Mucho se habla de los poderosos de siempre. El concepto fue reinstalado con fuerza a inicios de este Gobierno y ha sonado cada vez que ha sido necesario excusarse, buscar explicaciones o crucificar a alguien por el gusto de ver correr sangre. Ahí están los grandes empresarios, los políticos, los dirigentes, los jueces, los obispos, los de plata, los que siempre han estado arriba. Todos clavados en la cruz, en la punta del cerro, para que el pueblo pueda tirar sus lanzas, burlarse y hacer de ellos un masivo y lujurioso circo.
Pero nadie habla de los otros, de esa nueva raza que ha nacido al amparo de pendientes y dolores arrastrados hace años: los “poderosos de ahora”. No son los de siempre. Son los nuevos. Los que habían sido relegados y que por estos días tienen la sartén por el mango. Ellos y ellas tienen la fuerza y la venia para destruir, hacer y deshacer a su antojo. Y lo saben, pero no lo han querido reconocer. Aún sentados en el trono, prefieren pasar piola y seguir pensando que siguen siendo víctimas, inocentes y desarmados.
¿No tienen acaso poder los twitteros que amparados bajo el anonimato de las redes sociales destruyen imágenes, siembran sospechas y humillan? ¿No tienen poder los encapuchados que ocultos en la masa y a punta de violencia, piedrazos y bombas molotov, rompen la ciudad y hacen daño sin miramientos disfrazados en viejas y podridas causas anarquistas y antisistema? ¿No tienen poder los que queman, amenazan y atemorizan en la Araucanía a familias enteras? ¿No tiene poder hoy los estudiantes que deciden cuando y donde marchar aún sin la autorización del Gobierno? Lo tienen, y mucho.
Paradójicamente quienes despotrican contra el poder y sus vicios, tienen entre sus manos eso que tanto aborrecen y lo practican con igual o peor injusticia, con igual y peor violencia, con igual o peor atropello. Y lo hacen con la revancha, con la odiosidad, con la venganza que siembran los tiempos de silencio, desprecio y marginalidad. Dios nos guarde.
Pueden existir razones bien atendibles que nos ayuden a entender porque un muchacho cubre su rostro y destruye, porque otros gozan denostando en 140 caracteres y porque otros tanto incendian praderas y aterrorizan al sur de Chile. Pero más allá de eso, todos ellos y cada uno de nosotros debe aceptar que sus métodos pueden ser tan represores, tan oscuros y tan destructivos como la más poderosa de las dictaduras.
Los poderosos de siempre y algunas de sus viejas y sucias prácticas han quedado, en buena hora, en vitrina. Pero quienes miran la estantería, a veces con rabia y justificada razón, deberían honestamente aceptar que tienen también un revolver al cinto. Y ese poder, quiéralo o no, también abusa, mata y destruye. Habrá que hacerse responsable.
Por Matías Carrasco.