión que no es solo suya sino que se repite cada vez que llega este debate.
Pero mas allá de esta discusión y la legítima posición que puede tomar la Iglesia Católica, laicos y sacerdotes, vale la pena hacerse una pregunta: ¿son los homosexuales y una posible institucionalidad matrimonial lo que tiene en ascuas a las familias chilenas?
Honestamente, no. No son dos hombres amándose bajo las sábanas ni dos mujeres besándose en una estación del metro quienes tienen contra las cuerdas la suerte de las familias. No. No. Y no.
Si los hogares están en zona de riesgo es por otras razones.
Soy hijo de padres separados y ya a mis 40 he sido testigo de parejas que fracasan, rupturas violentas y escandalosas y también de familias que se mantienen unidas, pero en casas que huelen a soledad y tristeza. Y en ninguno de esos casos he visto al diablo gay inmiscuir su intrusa cola.
Lo que he visto más bien es que las familias se quiebran porque hemos perdido nuestra capacidad de encuentro con el otro. Somos protagonistas de una sociedad cansada y sin tiempo, ni siquiera para el amor y el deseo.
En vez de mirarnos a los ojos preferimos mirar nuestras tablets y smartphones y establecemos entusiastas conversaciones virtuales con cualquiera, menos con quien le juramos amor eterno. Falta cuidado, dedicación y cariño.
El exceso de trabajo y ese empeño por buscar el éxito, nos tienen agotados y fuera de foco. Y así no dan ganas.
El individualismo y el ímpetu por perseguir sueños propios y no compartidos, hiere y mata. Y el miedo al compromiso, al sacrificio y a darse a otros, también pone su estocada.
No logro convencerme. Aún siendo católico no veo maleficio alguno en dos personas del mismo sexo casadas civilmente. Veo más maldad en tantas otras historias. No es justo cargarles a ellos la cruz de la corrosión de Chile.
Sugiero dejar a los homosexuales en paz de una buena vez, devolver la mirada y preguntarnos cómo andamos por casa. Seguramente ahí encontraremos realmente las causas de nuestro malestar. Aunque revisarse supone siempre una nueva y molesta amenaza.
Por Matías Carrasco.