
Un grupo de diputados oficialistas presentó un proyecto de ley para sancionar -incluso con cárcel- a quienes aprueben, justifiquen o nieguen los crímenes ocurridos en la dictadura militar, consignados en los informes de cuatro comisiones estatales, ampliamente conocidas. En un documento de 12 páginas, se explica que esta iniciativa responde a un “imperativo ético”, buscando evitar que situaciones tan atroces como las que se vivieron en Chile se vuelvan a repetir. Suena bien, sobre todo si los argumentos se esgrimen en nombre de la paz, la democracia y la dignidad humana.
Sin embargo, hay un trasfondo que vale la pena atender. Y no se trata solo del conflicto que esta propuesta plantea con la libertad de expresión, sino más bien con el posible deterioro que pueda traer a la discusión pública (y privada) de estos asuntos. ¿Cómo dilucidar si alguien aprueba, justifica o niega los crímenes consignados en la dictadura? ¿qué es, exactamente, lo que debe decir para ser sancionado? ¿qué tipo de acciones caerían en esta categoría?
Lo más simple, es pensar que si una persona niega la ocurrencia de asesinatos, torturas y desapariciones en los tiempos del régimen militar (¿existirá una persona como esa?), debe ser sancionada. Hasta ahí, todo claro. Pero, por ejemplo, la última intervención del consejero, Luis Silva, declarando su admiración por el “estadista” Pinochet, ¿sería una muestra de negacionismo? O si un profesor de filosofía quisiera debatir con sus alumnos sobre si existieron razones o no para justificar la violación de derechos humanos en Chile, ¿sería una especie de justificación a esos mismos delitos? O si algún investigador escribiese un ensayo sobre la responsabilidad que la izquierda tuvo en la crisis institucional que llevó al golpe de Estado, ¿sería de alguna forma, aprobar los horrores que allí ocurrieron? Y el escritor y ex ministro, Mauricio Rojas, ¿debería estar preso por su crítica al Museo de la Memoria?
El problema, sobre todo en esta época, es que no existe el ánimo de abordar estos temas con equilibrio y racionalidad. Más bien, prima todo lo contrario: las emociones, la victimización y el poder de lo subjetivo. No es que exista en Chile una realidad consensuada, de contornos claros y horizontes bien definidos. Existen cientos o miles de interpretaciones. El lenguaje se trastoca una y otra vez. Hay desmesura, hipersensibilidad, oportunismo y exageración. En pleno estallido algunos apuntaban a Pïñera como tirano y dictador. Varios plantean, incluso hoy, que en Chile no existe democracia. Para otros, palabras inadecuadas o un chiste inoportuno, pueden ser considerados como abuso o discriminación. La crítica política de la presidenta del PPD, Natalia Piergentili, quién mencionó con ironía la frase “les compañeres”, le valió una acusación de homofobia. A todo se le pone el apellido de “violento”. A Kast lo tienen por nazi. Incluso, si uno critica a una mujer, aún con evidencia en mano, puede ser acusado de misoginia. Así, ¿con qué garantías podría aplicarse una ley como la que se propone?
Hoy, más que la amenaza de una nueva dictadura brutal como la que vivimos, está el riesgo de seguir horadando y asfixiando el debate público, tan necesario para el cuidado de la democracia. Lo políticamente correcto nos tiene bien jodidos. La sanción del negacionismo no asegura, ni de cerca, que algo así no vuelva a suceder. Es más bien la conversación abierta y franca la que nos permitirá aprender y sacar lecciones sobre ello. Y si alguien comete la estupidez de negar lo que está fehacientemente comprobado, será la misma opinión pública y el peso de la razón la que permitirá poner las cosas en su debido lugar. No son necesarias las mordazas. Dejemos que las personas elijan de qué hablar y en qué creer.
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Por Matias Carrasco.
*Foto: diario La Tribuna.