CONVENCIÓN Y DERECHOS HUMANOS

El viernes recién pasado, la Comisión de Derechos Humanos de la Convención Constituyente aprobó por 13 votos a favor y una abstención, una iniciativa que prohíbe recibir en audiencias “a personas u organizaciones que a través de sus planteamientos, propuestas o discursos hayan difundido mensajes de odio o que puedan incitar a la violencia respecto de grupos vulnerables o históricamente excluidos”. El texto, planteado por un integrante de la Lista del Pueblo, se basa en los principios del “no negacionismo” y de quienes pretenderían negar la existencia de violaciones a los derechos humanos en Chile. Así, los que quieran intervenir ante la Comisión deberán llenar un formulario y someterse a la deliberación de una subcomisión que decidirá si podrán participar o no.

A simple vista parece ser una medida sensata, tratándose de un tema tan relevante como los derechos humanos. Lo que se busca, sería evitar -dentro de la misma Comisión- la asistencia de hombres y mujeres que han promovido, o siguen promoviendo, ideas o acciones que atenten contra los derechos de las personas. Eso, a simple vista. Porque basta escudriñar un poco para que aparezca un asunto de mayor alcance y gravedad.

En un Chile en donde la realidad parece ser trastocada por lo que cada grupo piense. En un país en donde el lenguaje intenta ser moldeado en función del propio sentir, instalando palabras nuevas y queriendo desterrar otras. En un tiempo confuso, revuelto, a veces exagerado, de una llamativa corrección política y moral, vale la pena preguntarse: ¿qué entenderá la Comisión por mensajes de odio? ¿a qué se refiere, concretamente, cuando habla de grupos vulnerables o históricamente excluidos? ¿en qué consistirá el formulario que se deberá firmar? ¿desde qué criterios la subcomisión vetará o visará a los visitantes? ¿deberá exigirse una condena a la violación de los derechos humanos solo en Chile o en todas partes del mundo?

Al mismo tiempo que esta norma era discutida, la Lista del Pueblo compartió en sus redes sociales un grafiti que decía “Sangre x sangre. Watón Boric”. Esto, en el contexto de una agresión que el candidato presidencial recibió en la cárcel Santiago 1.  ¿Cabría ese mensaje en la categoría de incitación al odio y a la violencia? ¿debería la Lista del Pueblo ser excluida de las audiencias por compartir en sus redes este tipo de consignas? Y si una persona quisiera plantear matices o una visión complementaria a la ya instalada respecto a los actos de violencia, la represión y el atropello a derechos humanos ocurridos tras el estallido social, ¿podrá ser recibida en la Comisión?  

La única constituyente que se abstuvo de aprobar esta iniciativa explicó su voto señalando que la Comisión tiene una forma de ver los derechos humanos “subjetiva”. Y no se equivoca.

El problema de este tipo de medidas es que por intentar excluir ideas que nos parecen aberrantes, se restringe el debate público, impidiendo que surja allí la problemática con todas sus complejidades. En vez de permitir la aparición de opiniones y puntos de vista diversos (incluso incómodos) que enriquezcan la discusión, se intenta ocultarlos (como si no existieran), promoviendo una mirada única y hegemónica de la realidad.  Y eso es lo grave.

La alternativa a la censura o a lo que Orwell llamó “la policía del pensamiento”, es la razón. Es decir, que sea el peso del argumento y la lógica de lo planteado, lo que nos permita decidir si lo que escuchamos es digno de ser considerado o no. Y eso es lo que debieran hacer – más allá de sus identidades y grupos de pertenencia- los miembros de la Convención.  

Por Matías Carrasco.

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BARADIT Y LA SOMBRA

Hace algunos días, tras la agresión a un constituyente de Chile Vamos, el escritor y también miembro de la Convención, Jorge Baradit, dijo que le parecía conveniente “que ellos sufran un poquito lo que los chilenos hemos sufrido desde el estallido social: persecución, violencia, represión en las calles”. Horas después de su declaración, echó pie atrás, se disculpó, explicó que se trató de un exabrupto y señaló que las palabras que él mismo emitió, “no me representan”, como si dos sujetos distintos habitaran en un mismo Baradit ¿Cómo pudo ocurrir?

El libro “Encuentro con la sombra”, editado por Connie Zweig y Jeremiah Abrams, reúne cerca de cincuenta breves ensayos que tratan sobre el lado oscuro del ser humano y esa sombra – que a todos nos acompaña- y que encierra (como en una jaula echada al olvido) todas las emociones “negativas” que reprimimos desde niños, como la rabia, la lujuria, la mentira, el odio, la envidia y todo tipo de tendencias destructivas.

El gran problema de la sombra es que no la vemos. Está tan oculta en nuestro inconsciente que no somos capaces siquiera de mirarla. No nos atrevemos. No podríamos tolerar ver nuestra imagen ideal ensombrecida por un puñado de malas intenciones. Por eso, lo que nos va quedando es la proyección, es poner en otros y reprobar con fiereza lo que realmente somos, pero no queremos asumir.  Por eso la maldad parece estar siempre fuera – en la pareja, en los hermanos, en el gobierno, en los políticos, en carabineros, en los tribunales, en el sistema- pero nunca en nosotros mismos.

Por más que queramos, no podemos deshacernos de nuestra sombra. Simplemente, existe. E ignorarla acrecienta el riesgo de que aparezca sorpresivamente ante nosotros como si se tratara de otra persona o de un animal salvaje. “Cada uno lleva consigo un Dr. Jekill y un Mr. Hyde, una persona afable en la vida cotidiana y otra entidad oculta y tenebrosa que permanece amordazada la mayor parte del tiempo” – señala uno de los ensayistas del libro.

Algo de eso le tuvo que haber pasado a Baradit. Es probable que le haya abordado abruptamente su sombra, como un extraño alojando dentro de él, que movido por un sentimiento de venganza, decidió salir a dar una vuelta, lanzar la pachotada, para luego volver a replegarse en las mazmorras del escritor. Por eso para Baradit fue un exabrupto (un desatino, una incorrección) y una opinión que no lo representaba.

Pero no solo Baradit tiene su sombra. Todos la tenemos y, aparentemente, bien oculta. Nadie está muy dispuesto a reconocer su lado menos luminoso. Y andamos por ahí creyéndonos intachables, mientras culpamos al mundo de todos nuestros achaques. Así, vamos haciendo de esta tierra un gigantesco y confuso teatro de sombras proyectadas en murallas ajenas.

La alternativa es asumir, como dice Nicanor Parra, que somos un embutido de ángel y de bestia. La opción es desarrollar la propia conciencia (y responsabilidad) individual. Entender que en cada uno de nosotros -ciudadanos, constituyentes, comunicadores, candidatos presidenciales- está la capacidad de hacer el bien, pero también, aunque insistamos en negarlo, de hacer daño. Y de eso nadie se libra.

Aceptar la propia sombra nos ayudaría a bajar un par de cambios, a disminuir la soberbia, a curar nuestra ceguera, y a cotejar la realidad con una mirada más comprensiva y equilibrada de los demás y de nosotros mismos.

Caminar mirando la sombra -con una mezcla de cariño y curiosidad- puede ser un buen comienzo.

Por Matías Carrasco.   

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UNA FUNCIONARIA TÉCNICA

“Yo soy una funcionaria técnica”, atinó a responder Carmen Gloria Valladares, la secretaria relatora del acto inaugural de la Convención Constituyente, al ser emplazada para suspender la ceremonia por una supuesta represión en las afueras del ex Congreso Nacional.  Yo soy solo una funcionaria, nada más que eso, pareció decir, como disculpándose, como advirtiendo que nada tenía que ver en el entuerto y que estaba allí para cumplir una labor meramente administrativa.

Pero fue una funcionaria técnica (cuando lo técnico está tan desprestigiado) quién permitió – en medio de la confusión y de la histeria- que la investidura se realizase y que podamos contar hoy con una convención legítimamente constituida. Fue ella, una mujer de edad, de ojos oscuros y pelo castaño, quién puso templanza y sensatez cuando lo que había eran proclamas, convencionales que iban y venían, llamativas declaraciones a prensa, rumores de opresión y heridos, y una amenaza seria al normal funcionamiento de la cita histórica.

Son de esas personas que aparecen cuando nadie lo espera. Tampoco hizo mucho. Quizás eso es lo interesante. Y cuando digo mucho, me refiero a nada muy vistoso, muy espectacular. No hubo ninguna contorsión, ni un solo grito, ni un puño en alto, menos un golpe a la mesa. Nada de eso ocurrió. Fue más bien lo contrario. Lo suyo fue la mesura, la calma, el permanecer donde debía estar, pero con una mirada atenta y comprensiva de lo que estaba pasando. “¿Qué es lo que sucede?”, preguntó antes de posponer por algunos minutos la ceremonia. “Queremos hacer una fiesta de la democracia y no un problema”, dijo entonces, dejando entrever un compromiso profundo con el rito que ella misma estaba encargada de relatar.

Habló con una voz firme y suave, a la vez. Escuchó. Preguntó. Esperó. Supo donde poner la pausa. Respetó aclamaciones de los presentes. Educó cuando debía hacerlo. Destacó dos o tres veces la solemnidad que revestía el acto. Agradeció. Se equivocó, corrigió y pidió perdón. Sonrió. Y cuidó las palabras, cada una de ellas, delicadamente, como esas personas que quieren tanto a las palabras como si estuviesen vivas.

Carmen Gloria se tomó a las personas muy en serio. Parecía no importarle de dónde venían, cuáles eran sus ideas o su color político. Parecía escucharlas a todas, con el cuerpo inclinado y el oído bien dispuesto. Parecía hablarles a todas, con un cariño de madre, o de abuela, o de qué se yo. Los convencionales sintieron ese afecto, supongo. Por eso la aclamaron de pie cuando emocionada agradeció “de todo corazón”.

Es cierto. Tuvimos una ceremonia inaugural movida, inusual y compleja. A ratos, parecía que la sesión se cancelaba. Hubiese sido una derrota.  Se notaba la ansiedad. Imaginaba a tantos en sus casas, cruzando los dedos, para que primara la razón. Y así fue. En parte porque todos y todas pusieron algo para que las cosas, finalmente, funcionaran.

Pero para mí el gran hallazgo, el gran símbolo, es esa funcionaria técnica que no estaba en los guiones de nadie, pero que sin quererlo apuntó una gran lección: la sobriedad, la templanza y el diálogo pueden ser también un buen camino.     

Por Matías Carrasco.

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