Varios análisis se han realizado de la comentada intervención de una profesora a la Ministra de Educación, Marcela Cubillos, en el Cementerio General. Se ha hablado de si la acción de la académica es digna de algún tipo de reproche moral o si debe ser aplaudida – como lo ha sido- por representar la voz de aquellos que se han sentido marginados o desconsiderados de la discusión pública.
Pero esta noticia, también nos regala un ángulo que me parece valioso rescatar. Tras el hecho, la misma profesora señaló que “me encuentro con ella y lo más consecuente que siento que puedo hacer es increparla”. Aparece aquí la palabra consecuencia. Y se devela como una fuerza incontrarrestable, que empuja a la maestra a enfrentar, cámara en mano, a la autoridad. No se pregunta si lo más adecuado o lo más pertinente sea abordarla en el camposanto, sino más bien, es la consecuencia, esa proposición o idea que se deduce lógicamente de otra o de un sistema de proposiciones dados, lo que la lleva a hacerlo.
Algo me pasa con la palabra consecuencia. Me suena a rigidez, inmovilidad, cerradura, blindaje y encierro. Sin embargo, tiene buena fama. Ser consecuente con las ideas que se piensan, parece a uno elevarlo a otro estado. Lo contrario, poner en duda lo que se dice o se razona, sería señal de traición y debilidad. ¿Es eso cierto? Pienso que no.
Vivir la consistencia como si fuese un mantra o una conducta heroica, es algo así como saberse conocedor de la verdad, con mayúscula, y abrazarla sin miramiento alguno. Los fanáticos, saben de eso. Alguna vez escuché a un amigo decir que la certeza está a un paso de la locura. No hay mucho que hacer con aquel que se cree Napoleón, me decía. Sin embargo, la duda, tan menospreciada en estos tiempos, nos permitiría abrir la cabeza, pensar, cuestionarnos y ver el mundo en toda su complejidad. Pero dudar, es también, signo de que las rodillas tiemblan.
Una buena parte de los que plantean la consecuencia como un horizonte, son también aquellos que no se arrepienten de nada. Y lo dicen así, con el pecho inflado y con orgullo. Arrepentirse sería, entonces, ¡otra vez!, cuestión de cobardía. Pasa también con los conversos, aquellos que militaban a un lado de la política y, luego, cambiaron de opinión. Ellos y ellas se irían, definitivamente, al infierno. Morir con las botas puestas, en cambio, nos asegurará las llaves del cielo.
Pero yo confío más en aquellos que flaquean, tiemblan, se arrepienten y dudan. Deduzco que están más conectados con lo que los rodea, las calles, los peatones, las esquinas, los pájaros y sobre todo, principalmente, otras vidas. Algo los hizo abrirse a la pregunta. Alguien, seguramente alguien, los hizo increparse – sin cámaras, sin público- a sí mismos. Ver el paisaje de siempre, es aburrido. Mirar el árbol desojarse y volver a florecer, es mágico. Mi hija me lo recuerda camino al colegio. ¡Mira papá, ese árbol está pilucho! Fascinante. El mismo árbol, el del mismo lugar, el de todos los días, ha cambiado.
¿Es la consecuencia, entonces, un valor indeseable? No. Por supuesto que no. Pero antes de eso, mucho antes de la coherencia, debe estar el pensamiento y la posibilidad de escudriñar en él, revisarlo, ponerlo en contexto, y ojalá, mantenerlo siempre con el espíritu de un niño: travieso, curioso y abierto a un mundo nuevo.
Por Matías Carrasco