CASO O´REILLY Y LA HORA DEL SERMÓN

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Cuando el Gobierno anuncia un proyecto de ley para despenalizar el aborto terapéutico en Chile, los católicos reaccionamos de inmediato. Ahí literalmente nos jugamos la vida, gastando todas las balas, sin miramientos de ningún tipo. Es la madre de todas las batallas.  Se organizan movilizaciones, marchas y nuestras autoridades eclesiasticas salen proactivamente a fijar su postura.

Cuando a un movimiento homosexual se le ocurre escribir un libro de un tal Nicolás y dos Papás y recomendar su lectura para niños de entre 4 y 6 años, también los católicos levantamos la voz. Condenamos duramente la conducta homosexual, la enmarcamos dentro del rango de la inmoralidad y fustigamos el intento del lobby gay por educar a nuestros hijos en la diversidad sexual.

Cuando se discute en el Congreso el proyecto de Acuerdo de Vida en Pareja o comienza a instalarse el debate por el matrimonio igualitario, laicos, curas y obispos también presentan sus reclamos. Levantan banderas en defensa de la familia e insisten en el carácter único e inequívoco de que el vínculo es entre un hombre y una mujer. No debemos confundirnos.

Y si un sacerdote se aventura a reflexionar sobre la conveniencia de revisar nuestra doctrina en temas de moral sexual a la luz de los nuevos tiempos, los católicos nos levantamos indignados, llenando de cartas la sección editorial del diario El Mercurio e invitando al “cura progre” a dejar esta Iglesia y construir su propio templo.

Incluso cuando otros presbíteros expresan públicamente opiniones que puedan parecer contrarias a la doctrina oficial de la Iglesia, algunos católicos entusiastas también reaccionan. Apuntan su disconformidad y hacen llegar su queja al mismísimo Nuncio Apostólico.

También, en el último tiempo los laicos hicieron guardia ante el Sínodo de Obispos realizado en Roma donde se discutieron temas referentes a la familia y se abrió la puerta para, al menos, conversar sobre la posibilidad de que separados vueltos a casar puedan comulgar. Ahí un buen número de católicos salió rápidamente al paso de los rumores para desmentir que había cambiado en algo la doctrina de la Iglesia y que esta reunión de obispos era sólo para reflexionar y en ningún caso para generar modificaciones a la “ley de Dios”. Estaban preocupados de que nada fuera a pasar.

Pero cuando un sacerdote es condenado por abuso de menores, los católicos no tenemos la misma reacción. No hay cartas al director, no hay marchas, no hay acusaciones al señor Nuncio. El silencio se instala, o más bien, sólo hacemos algunos comentarios en voz baja. Pero en ningún caso respondemos con el mismo ímpetu, las mismas ganas y la misma convicción. Más que condenas encendidas, reina una incómoda pasividad.

Soy católico y me parece justo que nuestra Iglesia y sus miembros abracen las causas que le parezcan. Cada uno está en su derecho de expresar su punto de vista y defender lo que consideran bueno para el hombre y la sociedad.

Lo que no me parece correcto es que utilicemos una vara larga, telescópica y puntuda para medir el pecado ajeno y ocupemos una varilla frágil y pequeña, casi imperceptible, para medir el propio.

Y no comento esto sólo por O´Reilly, sino por todos los que han pasado antes y los casos que vendrán en el futuro. Los católicos –principalmente los laicos- debemos reaccionar. Aún con el dolor que significa, debemos reaccionar. No es para hacer leña del árbol caído -como creen algunos-  sino más bien para reconocer que en nuestra propia casa se cometen delitos muchas veces más graves, muchísimo más graves, de los que acostumbramos a apuntar fuera de ella. Y eso nos convertirá, a fin de cuentas, en una Iglesia más humana, humilde y cuidadosa a la hora del sermón.

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UN ABORTO, UN FUNERAL

UN FUNERAL

Esta semana el caso de una niña de 13 años, violada y con un embarazo inviable volvió a instalar en la agenda pública la discusión de uno de los asuntos de la corta lista de los denominados “temas valóricos” más espinudos y acalorados que se puedan debatir: el aborto terapéutico.

Una vez oficializado el proyecto de ley- allá por el 21 de mayo- nuestras autoridades eclesiásticas salieron rápidamente a fijar su invariable postura:  “Los obispos de Chile lo hemos dicho muy claro, la vida es el valor fundamental y es el valor que hay que proteger en todos los ámbitos”- dijeron. Sacerdotes, monjas y laicos unidos en la misma cruzada.

Y si el rugido del aborto nos despertó es porque significa para la Iglesia, y tantos otros, un asunto valórico de primerísimo orden, incuestionable, incontrarrestable. Ahí literalmente nos jugamos la vida y vale la pena levantar la voz con fuerza y energía, gastando todas las balas, sin miramientos de ningún tipo. Es la madre de todas las batallas.  Y está bien querer dar esa dura pelea.

Estoy consciente que como católico debería sumarme a la corriente, escribir “si a la vida” en mi pecho y salir a marchar con entusiasmo en contra de la medida.

Pero…perdón. No puedo. Simplemente, no me nace. Y es aquí donde como católico flaqueo, dudo y muestro la hilacha. Más que marchar, me quedo confundido a un borde del camino…pensando.

Y no es que esté a favor del aborto. No, nada de eso. Es sólo que caigo en la tentación de ponerme en lugar de quién sí tiene la guitarra entre sus manos (como dice el dicho, otra cosa es con guitarra). Y me pongo en su pellejo.

Porque no creo que quienes viven en carne propia un embarazo producto de una violación, clínicamente inviable o que pone en riesgo la vida de la madre y dudan,  sean “pro muerte”, sino más bien seres humanos que están en medio de una feroz encrucijada moral.  Y yo, en sus zapatos, no sabría bien qué hacer.

Y si alguna de mis hijas fuera violada, ¿debería esperar de brazos cruzados para ver si el espermio del violador logra fecundar el óvulo de la víctima? ¿o correría de inmediato a la clínica más cercana para eliminar cualquier vestigio de esa brutal agresión, incluso la propia vida? Honestamente, creo que sería exactamente eso lo que haría. ¿No es eso un aborto o un asesinato en potencia? Me uniría entonces a quienes están hoy en el banquillo de los acusados. Dios me perdone.

Imagino (aunque cuesta imaginárselo de verdad) el calvario que viven los protagonistas de situaciones como ésta. Cuando toda madre embarazada espera una fiesta, a muchas les toca un “funeral”. Lo de ellas es sencillamente una situación extrema, excepcional y horrorosa.

Y es por ellas que me quedo pensando. Y es por ellas que creo que esta discusión debe ser abordada con extremo cuidado y respeto. Imagino que esos padres ya tienen bastante con lo suyo, para además tener que bancarse la mirada acusadora de miles y miles de personas.

La vida no es blanca o negra, matices hay por montón. Y cuando esta discusión recién comienza, deberíamos evitar caer en la fácil práctica de encasillarnos en grupos “pro vida” y “pro muerte” o creernos mejores por levantar una bandera de lucha que, simplemente, no estamos ni cerca de conocer en toda su magnitud. Hay una gran tragedia en el medio que hay que saber pesar y empatizar. Esa niña de 13 años y su familia lo deben saber muy bien.

Al final, cada uno fijará su posición, pero la invitación es a discutir en respeto y en voz baja, porque estamos en medio de un funeral.

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