
Llevo en mi muñeca izquierda una pulsera de género, de color morado, con la palabra respeto. La tengo desde hace unos tres años, cuando en una dinámica familiar -algo ñoña, lo reconozco- les hablamos a nuestros hijos sobre la importancia de respetarnos y de construir, juntos, una buena convivencia. En esa época peleaban harto. Bueno, siguen haciéndolo. Como un símbolo, todos nos pusimos la pulsera del respeto. Duró unos cuántos días, o semanas, como mucho. Solo yo la conservo desde aquel sencillo rito, como un acto de resistencia, como una bandera diminuta. Chile necesita más respeto.
Vale la pena mencionarlo a poco más de una semana de las elecciones. No es una decisión cualquiera. Es -dicen-una de las más decisivas de las últimas décadas. Para muchos, la gran dificultad está en elegir entre quienes representan los extremos, apenas matizados con un maquillaje dudoso de segunda vuelta. ¿En quién confiar el presente y el futuro para un Chile moderno, plural y revuelto? ¿En la derecha conservadora, o en la izquierda refundacional? ¿En los que priorizan orden y estabilidad, o en los que ofrecen solucionar el malestar social, sin transar? ¿Qué es mejor para el país? Así puesto, es un asunto complejo. Sin embargo, para varios parece ser algo tan claro, tan obvio, que se arrogan el derecho de reprobar el voto ajeno, siempre con un tono de voz que sube y un juicio moralizante.
La forma más evidente es el escupitajo al candidato, los golpes entre los adherentes, las funas, las ofensas y cancelaciones en las redes sociales. Pero hay otras maneras, más tenues, de ejercer esa misma superioridad electoral. Son las muecas, las burlas o las reprimendas (como si se tratara de aleccionar a un niño) en sobremesas familiares, grupos de whatsapp o encuentros entre amigos. ¿En qué momento se nos metió la idea de que todos debieran pensar igual? ¿De dónde sacamos que personas diferentes, con vidas distintas, con visiones dispares de Chile y el mundo, tienen que votar lo mismo?
El voto debe ser el acto cívico de mayor intimidad y de conexión con la propia conciencia, ese lugar sagrado en donde está prohibida la entrada a los extraños. A pesar de la muchedumbre volcada en las calles, aún con todo el ruido y la polvareda levantada en tiempo de elecciones, todavía con las filas en los locales de votación, el sufragio se ejerce en silencio, solitariamente, como en un confesionario. Eso es signo de que el acto de votar es sublime, es personal, y por tanto, debe ser, nos guste o no, respetado.
No es el voto del otro el que debe ser objeto de revisión, sino la propia incapacidad de domar la ansiedad que nos asalta. No es al otro al que debemos educar, sino al autocontrol y la habilidad de mantener la calma en días de incertidumbre. El ninguneo o el reproche del voto distinto no es más que el síntoma de una desbocada mezcla entre miedo y frustración.
En una de sus acepciones, respeto significa la consideración de que algo es digno y debe ser tolerado. En Chile llevamos más de dos años hablando de dignidad. Renombramos plazas en su nombre. Se han escrito canciones, libros y poemas. Se crearon colectividades políticas. Pero tal vez el voto sea lo más digno, lo más transversal, lo más igual, que podamos tener. Por eso, a pesar de las diferencias y de nuestras pulsiones más primitivas, aunque no entendamos, aunque no nos quepa en la cabeza, el voto de todas las personas debiera ser siempre respetado.
Sea quien sea el próximo presidente, haga lo que haga, diga lo que diga, si no logramos tratarnos con respeto, Chile no será ni más hermoso, ni más libre, ni mejor.
Por Matías Carrasco.