NEGACIONISMO

Un grupo de diputados oficialistas presentó un proyecto de ley para sancionar -incluso con cárcel- a quienes aprueben, justifiquen o nieguen los crímenes ocurridos en la dictadura militar, consignados en los informes de cuatro comisiones estatales, ampliamente conocidas. En un documento de 12 páginas, se explica que esta iniciativa responde a un “imperativo ético”, buscando evitar que situaciones tan atroces como las que se vivieron en Chile se vuelvan a repetir.  Suena bien, sobre todo si los argumentos se esgrimen en nombre de la paz, la democracia y la dignidad humana.

Sin embargo, hay un trasfondo que vale la pena atender. Y no se trata solo del conflicto que esta propuesta plantea con la libertad de expresión, sino más bien con el posible deterioro que pueda traer a la discusión pública (y privada) de estos asuntos. ¿Cómo dilucidar si alguien aprueba, justifica o niega los crímenes consignados en la dictadura? ¿qué es, exactamente, lo que debe decir para ser sancionado? ¿qué tipo de acciones caerían en esta categoría? 

Lo más simple, es pensar que si una persona niega la ocurrencia de asesinatos, torturas y desapariciones en los tiempos del régimen militar (¿existirá una persona como esa?), debe ser sancionada. Hasta ahí, todo claro.  Pero, por ejemplo, la última intervención del consejero, Luis Silva, declarando su admiración por el “estadista” Pinochet, ¿sería una muestra de negacionismo? O si un profesor de filosofía quisiera debatir con sus alumnos sobre si existieron razones o no para justificar la violación de derechos humanos en Chile, ¿sería una especie de justificación a esos mismos delitos? O si algún investigador escribiese un ensayo sobre la responsabilidad que la izquierda tuvo en la crisis institucional que llevó al golpe de Estado, ¿sería de alguna forma, aprobar los horrores que allí ocurrieron? Y el escritor y ex ministro, Mauricio Rojas, ¿debería estar preso por su crítica al Museo de la Memoria?

El problema, sobre todo en esta época, es que no existe el ánimo de abordar estos temas con equilibrio y racionalidad. Más bien, prima todo lo contrario: las emociones, la victimización y el poder de lo subjetivo. No es que exista en Chile una realidad consensuada, de contornos claros y horizontes bien definidos. Existen cientos o miles de interpretaciones. El lenguaje se trastoca una y otra vez. Hay desmesura, hipersensibilidad, oportunismo y exageración. En pleno estallido algunos apuntaban a Pïñera como tirano y dictador. Varios plantean, incluso hoy, que en Chile no existe democracia. Para otros, palabras inadecuadas o un chiste inoportuno, pueden ser considerados como abuso o discriminación. La crítica política de la presidenta del PPD, Natalia Piergentili, quién mencionó con ironía la frase “les compañeres”, le valió una acusación de homofobia. A todo se le pone el apellido de “violento”. A Kast lo tienen por nazi. Incluso, si uno critica a una mujer, aún con evidencia en mano,  puede ser acusado de misoginia. Así, ¿con qué garantías podría aplicarse una ley como la que se propone?    

Hoy, más que la amenaza de una nueva dictadura brutal como la que vivimos, está el riesgo de seguir horadando y asfixiando el debate público, tan necesario para el cuidado de la democracia. Lo políticamente correcto nos tiene bien jodidos. La sanción del negacionismo no asegura, ni de cerca, que algo así no vuelva a suceder. Es más bien la conversación abierta y franca la que nos permitirá aprender y sacar lecciones sobre ello. Y si alguien comete la estupidez de negar lo que está fehacientemente comprobado, será la misma opinión pública y el peso de la razón la que permitirá poner las cosas en su debido lugar. No son necesarias las mordazas. Dejemos que las personas elijan de qué hablar y en qué creer. 

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Por Matias Carrasco.

*Foto: diario La Tribuna.

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¿IMPORTAN LAS PALABRAS?

Se ha instalado un interesante debate respecto a la responsabilidad de un sector de la izquierda en el desprestigio de Carabineros, y su impacto en la lucha contra el crimen y el desorden callejero. ¿Tiene algo que ver el apoyo a la violencia del estallido, o al menos un silencio cómplice, con lo que hoy estamos viviendo? ¿Influyeron, de alguna manera, las destempladas declaraciones de actores políticos y sociales en contra de la Institución? ¿Son inocuas esas opiniones o tienen algún efecto en la convivencia social?

Se dirá que el descrédito de Carabineros tiene que ver con los casos de violación a los derechos humanos, montajes y corrupción del alto mando. Y se argüirá también, que la delincuencia y el narcotráfico vienen avanzando hace décadas en barrios marginales en donde el Estado, simplemente, desapareció. Se suman las consecuencias de la pandemia y de la crisis migratoria. Todo eso es cierto. La pregunta es, para ser más preciso, si además de todo aquello, el comportamiento de la izquierda más radical, del Frente Amplio y del Partido Comunista, acrecentó o no el problema.

Es una discusión incómoda, más todavía para una izquierda que tiene una percepción de sí misma tan pura y mesiánica, que no resiste verse enredada en un lío que afecta a millones de personas que son, precisamente, las que ellos y ellas dicen defender. El senador PC, Daniel Nuñez, planteó, con total seguridad, que la izquierda y el Partido Comunista “no son responsables del desprestigio de Carabineros”, y advirtió que cualquier asociación en ese sentido era “una canallada”. Por su parte, la ex timonel de Revolución Democrática, Catalina Pérez, sostuvo que pensar que un perro (en alusión al perro mata pacos), una foto o un twit son culpables, o deben asumir alguna suerte de responsabilidad “es faltar a la inteligencia de la ciudadanía”.  Pero algunos de su propio sector piensan distinto. El presidente Boric dijo que «vale la pena reflexionar respecto a nuestras actuaciones en el pasado», y el subsecretario del Interior, Manuel Monsalve, reconoció que “no hubo la suficiente comprensión de los efectos de determinadas posiciones”.

¿Importan las palabras?

Claro que sí, sobre todo cuando se van sumando, una a otra, cuando son persistentes, categóricas, y se convierten en corrientes de opinión. Fue lo que pasó después del estallido y se extendió por largo tiempo. La izquierda construyó una narrativa que no dejaba espacio a dudas: Carabineros se convirtió en una fuerza criminal, que debía ser, incluso, disuelta. En esos días, no había ganas de matizar, de diferenciar, nada de nada. La primera línea, la misma que lanzó contra carabineros cientos de bombas molotov, fue aplaudida de pie en el ex Congreso Nacional. Frente a cada acción policial, todavía confusa, los twits salían rápidamente, encendidos como llamas, a condenar el actuar de los uniformados, sin considerar, si quiera, la presunción de inocencia. Hubo una presión política y mediática (algunos periodistas también aportaron con lo suyo) que afectó el actuar de las policías.

¿Importan las palabras?

Por supuesto. La misma izquierda ha sacado ministros por sus twits, y no por sus acciones. Los mismos que hoy reniegan toda responsabilidad han insistido hasta el cansancio que la causa de la violencia brutal del estallido se debió a siete palabras enunciadas por el presidente Piñera: “estamos en guerra contra un enemigo poderoso”. La izquierda, sobre todo la que hoy gobierna, le ha dado especial protagonismo a los símbolos, al lenguaje y a las palabras.

Es importante admitirlo: las palabras, para bien o para mal, sí contribuyen al ánimo de la sociedad y a la salud de nuestras instituciones. Que lo reconozca la izquierda y todos los sectores políticos y sociales. Es una buena forma de corregir el rumbo y comenzar a recuperar cierto sentido de país y de comunidad.

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Por Matías Carrasco.

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LLORAR

No sé mucho de tenis. Entiendo que se trata de lanzar la pelota al otro lado de la red, intentar que caiga dentro del rectángulo y pegarle con todo al primer bote. También aprendí a llevar la cuenta de los puntos, en una secuencia extraña de 15, 30 y 40, ventaja, iguales, ventaja otra vez, el juego, el set y el partido.  De joven jugaba, pero nunca fui bueno. La raqueta la empuñaba como a un martillo, el derecho me salía siempre alto, más allá de la línea de fondo, y mi revés era cualquier cosa.  Aún así me gustaba mirar el tenis y de cuando en cuando me da por revisar en youtube los mejores puntos del chino Ríos.

Por eso seguí el partido de despedida de Roger Federer. Fue un dobles con Rafael Nadal. Perdieron en dos sets y en un definitivo match tie break, que nunca había visto. El partido estuvo bien, pero no mucho más que eso. Lo interesante fue ver a Federer llorar como un niño al término del encuentro. No es común ver a los hombres llorar. Menos a un adulto. Menos a un número uno.  Menos frente a todo el mundo, y con espasmos, y con la cara descubierta, y con la voz quebrarse una, dos, tres veces, y con la frente alta, sin taparse los ojos, sin disimular, sin atisbos de vergüenza. Era el adiós a una exitosa carrera de 24 años. Repartió abrazos. Agradeció. Se dejó querer. Pero, sobre todo, lloró.

Me acordé de un poema de Mario Benedetti que decía que un hombre alegre es uno más en el coro de hombres alegres, pero que un hombre triste no se parece a ningún otro hombre triste. Creo recordar a todos los hombres, jóvenes o maduros, que han llorado frente a mí. Es un espectáculo. Es como ver caer una represa o un dique. Una muralla se viene abajo y tras ella el agua, los temblores y el rostro contraerse.

A la mujer se le deben muchas cosas, pero al hombre se le debe restituir su derecho a llorar. Por distintos motivos, se resiste a hacerlo. Y cuando le viene la cosa (porque a todos nos viene la cosa) se esfuerza por evitarla, aunque le brillen los ojos, aunque la nariz se humedezca, aunque la garganta se angoste, y entonces carraspea, y aprieta los dientes, y gesticula con la boca, y baja la vista, y se rasca la cabeza, y zafa del desahogo.  

Ojalá, mi hijo, aprendiera a llorar. Ojalá todos los hombres lo hiciéramos. No se trata de una oda a la melancolía, sino de proveernos de una apropiada desembocadura o un desagüe si se quiere, que nos permita desarmarnos por un rato.  

En sus instrucciones para llorar, Julio Cortázar, recomendaba pensar en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes, en los que no entra nadie, nunca. Agregaría la imagen de un lobo de mar muerto en la playa o el de una tortuga sin dientes.  Pero razones siempre habrá. A veces son penurias, otras emoción o felicidad. Incluso, los avatares del día a día. Lo importante es asumir, de una buena vez, que los hombres sí lloran, o al menos, sí debieran hacerlo. El caso ya prescribió. Algunos podrán llorar en silencio, escondidos en el auto, en la ducha o en una escalera de emergencia. Los rehabilitados podrán hacerlo con escándalo, a moco suelto y con hipo si les da la gana. Los oportunistas seguirán llorando en los funerales. Y los que aún se resisten o se acostumbraron al desierto, podrían reconsiderar el llanto, o de tratarse de casos perdidos, hacer penitencia formando a las nuevas generaciones.

Lo de Federer es una buena lección. Ver a un ganador llorando a la vista de todos, es una gran enseñanza. Especialmente, para los hombres que no pueden, o no quieren, o no saben llorar.

Por Matías Carrasco.

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MI OPINIÓN

Siendo más joven solía enredarme en discusiones ásperas. A veces levantaba la voz y me ponía eufórico. Se me aceleraba la respiración y terminaba irritado, incómodo. Incluso, en ocasiones, llegaban a temblarme las manos y la voz. Eran conversaciones que me las tomaba muy en serio. La mayoría se trataba de asuntos de religión o de política. Había opiniones que, sencillamente, no me cabían en la cabeza. ¿Cómo diablos puedes pensar eso? Me parecía, estaba seguro más bien, de estar siempre del lado correcto de la historia. No solo estaba convencido de mis ideas, sino también de mi moral. Percibía, no sé por qué, la certeza de estar remando siempre en la dirección adecuada, en aguas profundas, sensibles, y sobre todo, humanas. Me sentía, de alguna manera, bendecido. Y esto es lo extraño. Rondaba en mi cabeza una especie de delirio, de ensueño, de considerarme un tipo especial y un caballero investido (vaya a saber uno por quién) para librar causas nobles y justas.

Las discusiones que tenía se daban siempre en un tono de incomprensión. No me bastaba con poner sobre la mesa mi punto de vista, sino que me empeñaba, y esto lo hacía con toda mi energía, en doblegar el argumento contrario. Como se dice, escuchaba para preparar mi artillería, más que para entender o someter mi propio juicio al escrutinio de quien tenía al frente. Terminaba exhausto, como un boxeador. La diferencia de opinión me parecía siempre un contraste, una grieta. La sombra estaba del otro lado y yo intentaba iluminar, dar luz, con el empeño del misionero. Cuando abandonaba el intercambio -a veces abruptamente- me retiraba rumiando esa disputa que no pudo ser resuelta a mi favor. Cómo puede ser…cómo puede ser…me preguntaba.

Ahora que estoy en los cuarenta y tantos las discusiones que tengo son más reposadas. No sé si son los años, la terapia o los libros (¡cuánta enseñanza hay en los libros!). Tal vez sea un embutido de todo eso. Pero lo cierto es que me las tomo con más calma. No siempre, claro. Tengo mis recaídas. Pero miro hacia atrás y no solo veo juventud, sino también arrogancia, rigidez y un cierto aire mesiánico, algo de locura, que supongo, me apuntalaba y me mantenía en pie.   En algunas cosas sigo pensando lo mismo, en otras he cambiado de opinión. De vez en cuando, me observo recordando debates encendidos, de esos que lo dejan a uno desencajado, reyertas antiguas, aceptando de mis adversarios, años después, que tenían -total o parcialmente- la razón.  

Sigo defendiendo causas que me parecen justas y nobles. También ideas en las que logro fijar una postura clara. En otras, prefiero observar, detenerme, y buscar debajo de las piedras. La diferencia de tiempos anteriores es que ahora pienso que mi opinión es simplemente eso, mi opinión. No pretendo evangelizar ni convencer a nadie. Menos dar luz. Al final, es un asunto de estadísticas: si somos millones de personas, con millones de miradas distintas, en las situaciones más variadas: ¿por qué debería yo tener la razón? ¿por qué no tendrían otros también esa posibilidad? A mi juicio, mi opinión es algo así como una apuesta: es esto lo que pienso, es esto lo que defiendo, incluso con ímpetu y entusiasmo, pero me abro a la opción de estar, en parte o completamente, equivocado.

Digo todo esto pensando en el Chile de hoy. Se hace muy difícil aceptar una opinión distinta. Encasillamos. Moralizamos. Roteamos. Ninguneamos. De un lado los buenos, y del otro, ya sabemos. ¿Es cierto todo eso? ¿realmente el mundo es tan simple como para dividirlo en dos? ¿estaremos siempre (¡vaya coincidencia!) del lado bueno de la historia?

No debiera sorprendernos que el otro piense distinto, lo que realmente debiera quitarnos el sueño es nuestra propia incapacidad de admitir que eso puede suceder (de hecho, sucede, todos los días) sin que signifique un reproche, un desprecio o un largo y soberbio sermón.  

Por Matías Carrasco

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LA DESILUSIÓN

Parto esta columna pidiendo perdón por lo débil de mi argumento. Se nos ha dicho que es importante, de cara al plebiscito del 4 de septiembre, leer el borrador del texto constitucional, hacerlo una y otra vez, consultar fuentes fidedignas, solicitar la opinión de expertos si es posible, informarse, ver debates, confrontar miradas, y dejarnos seducir por el peso de las ideas. Es una tarea difícil. El escrito es complejo y entenderlo, todavía más. Al momento de pedir ayuda, unos interpretan una cosa, y los otros la contraria. Aun así, siempre es bueno intentar el camino de la razón.

Pero tengo otro argumento -débil, ya lo advertí- para poner en entredicho la constitución que se nos ofrece. Veo a un sector político tan contento con el resultado, y al adversario tan afligido, que me hace sospechar. ¿No está pensada la constitución para beneficiar a un solo bando? ¿No hay allí un intento por sacar ventajas políticas en la lucha por el poder?

La distancia es demasiada. Son como dos niños jugando en un balancín, pero no se balancean. Uno se queda pegado al piso, y el otro arriba, moviendo las piernas, pidiendo bajar. Uno sonríe, y el otro se desespera. No siempre fue así. De hecho, el acuerdo que dio vida a este proceso fue distinto. Vale la pena recordarlo. Eran días muy duros. La violencia no cesaba en las calles. El presidente Piñera optó por un acuerdo político en el Congreso. Izquierda y derecha (a excepción del Partido Comunista y algunos del Frente Amplio) debieron negociar. Fueron horas frenéticas. Se cuenta de llamados, presiones, golpes a la mesa, encuentros y distanciamientos. Conversaciones largas, algunas ásperas y otras no tanto. El acuerdo del 15 de noviembre de 2019 fue precedido de diálogos privados entre ministros del gobierno de ese entonces, y parlamentarios de oposición. Todos, a pesar de sus diferencias (algunas bien profundas), intentaban buscar una salida con espíritu republicano. Según dicen los propios protagonistas, el empujón final al trato que todos conocemos, se dio a la salida de un baño del Congreso, entre un senador UDI y el actual presidente, Gabriel Boric. Finalmente, Ena von Baer (otra senadora UDI) terminó redactando el acuerdo, al ritmo de las voces que escuchaba detrás suyo, de los más variados colores políticos.

Fue un pacto en donde ninguno quedó plenamente conforme. La derecha entregó una página en blanco, y la izquierda cedió en el quorum de los dos tercios. Un sector de la derecha acusó a Piñera de entregar en bandeja la constitución (cuestión que no se lo perdonan hasta hoy), y otros de la izquierda criticaron duramente a Gabriel Boric por haber firmado, a título personal, el acuerdo. Hubo decenas de renuncias a su partido y a él le suspendieron temporalmente la militancia.

De alguna manera eso daba cierta confianza: que todos hayan perdido algo, que todos hayan sentido el costo de la negociación.

Pero hoy es diferente. Al PC y a la izquierda se les ven tranquilos. Y a la centroderecha y a la derecha, preocupados y acusando haber sido marginados del proceso. Los de posiciones de centro izquierda, observan a regañadientes el texto final. La sensación que queda es que algunos triunfaron, y otros perdieron. No hay costos compartidos. Unos se llevan las orejas y el rabo, y otros quedarán ahí, mordiendo el polvo. ¿Legítimo? Por supuesto. Primó, como en democracia, el peso de la mayoría. ¿Era lo que necesitábamos? No. Desde donde veníamos se requería (tal vez soy ingenuo), más estatura, diálogo y responsabilidad de parte de los convencionales. Esta no es una elección cualquiera.

Digo que mi argumento es débil porque no se refiere al texto y a las normas de la constitución que se nos propone. Mal que mal, es eso lo que hay que sopesar. Es cierto. Lo mío no es una apreciación técnica, sino más bien volátil, de sensaciones, de piel. Pero a la hora de firmar un contrato es tan importante la escritura como la confianza que nos inspira el proceso y a quien tenemos en frente. Y esto no es menor para quienes aprobamos con entusiasmo porque veíamos en el camino constitucional una oportunidad de encuentro para un país desencontrado. No queríamos más de buenos y malos, de vencedores y vencidos. Ni gritos, ni desmesura. Nada de eso. Solo queríamos una verdadera tregua para un Chile mejor. Pero no se dio. Por eso, para varios, vino la desilusión.  

Por Matías Carrasco. 

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LOS EX PRESIDENTES

A veces, tanto foco en lo comunicacional le hace a uno perder cierta perspectiva y nitidez. Cuando se intenta hacer parecer una cosa por otra a punta de artimañas, y se hace poniendo todo el empeño en eso, buscando salidas aquí y allá, finalmente se dan explicaciones que no tienen ni asidero, ni sentido. Lo que es peor, el argumento se convierte en un engaño, o derechamente, en una mentira.

Es lo que le pasó a la mesa directiva de la Convención Constitucional cuando se refirió a la exclusión de los ex Presidentes de la República en el acto de entrega del borrador de la nueva Constitución, el próximo 4 de julio. «Lamentablemente como consecuencia de las restricciones por aforo hemos tenido que definir quiénes van en esa lista con mucho trabajo y deliberación. Esta lista no incluye a ex autoridades ni ex Presidentes» – dijo el vicepresidente de la Convención, Gaspar Domínguez.

Pero no hay que ser un entendido en temas de protocolo o de restricciones sanitarias, para advertir que la ausencia de los ex Presidentes no se debe ni al aforo ni a la preocupación de los convencionales por impedir nuevos contagios. Menos, cuando la lista de invitados considera cerca de 200 personas en el Salón de Honor del Senado, en donde se desarrollará la ceremonia. ¿No había espacio para cuatro personas más? ¿No cabían allí, Piñera, Bachelet, Frei y Lagos? ¿no había cómo ingeniárselas? ¿ni siquiera en los jardines en donde se dispondrán de otras graderías?  

La verdad es distinta. Para muchos convencionales, la presencia del ex Mandatario, Sebastián Piñera, significaría una tremenda deshonra e incomodidad. Para varios se trata de un criminal, y otros no soportan la idea de que el proceso constitucional se haya iniciado bajo su mandato. A Ricardo Lagos, tampoco lo quieren mucho. Lo suyo es la imagen viva de la Constitución del 80 reformada en 2005 (y eso es mejor ni recordarlo), además de que ha sido crítico de algunos aspectos de la Convención (y los convencionalistas no han brillado, precisamente, por su capacidad de autocrítica). Y, como no, está la cantinela de los últimos 30 años, como una sombra larga y fría, que oscurece nuestra historia reciente.

La Convención ha tenido aciertos. Su existencia, como una salida institucional a una crisis grave y violenta, es quizás el mayor de ellos. Además, está la incorporación de voces que habían sido marginadas y la deliberación sobre asuntos que merecen ser atendidos, en pro de un país más justo, en una tierra cambiante que exige nuevas soluciones. Pero también ha tenido su propia noche, que tiene que ver con la soberbia que han exhibido varios de sus miembros. Hay en algunos y algunas convencionales, que roncan fuerte,  una mezcla de revanchismo y altanería que los hace ver como los únicos, los más democráticos, los más legítimos, los más virtuosos, para decidir sobre el presente y el futuro de Chile. Por eso unos merecerían estar en el acto solemne, y otros no.

Dejar a los ex Presidentes fuera de la ceremonia es un error. Porque más allá del texto que se ofrezca al país, lo que miles desearon en este proceso, fue un rito y un símbolo de encuentro y de reconciliación. Y eso, para muchos, no ha ocurrido. Pero los gestos siguen siendo relevantes, más todavía cuando se trata de la escena final. Chile necesita, con urgencia, señales que nos unan.

Felizmente, el Presidente, Gabriel Boric, lo está entendiendo. Por eso el guiño a las administraciones anteriores en el inicio de su discurso en la Cuenta Pública: “Este proceso de cambios, por cierto, no se inicia ni termina con este Gobierno (…) Al revisar los discursos inaugurales ante el Congreso Nacional de todos nuestros ex Presidentes, desde José Joaquín Pérez hasta Sebastián Piñera, he podido apreciar la colosal tarea que significa lograr que nuestro Chile progrese”.

Es de esperar que la Convención recapacite. Se trata de ex Presidentes. Son solo cuatro sillas más.  

Por Matías Carrasco.

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VERDAD MUERTA

A veces la verdad pueda estar muerta. Eso decía el filósofo del siglo XIX, John Stuart Mill. Defensor a ultranza de la libertad de expresión, sostenía que cuando una creencia no es, voluntariamente, puesta en entredicho o confrontada, corre el riesgo de perder la vida, como si se tratara de un animal abatido.

Cuando las ideas, o los hombres y mujeres que las sostienen, no están disponibles para ser objetadas, éstas se debilitan. “Por muy verdadera que pueda ser una opinión, si no se le discute de manera exhaustiva, frecuente y decidida, dejará de ser una verdad viva y se convertirá en un dogma muerto”, explicaba.

Lo suyo es un desafío a la razón. Tiene que ver con cruzar veredas, con ir más allá del propio entendimiento, y convencernos de que, nos guste o no, la verdad no siempre estará de nuestro lado. Incluso, señalaba el pensador, si no existen quienes refuten nuestras ideas, “es indispensable imaginarlos y proveerlos de los argumentos más sólidos que pudiera invocar el más hábil abogado del diablo”.

Es una propuesta revolucionaria para los tiempos que corren. Hoy simplemente son dos pasos: fijar una posición y defenderla como si se tratara de un pedazo de tierra. Lo que plantea Stuart Mill es otra cosa: definir una postura, someterla por propia iniciativa a discusión, y abrirnos a la posibilidad de estar equivocados o de aceptar en el otro, algo, al menos un poco, una pizca si se quiere, de verdad.   

El asunto se complejiza más con la dinámica de las redes sociales. Los dos pasos se acentúan. Una vez decidida la elección, nos escuchamos y celebramos entre iguales, en patotas digitales, que le hacen muy difícil la estadía a quién se anime a pensar diferente. Y es tan fuerte el incentivo por estar siempre en lo cierto que aceptamos -consciente o inconscientemente- noticias falsas o verdades a medias que vienen a confirmar nuestra creencia. Este ejercicio solo polariza y genera un clima hostil para la diversidad, el debate…y la verdad.

Por eso es interesante el desafío de mirar nuestras ideas con cierta distancia, con algo de curiosidad, y abrirnos a la conversación con quienes piensan distinto. No para defendernos, sino para poner a prueba nuestros argumentos, escuchar e intentar entender. Tal vez salgamos de allí pensando lo mismo, con una mirada más matizada, o quizás, vaya a saber uno, cambiemos de opinión. Como sea, es posible que comprendamos que el asunto es mucho más complejo, y que nosotros no somos Einstein y el del frente un estúpido malhechor.  Este camino facilita el diálogo y un espíritu cívico y democrático, tan necesario por estos días.

La antesala del plebiscito constitucional del 4 de septiembre, puede ser un buen pretexto para poner en práctica la propuesta de Stuart Mill. No solo leer el texto. No solo comentarlo con los de siempre. Mejor salir de las trincheras, cruzar puentes y someter nuestras ideas, como en un examen, a una valiente y franca evaluación.   

Por Matías Carrasco

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CONSENSO

¿Es posible encontrar algo positivo, al menos alentador, en medio de lo que estamos viviendo? El desorden, el avance del crimen organizado, el terrorismo en la Araucanía, la inflación, la delincuencia, la interrupción de las carreteras, la migración descontrolada, la violencia en las calles y liceos emblemáticos ¿Puede haber en este cuadro una razón, aún exigua, para estar esperanzados o para convencernos de que, a pesar de todo, las cosas pueden mejorar?

Sí. Hay una razón apenas asomándose, y que tiene que ver con un cierto consenso de que lo que está ocurriendo en Chile no es bueno para nadie.

Parece una obviedad lo que digo, ¿quién podría querer un país azuzado por la furia y la desmesura? Hasta no hace mucho tiempo la respuesta no era clara. Después del 18 de octubre de 2019, un sector de la izquierda miró con complacencia el estallido. Le parecía que la gente tenía derecho a romperlo todo en respuesta al abandono y a una violencia estructural del Estado, y a la denostada administración de los últimos 30 años. Algunos, incluso, se imaginaron frente a un tirano, en donde el pueblo tenía el justo derecho a defenderse. Una parte de la izquierda convirtió a la calle en un brazo político -fuerte y aguerrido- del cual sacó muchos réditos. Los fraudes en Carabineros y los delitos cometidos por algunos funcionarios en las violentas jornadas de esa época, dieron pie a un enjuiciamiento permanente (a veces, exagerado) de toda la institución, sin matices, cubriéndola de sospecha, y lo que es más grave, menguando su legitimidad.

Y mientras la batalla se libraba en la ciudad con capuchas y escudos -con muertos, heridos, locales saqueados, emprendedores quebrados, gente atemorizada y un espacio público hecho pedazos- otra lucha se libraba en el Congreso. Allí se generó una mescolanza extraña: unos se empeñaron en sacar al presidente Piñera de la Moneda. Varios de la centro izquierda se corrieron más hacia la izquierda para que nos los fueran a confundir con los que gobernaron en las décadas anteriores. Y buena parte de los parlamentarios -de todas las bancadas- hicieron todas las piruetas posibles para congraciarse con un pueblo alzado y que les estaba mostrando los dientes. Ahí comenzó un abandono de las formas, de cierta estética. Perdió peso y seriedad el ejercicio de la política. El fair play desapareció y se dio inicio a una suerte de pillaje legislativo. Las reglas se adecuaron mañosamente para sesionar en las áreas grises y abrir, por ejemplo, las puertas a los retiros de las AFP, ninguneando la opinión de los técnicos. Cualquier argumento, por sensato que fuera, que sonara a límite u orden, era rápidamente despreciado. Se instaló -por miedo, por conveniencia o por aturdimiento- una cierta tolerancia al caos y a la violencia.

Perdimos la brújula. No solo en la política. En el mundo cultural – algunos medios, animadores, intelectuales, artistas- también cayeron en una especie de trance con la violencia y el desorden de ese tiempo. Hubo, a ratos, una mirada más indulgente (e idealizada) con la primera línea, y férrea y lapidaria, con las policías, con la elite y con la autoridad.    

Pero, así como el 18 de octubre de 2019 fue una lección para la derecha (de abrirse a cambios políticos y sociales más profundos y ampliar esa mirada más economicista de la sociedad, que pueden contarse entre las causas del estallido), el ascenso del presidente Boric al poder, está siendo – en muy poco tiempo- una dura lección para la izquierda (o parte de ella), respecto a su mirada utilitaria y buenista del desorden y la violencia, y de la necesidad de considerar el orden público y el respeto a las reglas como elementos básicos para la vida en democracia.

Los llamados del presidente Boric a realizar las reformas con gradualidad, a cuidar el equilibrio fiscal, a evitar nuevos retiros, a evaluar la reincorporación de las fuerzas armadas en la Araucanía en un “estado intermedio”, y su condena, cada vez más decidida a la violencia, apuntan en ese sentido. No solo el gobierno lo está entendiendo. Se nota un lenguaje y un tono distinto también en los medios y en la ciudadanía. Se está asomando, incipientemente, el deseo de una mirada más ponderada de la realidad. Pienso que el aumento del rechazo en la Convención Constituyente tiene que ver, más allá de las normas aprobadas, también con esto: un cierto hastío con el desorden, el caos y la desmesura.

Es verdad que todo lo que estamos viviendo tiene causas muy profundas, antiguas, variadas y estructurales, de difícil solución. Es verdad también que seguiremos viviendo tiempos jodidos y violentos. Pero es bueno ver, por las razones que sean, aunque parezcan tardías u oportunistas, que se esté insinuando un consenso, un acuerdo tácito, de que esto no puede seguir así.    

Por Matías Carrasco

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¿Y NO LOS DEJARON BAJAR?

Vale la pena ver el comentado video de la ministra del Interior, Izkia Siches, en la Comisión de Seguridad de la Cámara de Diputados. Y vale la pena no para hacer leña del árbol caído, sino para detenerse en un momento, casi imperceptible, que resulta bien simbólico de lo que estamos viviendo.

La secuencia es más o menos así: la ministra hace la denuncia sobre un avión con migrantes expulsados, en la gestión Piñera, que regresó a Chile con todos sus pasajeros. Se genera un murmullo en la sala. Asombrada, una persona pregunta: “¿con todos sus pasajeros?”. “Con todos los pasajeros expulsados” – responde enfática la autoridad, en una frase muy bien pronunciada. Entonces, desde el mismo lado de la mesa se escucha una nueva interrogante: “¿no los dejaron bajar?”. Se hizo un silencio extraño, incómodo, de apenas un par de segundos. No hubo respuesta. La ministra gira la cabeza, titubea, acomoda su mascarilla, y dice, como para salir del paso: “lo que sí quiero desde ya señalar…”, y se va por otro lado, habla de que si a ellos les hubiese ocurrido sería portada de La Segunda, felicitó irónicamente al gobierno anterior por tapar el asunto con tierra, dijo varias veces que esto era gravísimo, se preguntó por el destino de los retornados (“¿dónde están?”) y aseguró que en la actual administración evitarían una chambonada como esa. Todo con histrionismo e indignación.

Lo interesante es que la pregunta más reveladora de todas (“¿no los dejaron bajar?”), la que buscaba indagar en el caso, explicar la anomalía, averiguar qué diablos había pasado, fue escuchada, pero por algún motivo, completamente ignorada. Tal vez si se hubiese tomado en cuenta, la ministra habría dicho algo del tipo “no tengo información al respecto”, y esa misma duda hubiese generado otra, y otra, y otra, y con tres preguntas al hilo se habrían dado cuenta que no existía mucho fundamento para tamaña acusación. La personera habría advertido, ahí mismo, que le soplaron mal y los parlamentarios habrían notado que, esa sí, era una chambonada. Pero, no.

Algo raro está pasando. Pareciera que no importa la verdad, o al menos, intentar acercarse a ella, a pesar de que esté ahí, a un costado, como un zumbido. En esa sala una persona quiso averiguar qué sucedió en realidad, pero nadie le dio bola. Algunos consideraron más entretenido seguir escuchando la historia de la ministra (contada con harta gracia), y otros estaban felices de cerciorarse de que el gobierno saliente era, definitivamente, el peor de la historia.

Hoy existe más interés en las consignas bien articuladas, en los entretelones, en los twits encendidos y sobre todo en aquello que confirma nuestras propias creencias y prejuicios, que en adentrarse en los serios, lentos y aburridos caminos que llevan hacia la verdad.

Y no es que la verdad se nos escabulla a cada rato, como un hábil ladrón. Muchas veces está ahí, a uno o dos pasos. En ocasiones hay que esperar el resultado de una investigación para saber si alguien es culpable o no. En otras, es necesario informarse un poco, levantar el teléfono, ojear un diccionario, confirmar con ciertas fuentes, revisar la prensa o preguntarse a uno mismo si lo que va a decir, lo que va a postear, será prudente, justo o cierto. Pero es muy difícil hacerlo. Significaría poner freno a la propia ansiedad y a esa práctica, voraz y adictiva, de congraciarse rápidamente con las audiencias para recibir, cada tanto, aplausos y reconocimiento.

Es cierto que esto ocurre hace rato en las redes sociales. Sobre todo, ahí. En el mismo saco, están las fake news y todas esas cosas. Ya estamos acostumbrados. Pero no es lo mismo que lo haga un tipo cualquiera, ocioso, con ganas de embarrarle el día a alguien, a que autoridades del más alto nivel caigan en el mismo juego, conscientes o no de lo que están haciendo. No es solo la ministra del Interior. La cosa es más grave y transversal.

El perdón de Izkia, oportuno y sincero, es un buen signo. Lo hizo apelando a un espíritu republicano. Y desde ese mismo espíritu debiéramos todos bajar un par de cambios y disponer el oído para escuchar esa pregunta, ese molesto zumbido, que nos puede acercar a la ingrata e incómoda verdad.    

Por Matías Carrasco.

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PATRIA

Uno de los libros que debieran leer los chilenos es Patria, de Fernando Aramburu. Tiene una prosa ágil, original y bella. Juega con los narradores, en primera, segunda y tercera persona. Utiliza la pregunta, recurrentemente, como afirmando algo, como queriendo escudriñar en la mente y en el corazón de los personajes. ¿Y qué pensaban? De todo pues, cuestiones banales y otras más elevadas, como es el ser humano. ¿Y con qué soñaban? Algunos con el recuerdo y otros con la libertad.  

Pero no es por eso que debemos leer Patria. Es más bien por la historia que cuenta. Dos familias sencillas de España. ETA. El terrorismo. Muerte. Duelo. Tristeza. Y un pueblo envenenado de rencor y divisiones. Aramburu logra transmitir, desde los afectos más que desde la razón, lo que puede llegar a significar la violencia política, el fanatismo, el abanderamiento, la funa, el orgullo y los prejuicios. Es un proceso de descomposición lento, casi imperceptible, pero que logra echarlo todo a perder, hasta la vida misma.

Miles debieran leerlo. Profesores. Convencionales. Parlamentarios. El presidente y sus ministros. Twiteros. Columnistas. Jóvenes, pienso en los jóvenes. Patria debiera estar en los colegios y universidades. Se está juntando mucha rabia. Se nota en el aire el hastío. Chile está cargado. La gente anda con la cabeza caliente. Y quienes debieran poner paños fríos -líderes, comunicadores, políticos- también están metidos en la refriega, en el barro, tomando posiciones, haciendo poco o nada por calmar los ánimos.

Algunos dirán que razones hay para detestar, para combatir, para sacar a una familia en la mitad de la noche y prender su casa con fuego, para golpear a un cabro hasta la muerte, para quemar iglesias y escuelas, para patear a un tipo en el piso por ser paco, para denigrar a una persona en las redes sociales o para descerrajar un departamento y tirarlo por la ventana si queremos. Seguro que razones hay. También existen para las guerras, las más cruentas, de esas que condenamos, indignados, sintiéndonos hombres y mujeres de paz…de una dudosa paz.

Una de las gracias de Patria es que cuenta la historia no solo desde las consignas y el lado heroico de la lucha, que alimenta el ego y la venganza, sino también desde quienes no se ven, de los que no aparecen en los noticiarios, de los que van quedando atrás, los heridos, los huérfanos, las viudas, los que reciben el impacto, hondo y silencioso, de las brutales consecuencias de la violencia y del odio.  Quizás por eso logra transmitir de manera tan clara (y dramática), el aspecto más lúgubre de batallas que se libran, día a día, en nombre de la justicia y la moral.

Esta semana, en el marco de una nueva conmemoración del asesinato y degollamiento en dictadura del profesor José Manuel Parada, su hija, Javiera Parada, dijo: “he borrado de mis consignas ‘ni perdón ni olvido’. Si alguien puede perdonar, está en su derecho. Y a veces el olvido de cierto dolor es condición necesaria para seguir viviendo”. Imagino que si lanzó tamaña frase es porque Javiera sabe, mejor que muchos, cuánto duele, cuánto cruza, cuánto envenena, el espiral del encono y el rencor. Alguien tiene que dar el primer paso.

Patria también es una historia de perdón. Bittori, una mujer valiente, buena y terca, necesita el perdón de los terroristas que mataron a su marido, antes de dejarse vencer por una enfermedad terminal. “Todo mi cuerpo es una herida”, dice al inicio de la novela, y decide hurgar en ella “para sacarle todo el pus que aún lleva adentro. Si no, nunca se cerrará”.

En un tiempo polarizado y violento, en donde la razón parece no persuadir a nadie, tal vez sea la literatura, como suele hacerlo, la que nos entregue las lecciones que de otra manera no aprenderemos jamás. Hay que leer Patria.

Por Matías Carrasco

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