
Azotea
El sol estaba pegando fuerte. Yo llevaba un short hasta más abajo de mis rodillas y una polera vieja de color rojo o burdeo, no lo recuerdo bien. Había decidido subir los diez pisos por las escaleras, con el objetivo de eliminar algo de colesterol y triglicéridos, aunque a esas alturas (35 metros, para ser más preciso), no tenía mucho sentido.
A Meléndez, el conserje, le dije que necesitaba ir hasta la azotea para tomar unas fotos, “imprescindibles para mi proyecto de título” –mentí. Meléndez, concentrado en un boleto de lotería y en un futuro próspero que nunca iba a llegar, levantó su vista y sentenció: -Al fin va a terminar una carrera mijo-. Vaya, vaya con Dios.
Y allá mismo iba, o al menos, esperaba ir. A encontrarme con Dios o con el diablo.
Cuando llegué arriba, caminé hasta el borde para observar la ciudad. Todo se veía mejor desde ahí. Las calles parecían los túneles de un hormiguero gigante y la vida se sentía más lenta y reposada. El ruido se suavizaba con la distancia y el viento tocaba ligeramente mi cara, como señal de que todo iba a estar bien.
Encendí un cigarrillo y empecé a ver con ojos nuevos el paisaje. Miré la cumbre del Manquehue, las casas a los pies del cerro, los andariveles muertos de Farellones, el hotel Marriott (¿cuántas soledades esconden esas habitaciones?), mucho verde, y una mujer gorda tumbada sobre un colchón rosado, achicharrándose bajo los rayos que bajaban a refrescarse en el agua de su piscina.
Percibí su paz, y por primera vez, también la mía. Respiraba con tranquilidad, sin peso en mi garganta, sin ese escalofrío repentino. Extrañamente, sin miedo. Era como la calma que le sigue a un terremoto, cuando todo ha terminado o cuando todo está por terminar. Aspiré lento y profundo, tiré el pucho al piso, apreté mis puños, tomé impulso y di el último salto de mi vida.
Piso 9
Es difícil decir cómo se siente. Sólo diría que me tragué el mundo entero en ese brinco. Algo me llenó los pulmones y el alma. Caía como un saco de papas, con mis brazos nadando en el aire y mis piernas flotando en el vacío.
Me arrepentí de haberle escrito tan escuetamente a la Cata. Tuve que haber sido más claro. Que no le quedaran dudas. Que la quise de la mejor manera que pude hacerlo. Amarla, no. Nunca fui capaz de amar a nadie. Que con ella intenté hacer una vida normal. Que sepa que sus hamburguesas en el microondas eran las mejores y que mis evasivas en la cama no eran más que el terror al deseo, al descontrol y al abandono. ¿Se lo dije?
Piso 8
Siempre le tuve miedo a los caballos. A los perros, a las polillas, a los ladrones, a los lagartos y a las ratas, también.
Cuando veraneábamos en el campo, mis primos salían a cabalgar y yo siempre encontraba una excusa para quedarme en casa. Terminaba saltando en un elástico o juntando las palmas al ritmo de una canción ridícula junto a mis primas. Con ellas me sentía seguro. Cobarde, pero a resguardo. En ese tiempo, pensaba en la fortuna de las mujeres de poder hacer ese tipo de cosas sin tener que dar explicaciones. Mi debilidad, en cambio, no tenía lugar en este mundo.
Piso 7
Mi madre nos dejó el 21 de enero de 1984. Estábamos en la playa de Zapallar, justo al lado de una gran roca, viendo las olas formarse atrás de una balsa de madera y reventar a unos metros delante de mí. Mi padre estaba reclinado sobre una silla, leyendo el diario, con un traje de baño azul corto y una polera blanca ajustada. Yo jugaba a su lado, con los baldes que habíamos comprado esa mañana al borde de la carretera.
Mi madre dijo que iba a caminar. Yo quise acompañarla, pero mi viejo me detuvo. La vi irse con sus pies hundiéndose en la arena. Nunca regreso. ¿Y si la hubiese seguido?
Piso 6
Un día cualquiera, mi padre me encargó ir a comprar una bebida. Vivíamos en una casona amplia, junto a mis abuelos, en Providencia. Salí serio y bien peinado, con el puño de mi polerón en mi boca. Crucé responsablemente la calle Pocuro y caminé rápido, con la vista fija en el suelo. Entré en el almacén de don Armando, tomé una Coca Cola de litro y pagué con un billete de mil. Don Armando me preguntó por mi padre y me dio un par de palmadas en mi cabeza.
De vuelta, en el semáforo, la botella resbaló por la transpiración de mis manos y se reventó en el piso. Me quedé congelado, con mis piernas tiritonas y un sudor que me hacía arder los ojos. Sentí miedo, y por primera vez, ese fantasma ahorcando mi cuello.
Con el envase roto, algo se volvía a quebrar – violenta y súbitamente- dentro de mí.
Piso 5
Con mi padre mi relación era neutral. Ni muy cerca, ni muy lejos. Era un terreno que a ambos nos permitía vivir sin arriesgar demasiado. Él no sabía muy bien qué hacer conmigo. Necesitaba a un hombre y no a un alfeñique como yo. Nunca conversamos demasiado. Eran diálogos cortos, en monosílabos, de preguntas hechas y respuestas que se fueron repitiendo con los años. Ambos fuimos olvidados y estábamos cruzados por la misma herida.
Piso 4
Fue en segundo básico cuando mi profesora me pilló con los dedos entre mis piernas. Me sacó fuera de la sala y en voz baja me pidió que fuera al baño a lavarme las manos y la cara. Le hice caso y volví a mi puesto. Al rato, estaba otra vez con las manos bajo el pantalón. Me mandaron al sicólogo y en una habitación fría y bien cuidada, un hombre joven me decía que aquello era normal y que procurara hacerlo en privado.
Pero yo sabía que no era normal. Diez, doce o quince veces al día, no podía ser normal. Fui creciendo y conmigo esa sombra. Miles de orgasmos y ni un solo encuentro. Aquello era una salida, un escape a una vida placentera, a una vida que nunca tuve. Ahí estaba mi salvación, pero también mi culpa y mi secreto.
Piso 3
Con mi abuelo era diferente. No era lo que me decía, sino cómo me miraba. En sus ojos claros, me sentía querido, sin expectativas. Podíamos pasar horas en silencio. Él, hundido en su sofá frente a la chimenea, agitando los hielos de su vodka tónica. Y yo, al frente, sentado sobre la alfombra, con los audífonos bien pegados a mis orejas, escuchando Pink Floyd o los Doors y escribiendo tonterías en las servilletas de papel.
– Cuéntame qué escribes –preguntaba.
-Nada nuevo, tata.
-Vamos, léeme. Quiero escucharte otra vez.
Y yo leía, y el viejo bajando sus párpados y su frente, escuchaba con atención.
-Bien rulo, bien –me decía con su voz calma y ronca-. Tienes talento.
Y de nuevo esa mirada, tierna, segura y chispeante como los palos crujiendo en el fuego de la chimenea.
Cuando murió, yo también fui desapareciendo de a poco.
Piso 2
Dormía con la Angélica de vez en cuando. La primera vez que lo hice debía haber tenido unos cinco años. Era gruesa y morena. Tenía el pelo liso y las mejillas hinchadas. Pasaba horas pegada al teléfono cuando no estaba mi papá. Ella también tenía un hijo, el Fabián, pero vivía en Antofagasta.
Me llamaba “chico”, y me hacía la pieza, el almuerzo y la comida. A veces me llevaba al dentista. Me bañó y me vistió hasta los nueve.
Decía que dormía con ella. No siempre, solo cuando estaba asustado. La Angélica sentía mis pies y me metía a la cama. “Chiquitito, chiquitito” – me soplaba al oído- apretándome contra sus enormes pechugas. Olía a humedad. Me acariciaba en el pelo, en mi guata y luego más abajo, en el lugar de mi secreto. Después, un beso mojado en mi boca y un dulce de anís. Nunca me gustó el anís.
Piso 1
Pensé en mi mamá. Recordé la calidez de su cuello, mi cabeza descansando en su barriga, su mano apretada sosteniendo la mía, su olor a perfume francés, su piel azabache, sus cosquillas bajo el mentón, su respiración en mi nariz y sus brazos sujetándome en el mar. ¿Por qué nunca la busqué? ¿Por qué no volé hasta California para encontrarme con ella? Quizás, hubiese entendido. Quizás, me querría. Quizás, habría podido arreglar esa botella hecha trizas sobre la vereda. Quizás…
Estaba en eso, cuando sentí el calor del pavimento y mis huesos quebrarse en un “crack” que se mantuvo por unos segundos en el aire.
Ambulancia.
Había alboroto a mi alrededor. El sonido de las sirenas se oía como al fondo de una cueva y un tipo encaramado arriba mío, oprimía mi pecho con insistencia. ¿Estaba vivo?
De pronto, el ruido de las bocinas me pareció más lejano y espaciado y mientras el enfermero se afanaba en mi corazón -ahora con más enjundia-, lo vi, lo pensé o lo imaginé (no lo sé del todo). Allí estaba, la imagen de mi abuelo, sonriente, como esperando.
Y yo me fui con él, perdiéndome en la profundidad de sus ojos brillantes.
Por Matías Carrasco.
*Quizás. Tercer lugar en el Concurso Literario Gonzalo Rojas 2019.