En el suplemento Tendencias de La Tercera de este fin de semana, Mónica Stipicic relata en su columna una serie de infortunios en su historial con la Iglesia Católica. En un relato cercano y coloquial nos cuenta que en su ceremonia de bautizo estuvo el cura Tato, mismo sacerdote que años después celebró su Primera Comunión. Continúa diciéndonos que la Confirmación se la dio Julio Dutilh, el párroco de la Iglesia Santa María de Las Condes que fue removido hace algunos días por una denuncia de actos de connotación sexual en su contra. Su matrimonio lo bendijo el Obispo Francisco José Cox, acusado también de abusos, y sus hijos fueron bautizados por Francisco Tupper, quién dejó los hábitos hace poco tiempo.
Sin dudas es un testimonio real, y que puesto así, nos deja la sensación de que estamos rodeados de curas enredados en algún asunto cuestionable. O visto de otra forma, nos habla de una Iglesia que está en crisis, con una credibilidad puesta a prueba y una feligresía que se ha ido alejando decepcionada de tanto escándalo y de tanta mugre escondida debajo de la alfombra.
Y en parte tiene razón. Yo me compro la tesis de que estamos en una difícil crisis. Y que la Iglesia – la mía- tampoco lo ha hecho bien en la manera de enfrentar los casos que la han puesto en entredicho.
Pero honestamente no creo que todos los sacerdotes sean abusadores. Como tampoco pienso que todos los delitos se cometen en Vitacura, o que todos los políticos son corruptos, o que todos los empresarios son explotadores y “chupa sangre”. Esas son reducciones tentadoras, pero simplonas y tremendamente injustas.
Yo podría contarle a Mónica otra historia, tan real como la suya. Yo nací en un hogar católico y fui formado en el Colegio San Ignacio, rodeado de sacerdotes jesuitas. Tengo dos tíos abuelos de la Compañía de Jesús: Alfonso Vergara e Ignacio Vergara. El primero, “Poncho”, un cura extraordinario, cercano, distraído, genial y muy querido por la gente que lo conoció. Me bautizó y celebró mi postura de argollas. También presidió la misa de funeral de mi padre y estuvo muy cerca de mi familia en momentos duros. El segundo, “el “Nacho”, era un cura obrero. Aparecía por mi casa con su barba gigante y mi nana no le habría la puerta por pensar que era un sospechoso extraño. Con él visité el persa Bío Bío más de alguna vez en busca de un repuesto para sus labores de gasfitería en la población donde vivía. Aunque lo conocí poco recibo ocasionalmente sus historias de entrega, coherencia y amor por los más pobres.
Y así. Mi matrimonio también fue celebrado por un amigo y teólogo jesuita, participé de una comunidad ignaciana liderada por otro gran amigo de la Compañía y tengo además compañeros de generación que, aún en estos tiempos, se ordenaron en las filas de Ignacio de Loyola. Uno de mis hijos fue bautizado por un sacerdote diocesano que está haciendo buena pega en una parroquia del sector oriente y he visto en sacerdotes de otras congregaciones valentía, vocación y servicio a toda prueba.
Y a diferencia de la historia de Mónica, ninguno de ellos ha sido acusado de abuso. Todo lo contrario. A muchos de ellos les tengo un gran aprecio y un profundo agradecimiento.
Sé que no es muy popular salir en defensa de la Iglesia hoy. Yo también tengo una mirada crítica. Sin embargo he decidido quedarme. En parte por lealtad a quienes dan su vida con vocación y servicio de manera anónima y laboriosa en distintos rincones de Chile y el mundo; en parte por creer que desde adentro uno puede aportar en el camino hacia una Iglesia más humana, inclusiva y para todos y todas, sin excepciones; y como no, por fe, aún con dudas, por fe.
Al finalizar su columna, Mónica se pregunta con ironía “realmente, ¿seré yo Señor?”. Y yo creo que si y no. La Iglesia Católica es lo suficientemente ancha para que quepa la anecdótica vida de Mónica, la mía y muchas más. En ella habitan luces y sombras, como en todas partes. Hay historias tristes y felices, santos y malvados. Lo importante – espero- es que al final no se nos mida por cuántas reglas fuimos capaces de cumplir, sino por cuanto amor fuimos capaces de entregar. Y en eso caben todos. Mónica también.
Por Matías Carrasco.