POR MÁS QUE LA QUERAMOS

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Fui educado en un colegio de la Compañía de Jesús. En mi familia hay dos jesuitas, tíos abuelos, que tuve la suerte de conocer. Uno intelectual, el otro, un cura obrero. Me casó un sacerdote jesuita, viejo y buen amigo. Seguimos en contacto hasta hoy. De joven, participé durante años de una comunidad guiada por otro jesuita, a quién le guardo gran estima y afecto. He colaborado en distintas tareas con la congregación. He estado en sus casas, compartiendo con varios de ellos. Se cocina bien por esos lados. Siempre he sentido una gran simpatía por los “soldados de Dios”, por su impronta justiciera, por su apertura, por sus pies en el barro, por la valentía, porque hacen ruido, por esa mirada desde las fronteras. Les agradezco ese sello.

Escribo hace años de la Iglesia Católica. Es un tema que me inquieta y apasiona. ¡Se tejen tantas historias adentro del templo! Historias de acogida, compasión, misericordia, entrega, salvación, sentido, resurrección, alegría y vida. Pero también de poder, miedo, subordinación, hipocresía, sinsentido, discriminación, muerte y sufrimiento. Es ese contraste el que me hace volver una y otra vez sobre el mismo tema. Es ese doblez, esencialmente humano, el que me rebela y, misteriosamente, me hace pertenecer.

He escrito de Karadima y de otros abusos dentro de la Iglesia. Me he referido a la necesidad de que los laicos levanten la voz y asuman una postura crítica respecto a los delitos que hemos visto pasar. He invitado a apoyar a las víctimas y a no dejarlas abandonadas como alguna vez – varias veces, en realidad- lo hemos hecho. Pero hablar de Karadima, sin conocerlo, sin siquiera tener un vínculo con la parroquia de El Bosque, es una cosa. Referirse a los crímenes que ocurren en la propia casa, es otra.

Anoche vi el testimonio de Marcela Aranda, la denunciante del sacerdote Renato Poblete, estandarte de los jesuitas en Chile. Tal vez, el segundo después de Alberto Hurtado. Recordé el reportaje de Informe Especial en 2010, cuando Hamilton, Cruz, Murillo y otros, destapaban el caso Karadima. Esos ojos no mentían. Los de Marcela tampoco. Habló de Poblete, de violación y de abuso sexual con fuerza excesiva. No solo él, también “sus amigos”. Habló de las denuncias a la Compañía, sin respuesta. Recordó ocho años de martirio y de tres abortos que el jesuita le habría obligado a realizar. Habló de su vida destruida, de sus afectos rotos, de una historia truncada por el abuso. Hay más de diez denuncias en contra del ex director del Hogar de Cristo.

Es tentador mantener silencio. Por respeto a mis amigos jesuitas. Por respeto a la iglesia de la que formo parte. Por respeto a quienes conocieron y admiraron a Poblete. Para no hacer leña del árbol caído. O por último, para no meterme en problemas. Me han hablado de prudencia, de plantear estos asuntos en privado, como si se tratara de mi propia madre. De evitar hacerlo en público. Eso divide. Eso no se hace. Eso es traición.

Pero no puede ser el miedo, el prestigio o la imagen de la Iglesia lo que nos impida abordar estos temas abiertamente. Tras esa cortina, está el sufrimiento, la angustia, el terror e incluso las muertes o intentos de suicidio de aquellos que viven, están viviendo o vivirán el zarpazo hondo de un abusador.

He visto a personas alejarse de la iglesia. Gente de una profunda búsqueda espiritual. Han salido más allá de sus murallas, decepcionadas, dolidas, hastiadas. Pienso que no es solo por los delitos. Es también por el silencio, por la ceguera y por ver a una iglesia atrincherada, defendiendo con uñas y dientes una “verdad” que le impide entrar al mundo de hoy, con ojo sensible y humano. Yo por eso también cuelgo del farellón.

Cada cual hará lo que le parezca. Pero pienso que no es bueno que los laicos callen. Tampoco es bueno que pierdan el asombro. El dolor ajeno debiera escandalizarnos mucho más que una catedral en llamas. Mucho más que una iglesia desplomada. Mucho más que una congregación, por más que la queramos.


Por Matías Carrasco.

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CINCO COLUMNAS

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Tocó el citófono, nervioso. Se acomodó bien la camisa dentro del pantalón, echó un vistazo a sus zapatos y con las manos intentó ordenar su voluminoso pelo. Tocó el timbre, otra vez. Escuchó una voz femenina, dijo su nombre y entró.

– Francisco, ¿no?

Lo recibió un tipo amable y bien vestido. Le dio unos palmazos en la espalda que hicieron a Francisco encogerse unos centímetros y asegurar nuevamente la camisa, esta vez, bajo el calzoncillo.

El hombre lo guió hasta una sala de murallas blancas, con un par de sillas modernas y un escritorio limpio, con caballetes de madera y una cubierta de vidrio. Se sentaron uno frente al otro, separados por el cristal. Francisco puso sus manos sobre los muslos y juntó los pies sobre el parqué.

– Me llamo Atila.

Y el sujeto con nombre de rey antiguo, comenzó a repasar un par de hojas corcheteadas. Asentía con la cabeza, iba y volvía sobre el papel, mientras jugaba con un lápiz golpeando suavemente la mesa.

– Y bien. Cuéntame de ti. ¿Cómo supiste del trabajo?

– Fue mi mujer– respondió con toda seguridad Francisco-. Ella insistió en que viniera.

– Así son todas. Siempre están detrás de uno diciendo lo que tenemos que hacer. La mía hace rato que me viene jodiendo con la cuestión del cigarro. Pero yo no lo voy a dejar. ¡Primero la dejo a ella! – dijo Atila soltando una ruidosa carcajada.

Francisco, bien apoyado en el respaldo de la silla, sonrió por cortesía y miró por la ventana. Afuera había un pequeño patio, con una mesa roja en el centro. Las hojas en el suelo le recordaron la llegada del otoño. Tragó un poco de saliva.

– Háblame de tus fortalezas – preguntó el tipo mientras encendía un cigarrillo.

– Prefiero no hablar de eso – dijo Francisco, intentando disimuladamente desviar la humareda.

Se hizo un silencio extraño.

– ¿No quieres hablar de lo que haces bien, Francisco? En una entrevista de trabajo, ¿prefieres no hablar de ti? – inquirió Atila, inclinándose hacia delante, con sus brazos sobre el vidrio.

– Exactamente – respondió, impávido.

– No entiendo – resopló Atila agitando su cabeza y enterrando el pucho a medio terminar, en un cenicero.- Jamás me había pasado algo así. Además, tienes un gran currículo-. Lo dijo empujando el papel hacia Francisco.

– Es de mentira – indicó poniendo los ojos en el documento y con sus manos, aún bajo el escritorio-. Lo hizo mi esposa. Y nada de lo que allí aparece es verdad.

Atila escuchaba sorprendido, con una mezcla de rabia e interés. Quería mandarlo a la cresta, pero sentía unas ganas locas de seguir escuchando su historia. El ingreso de una señora gorda ofreciendo café, ayudó en algo a superar el momento.

– Ella lo decide todo por mí – retomó la palabra Francisco-. Hace más de un año que no tengo trabajo y es mi esposa quién se ha encargado de idear un plan y hacer un excel. Son cinco columnas. Una con el nombre de la persona por contactar. Otra con la fecha. La tercera recomienda la vestimenta adecuada para cada cita. La columna siguiente tiene los mensajes de lo que debo decir. Y la quinta, explicita lo que no tengo que hacer. Y el primer consejo, en cada una de las filas del excel, es no decir la verdad. Pero ya no aguanto-. Todo lo dijo de manera fluida y correcta.

– Conchasumadre – soltó Atila enfatizando en cada sílaba y echándose hacia atrás.

– ¿Ves esta camisa? Me la compró ella. A mí no me gusta. Además, me queda muy corta. Tengo que andar a cada rato metiéndomela dentro del pantalón. No tengo idea qué talla soy. Tampoco cuánto calzo. Todo está en sus manos. Cada inicio de estación llega con bolsas a la casa y unas cuantas tenidas para mí. Hoy seguro llega con las del otoño. Con esto te verás estupendo, me dice. Y yo le creo y obedezco.

Otra vez entró la señora, con una bandeja y un café. Dejó la taza sobre el escritorio y se retiró. Atila tomó un sorbo y escupió hacia el lado.

– ¡Puaj! ¡Esto está asqueroso! – dijo-. Y lo tuyo también.

– Soy profesor de historia. Comprenderás que no tengo nada que hacer en una inmobiliaria. Nunca pude armar un castillo en la arena y voy a hacer capaz de construir la catedral de Chiloé. Mi señora exagera. No sabe mentir. Le dije que lo sacara del currículo. Inventarme un título de arquitecto y un premio en Copenhague ya era demasiado. No era necesario lo de la catedral. Tampoco hago running. Es lo que quisiera ella, para parecerme a su padre, el gran Toro Gutiérrez. La única vez que corrí  fue cuando mi mujer me inscribió en la maratón de Santiago y tuve que ser auxiliado por una ambulancia en el kilómetro 16. No te burles Atila, el asunto es grave.

Al otro lado del escritorio Atila reía sueltamente y repitiendo en voz alta, “no lo puedo creer, no lo puedo creer”.

– Créelo – dijo Francisco poniendo ahora sus manos sobre el vidrio-. Es difícil vivir una vida sin saber quién carajo es uno. Imagina que ayer fui a una entrevista en Tronwell Institute. Buscaban un traductor. ¡Y yo no sé inglés! Ella lo arregló todo. Me inventó una nacionalidad canadiense, estudios en el British School y un master en Literatura Inglesa del Siglo XIX en la Universidad de Oxford. ¿Te das cuenta? Yo le insistí que era una locura. Pero ella me hizo callar con un corto y brusco “shhh” y esa frase de siempre, “deja que yo me encargue”. Me hizo vestir de europeo. Pantalones ajustados color azul, una camisa blanca, una corbata marrón y delgada y una chaqueta del mismo color del pantalón, con un pañuelo blanco bajo la solapa. Eso te da cierto aire, me aseguró. Me engominó el pelo y me aconsejó que me dejara una barba de tres días. Le creí y obedecí. No sabes la vergüenza que pasé.

– Esa mujer está loca – apenas pudo decir Atila, con los ojos aguados de tanto reír.

– Loca, pero insistente. Me fue a dejar a las puertas del Tronwell. Me recomendó decir cuatro frases: yes sir, I agree, It´s a beautiful place y I love translation. Y me ordenó que cuando me viera en apuros, dijera simplemente worslike. No significa nada –me aclaró- y por lo mismo ellos pensarán que el tuyo es un inglés tan sofisticado que no se atreverán a preguntar. Olvídate lo que fue eso. Le dije yes sir a la chica que me entrevistó y arrugó de inmediato la nariz. Incorporé el worslike para salir del paso y esta vez fue la boca la que tensó. Thanks for your time. Y salí corriendo de allí.

– Es la mejor historia que he escuchado – celebró Atila con las manos sobre su cabeza.

– Es buena oírla, pero es un calvario estar en mis zapatos. Ya ni sé lo que pienso. Conozco exactamente todos sus gustos, pero no sabría decirte los míos. Es una simbiosis particular. Me permite sobrevivir, pero me come por dentro. Lo dijo apretando las manos, con una voz temblorosa, como pidiendo auxilio.

– Sabes, a veces me siento como un salero – prosiguió-. Ahí, dispuesto para ella sobre el mantel, esperando ser agitado para darle gusto a su vida, mientras yo me vacío por dentro. Pero en el fondo, como evitando el vacío total, unos granos de arroz combaten la humedad. Pero a mí ni eso me queda – se echó atrás, hundiéndose en la silla, resignado.

Afuera comenzó a correr un poco más de viento y la mesa roja se llenó de hojas amarillas. Adentro, nada se movía.

De pronto sonó el celular de Francisco. El hombre lo sacó del bolsillo y dijo “es ella. Querrá saber si lo he conseguido”. Bajó la mirada.

– Contéstale y dile que el trabajo es tuyo –dijo Atila, con un dejo de ternura-. Aquí hace falta alguien que sepa hacer buen café.

Y Francisco, sonriente, le creyó y obedeció. Le contestó a su mujer.


Por Matías Carrasco.

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EL CIRCO

el circo

He seguido a la distancia la polémica por Baradit y la Teletón. Gonzalo de la Carrera, el hombre Evópoli, la voz de Agricultura, indignado con la invitación del escritor a la fundación. “Los libros de Baradit son una basura” – disparó. José Antonio Kast, el presidenciable, le avivó la cueca. “Una persona tan odiosa y con un historial misógino y sexista no debiera tener ese tipo de tribuna” – dijo. La izquierda lo defendió. “Mi profunda admiración por el trabajo realizado y el aporte que haces al país (…) no será esa jauría de fascistas y facinerosos el que lo cuestione” – sentenció Hugo Gutiérrez, el PC. Y así, suma y sigue. Finalmente la Teletón desistió del convite al que escribió sobre la historia secreta de Chile y se acabó el lío.

Es interesante analizar este capítulo – de un libraco largo, generoso en volumen y cantidad – respecto a otros episodios que reflejan el estado de la política actual.

A la derecha le importa que  no gobierne la izquierda y viceversa. Lo que digo es una obviedad, válida y real. El único problema – como viene sucediendo hace años- es que la política va perdiendo peso y su sentido más profundo de bienestar social. Y como lo que importa es echar abajo al contrincante, los políticos se han convertido en verdaderos comunicadores, furiosos influencers, que pelean a diario en las redes sociales, sumando likes, seguidores y también enemigos. A juzgar por sus comentarios, no se diferencian mucho de cualquier twitero pasado de rosca. Una lástima.

Quizás ellos y ellas, nuestros representantes, no se den cuenta. Están tan imbuidos en sus rencillas, tan ensalzados por su feligresía, tan palmoteados por sus asesores, que nadie les debe decir que, hace rato ya,  se les salió la cadena. Por eso siguen. Por eso continúan dando espectáculo, como el acróbata, el payaso o el domador de leones, sedientos de aplausos y reconocimiento. Y buena parte del público, les da en el gusto.

Se me viene a la cabeza la imagen de un almuerzo familiar. Conversaciones interesantes, otras triviales. Todo bien, hasta que uno de los comensales comienza a hablar del gobierno de turno. Lo hace trizas. Otro de los invitados engancha y comienza la discusión. La cosa se acalora, sube el tono, comienzan los insultos. La mesa, poco a poco, se vacía. Buena parte de la familia permanece recluida en el living, incómoda, al lado del comedor. Los niños hace rato ya que se fueron, un poco asustados. Y los dos protagonistas, permanecen en lo suyo, aportando una atmósfera tensa, inservible y dañina. Pero alguno de ellos sentirá orgullo. Habrá ganado la reyerta.

La de hoy – en buena parte- es una política agresiva. Se confunde lo frontal con embestida. Pareciera ser que mientras más belicosos seamos, más cerca estaremos de “la verdad” o de ser “personas con opinión”. Esa pobre y peligrosa asociación. Como dice la consigna, no importa que hablen bien o mal de ti, lo importante es que no dejen de hacerlo. En el lenguaje de nuestro tiempo, lo clave es estar en el ruedo, donde las papas queman, apostar a un trending topic y al mayor número de comentarios y retweets posibles. Y para eso un buen empellón da créditos, y muchos.

La política de la agresión tiene sus seguidores. Y lamentablemente, pienso, van en aumento. Pero yo quisiera otra cosa. Si en las organizaciones, privadas y civiles, se habla de un mundo que ha cambiado, de diversidad e inclusión, de sostenibilidad, de los desafíos de la era digital y de la necesidad de adecuarse a ese nuevo contexto, ¿no podrá actualizarse también la política? En los tiempos de la economía colaborativa, ¿no podremos remar también hacia una política de colaboración? La política debe volver a poner a las personas en el centro. Son ellos el verdadero sentido de cualquier quehacer público. No son los diputados, ministros, parlamentarios o alcaldes. No es su credibilidad. No son sus partidos. No es su coalición. No es su visibilidad o reconocimiento. No es la derecha o la izquierda. Son los ciudadanos – principalmente los que sufren- los que les deben quitar el sueño, los twits, las energías y su tiempo.

Seguro que hay políticos que están haciendo silenciosamente la pega, pero por no estar en las arenas del coliseo, dejan de “existir”. Como los que – una vez terminada la función- barren el circo, limpian las galerías, alimentan a las fieras, recogen la basura y dejan todo listo, para que al día siguiente, miles de trabajadores, hombres, mujeres y niños, disfruten y se sientan bien. A ellos mis respetos. En ellos, mi esperanza de una política mejor.


Por Matías Carrasco.

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DESOLACIÓN

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Desolación. Me gusta  esa palabra. Suena a tormenta, a agua, a azul, a noche, a suave, a alma, a algodón, a un canto, a nada, a soledad y a un aire fresco. Desolación es, en uno de sus significados, la sensación de hundimiento o vacío provocada por una angustia, dolor o tristeza grandes. En otra acepción encontrada en el diccionario, es ruina y destrucción completa de un edificio, un territorio, etc., de manera que no quede nada en pie.

Y en esta semana santa, para muchos católicos, suena y resuena la palabra desolación. Los delitos, abusos, la doble moral y mentiras de nuestra iglesia,  tienen a varios confundidos y huérfanos de Dios. Pienso que quizás estemos sintiendo, como nunca, lo que vivieron los seguidores de Jesús cuando fue apresado, azotado y clavado en la cruz. ¿Dónde está?, ¿por qué no hizo el milagro?, ¿y la victoria?, ¿y las trompetas?, ¿y el paraíso que nos prometió? ¿se fue todo al carajo?

Tal vez nunca estuvimos tan cerca de lo que ocurrió en esos años. Una iglesia crucificada, una catedral en llamas, un éxodo de creyentes,  pedofilia, encubrimiento ¿qué más? ¿también se fue todo al mismísimo carajo? Si ellos se lo preguntaron, ¿por qué nosotros no? Está bien dudar, está bien pensar, está bien sentir la desolación.

Pienso ahora en mi perra, Luna. Con ella salgo a trotar. La subo a mi auto, llegamos hasta el borde del río, le suelto la correa y sale disparada, corriendo delante de mí. Pero cada cierto rato, después de unos 20 ó 30 metros, siempre mira atrás, como buscándome, cómo queriendo saber que sigo ahí. Y tras ese cruce de miradas, vuelve al galope, fascinada y libre. Esa es mi historia. Decepcionado, puedo correr, huir y alejarme, pero algo – cultura, tradición, fe, la vida misma, qué se yo- me hace mirar atrás y encontrar unos ojos misteriosos, íntimos, que me acompañan.

La consolación de los apóstoles llegó con la resurrección de Jesús. Pero no lo hizo arriba de un escenario o bajando desde el cielo con ángeles sosteniéndolo y con el sol anunciando su regreso. Pudiendo hacerlo – creo- prefirió ser descubierto. Así lo descifraron los caminantes de Emaús al partir el pan o Tomás, el incrédulo, al meter sus dedos en la herida del costado. Y aquí me quedo, con el que no creía. Imagino una herida infectada y mal oliente. Así lo reconoció. No en su catedral intacta, sino en sus escombros, entre las cenizas, en la gran aguja abatida en el suelo. Quizás ahí esté la esperanza, ahí esté Dios. Al fondo del dolor, enredado en los fierros torcidos de Nuestra Señora de París, en la pobreza acostumbrada, en las cárceles y en las mazmorras, las propias y ajenas.

Tal vez sea algo menos complejo que la defensa de “una verdad”, que amuralla y margina. Quizás se trate, simplemente, de no dejar nunca de mirar.


Por Matías Carrasco.

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QUIZÁS

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Azotea

El sol estaba pegando fuerte. Yo llevaba un short hasta más abajo de mis rodillas y una polera vieja de color rojo o burdeo, no lo recuerdo bien. Había decidido subir los diez pisos por las escaleras, con el objetivo de eliminar algo de colesterol y triglicéridos, aunque a esas alturas (35 metros, para ser más preciso), no tenía mucho sentido.

A Meléndez, el conserje, le dije que necesitaba ir hasta la azotea para tomar unas fotos, “imprescindibles para mi proyecto de título” –mentí. Meléndez, concentrado en un boleto de lotería y en un futuro próspero que nunca iba a llegar, levantó su vista y sentenció: -Al fin va a terminar una carrera mijo-. Vaya, vaya con Dios.

Y allá mismo iba, o al menos, esperaba ir. A encontrarme con Dios o con el diablo.

Cuando llegué arriba, caminé hasta el borde para observar la ciudad. Todo se veía mejor desde ahí. Las calles parecían los túneles de un hormiguero gigante y la vida se sentía más lenta y reposada. El ruido se suavizaba con la distancia y el viento tocaba ligeramente mi cara, como señal de que todo iba a estar bien.

Encendí un cigarrillo y empecé a ver con ojos nuevos el paisaje. Miré la cumbre del Manquehue, las casas a los pies del cerro, los andariveles muertos de Farellones, el hotel Marriott (¿cuántas soledades esconden esas habitaciones?), mucho verde, y una mujer gorda tumbada sobre un colchón rosado, achicharrándose bajo los rayos que bajaban a refrescarse en el agua de su piscina.

Percibí su paz, y por primera vez, también la mía. Respiraba con tranquilidad, sin peso en mi garganta, sin ese escalofrío repentino. Extrañamente, sin miedo. Era como la calma que le sigue a un terremoto, cuando todo ha terminado o cuando todo está por terminar. Aspiré lento y profundo, tiré el pucho al piso, apreté mis puños, tomé impulso y di el último salto de mi vida.

Piso 9

Es difícil decir cómo se siente. Sólo diría que me tragué el mundo entero en ese brinco. Algo me llenó los pulmones y el alma. Caía como un saco de papas, con mis brazos nadando en el aire y mis piernas flotando en el vacío.

Me arrepentí de haberle escrito tan escuetamente a la Cata. Tuve que haber sido más claro. Que no le quedaran dudas. Que la quise de la mejor manera que pude hacerlo. Amarla, no. Nunca fui capaz de amar a nadie. Que con ella intenté hacer una vida normal. Que sepa que sus hamburguesas en el microondas eran las mejores y que mis evasivas en la cama no eran más que el terror al deseo, al descontrol y al abandono. ¿Se lo dije?

Piso 8

Siempre le tuve miedo a los caballos. A los perros, a las polillas, a los ladrones, a los lagartos y a las ratas, también.

Cuando veraneábamos en el campo, mis primos salían a cabalgar y yo siempre encontraba una excusa para quedarme en casa. Terminaba saltando en un elástico o juntando las palmas al ritmo de una canción ridícula junto a mis primas. Con ellas me sentía seguro. Cobarde, pero a resguardo. En ese tiempo, pensaba en la fortuna de las mujeres de poder hacer ese tipo de cosas sin tener que dar explicaciones. Mi debilidad, en cambio, no tenía lugar en este mundo.

Piso 7

Mi madre nos dejó el 21 de enero de 1984. Estábamos en la playa de Zapallar, justo al lado de una gran roca, viendo las olas formarse atrás de una balsa de madera y reventar a unos metros delante de mí. Mi padre estaba reclinado sobre una silla, leyendo el diario, con un traje de baño azul corto y una polera blanca ajustada. Yo jugaba a su lado, con los baldes que habíamos comprado esa mañana al borde de la carretera.

Mi madre dijo que iba a caminar. Yo quise acompañarla, pero mi viejo me detuvo. La vi irse con sus pies hundiéndose en la arena. Nunca regreso. ¿Y si la hubiese seguido?

Piso 6

Un día cualquiera, mi padre me encargó ir a comprar una bebida. Vivíamos en una casona amplia, junto a mis abuelos, en Providencia. Salí serio y bien peinado, con el puño de mi polerón en mi boca. Crucé responsablemente la calle Pocuro y caminé rápido, con la vista fija en el suelo. Entré en el almacén de don Armando, tomé una Coca Cola de litro y pagué con un billete de mil. Don Armando me preguntó por mi padre y me dio un par de palmadas en mi cabeza.

De vuelta, en el semáforo, la botella resbaló por la transpiración de mis manos y se reventó en el piso. Me quedé congelado, con mis piernas tiritonas y un sudor que me hacía arder los ojos. Sentí miedo, y por primera vez, ese fantasma ahorcando mi cuello.

Con el envase roto, algo se volvía a quebrar – violenta y súbitamente- dentro de mí.

Piso 5

Con mi padre mi relación era neutral. Ni muy cerca, ni muy lejos. Era un terreno que a ambos nos permitía vivir sin arriesgar demasiado. Él no sabía muy bien qué hacer conmigo. Necesitaba a un hombre y no a un alfeñique como yo. Nunca conversamos demasiado. Eran diálogos cortos, en monosílabos, de preguntas hechas y respuestas que se fueron repitiendo con los años. Ambos fuimos olvidados y estábamos cruzados por la misma herida.

Piso 4

Fue en segundo básico cuando mi profesora me pilló con los dedos entre mis piernas. Me sacó fuera de la sala y en voz baja me pidió que fuera al baño a lavarme las manos y la cara. Le hice caso y volví a mi puesto. Al rato, estaba otra vez con las manos bajo el pantalón. Me mandaron al sicólogo y en una habitación fría y bien cuidada, un hombre joven me decía que aquello era normal y que procurara hacerlo en privado.

Pero yo sabía que no era normal. Diez, doce o quince veces al día, no podía ser normal. Fui creciendo y conmigo esa sombra. Miles de orgasmos y ni un solo encuentro. Aquello era una salida, un escape a una vida placentera, a una vida que nunca tuve. Ahí estaba mi salvación, pero también mi culpa y mi secreto.

Piso 3

Con mi abuelo era diferente. No era lo que me decía, sino cómo me miraba. En sus ojos claros, me sentía querido, sin expectativas. Podíamos pasar horas en silencio. Él, hundido en su sofá frente a la chimenea, agitando los hielos de su vodka tónica. Y yo, al frente, sentado sobre la alfombra, con los audífonos bien pegados a mis orejas, escuchando Pink Floyd o los Doors y escribiendo tonterías en las servilletas de papel.

– Cuéntame qué escribes –preguntaba.

-Nada nuevo, tata.

-Vamos, léeme. Quiero escucharte otra vez.

Y yo leía, y el viejo bajando sus párpados y su frente, escuchaba con atención.

-Bien rulo, bien –me decía con su voz calma y ronca-. Tienes talento.

Y de nuevo esa mirada, tierna, segura y chispeante como los palos crujiendo en el fuego de la chimenea.

Cuando murió, yo también fui desapareciendo de a poco.

Piso 2

Dormía con la Angélica de vez en cuando. La primera vez que lo hice debía haber tenido unos cinco años. Era gruesa y morena. Tenía el pelo liso y las mejillas hinchadas. Pasaba horas pegada al teléfono cuando no estaba mi papá. Ella también tenía un hijo, el Fabián, pero vivía en Antofagasta.

Me llamaba “chico”, y me hacía la pieza, el almuerzo y la comida. A veces me llevaba al dentista. Me bañó y me vistió hasta los nueve.

Decía que dormía con ella. No siempre, solo cuando estaba asustado. La Angélica sentía mis pies y me metía a la cama. “Chiquitito, chiquitito” – me soplaba al oído- apretándome contra sus enormes pechugas. Olía a humedad. Me acariciaba en el pelo, en mi guata y luego más abajo, en el lugar de mi secreto. Después, un beso mojado en mi boca y un dulce de anís. Nunca me gustó el anís.

Piso 1

Pensé en mi mamá. Recordé la calidez de su cuello, mi cabeza descansando en su barriga, su mano apretada sosteniendo la mía, su olor a perfume francés, su piel azabache, sus cosquillas bajo el mentón, su respiración en mi nariz y sus brazos sujetándome en el mar. ¿Por qué nunca la busqué? ¿Por qué no volé hasta California para encontrarme con ella? Quizás, hubiese entendido. Quizás, me querría. Quizás, habría podido arreglar esa botella hecha trizas sobre la vereda. Quizás…

Estaba en eso, cuando sentí el calor del pavimento y mis huesos quebrarse en un “crack” que se mantuvo por unos segundos en el aire.

Ambulancia.

Había alboroto a mi alrededor. El sonido de las sirenas se oía como al fondo de una cueva y un tipo encaramado arriba mío, oprimía mi pecho con insistencia. ¿Estaba vivo?

De pronto, el ruido de las bocinas me pareció más lejano y espaciado y mientras el enfermero se afanaba en mi corazón -ahora con más enjundia-, lo vi, lo pensé o lo imaginé (no lo sé del todo). Allí estaba, la imagen de mi abuelo, sonriente, como esperando.

Y yo me fui con él, perdiéndome en la profundidad de sus ojos brillantes.

 


Por Matías Carrasco.

*Quizás. Tercer lugar en el Concurso Literario Gonzalo Rojas 2019.

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