LA POLÍTICA DE LOS AMANTES

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Mi señora me pilló con otra. Encontró cartas, mails y mensajes de texto. Todo muy comprometedor. De esas frases que se escriben con fuego, pasión y con el deseo loco de un nuevo y furtivo encuentro. Me sentí atrapado. No sabía bien qué hacer. No quería terminar así mis once años de feliz matrimonio. Desesperado fui por algún consejo.

Primero visité a MEO. Me recibió gentilmente en su casa, con un mojito y trozos de picaña para degustar. Me dijo que lo mío era una práctica progresista, audaz y propia de quienes pensamos en un Chile más moderno. Me sentí bien. Choro. Y me sugirió defenderme por Facebook. “Así no te cachetean” – me dijo. Y ni mencionar la evidencia. Simplemente sentirme herido. Y así lo hice. Se las canté clarita a mi esposa. Le escribí en mi muro que sus ataques no lograrían derrotarme. Que mientras más me disparaba con más fuerza me levantaba. Y le enrostré que lo suyo era sólo porque yo estaba llegando a los cuarenta estupendo, moreno y con canas. ¡Sana envidia! Me fue mal. Me trató de imbécil, mentiroso, ególatra y cara dura. Y me eliminó de su lista de amigos. Ningún solo like.

Seguí con Longueira. Enfático, fuerte y claro me aconsejó dar la cara. Me pareció sensato, valiente. Me invitó a enaltecer mis valores y defender mi honestidad. Dijo que responsabilizara a las viejas del barrio de la historia que habían armado y que lo mío no era un delito. Podía dormir tranquilo. Luego me aconsejó renunciar a la salida del club de toby de los martes y prometer volver cuando hubiese demostrado mi inocencia. Una vez más ni hacer mención a las pruebas en mi contra. Y emocionado visité a mi señora. Me fue peor. Escuchó sin hacer preguntas y cerró la puerta en mi cara. Algo, no sé qué, la había irritado.

Confundido, fui por Ominami. En un tono amable me aconsejó culpar a mi amante de todo este entuerto. Que era ella la que me buscaba y quién me había hecho tropezar en esa inmunda tentación. Y yo, ingenuo como un cordero, caí en la trampa. Agradecido por la ayuda, volví a intentarlo. Pero nada nuevo en el frente. Ella simplemente movió su cabeza de lado a lado como un gesto de desaprobación. No quería saber más de mí.

Y así fui tocando más puertas. Velasco me recomendó decir que había sido sólo un almuerzo sin importancia. A Pizarro no lo encontré. Seguía en el mundial de rugby. Navarro me dijo que lo hiciera parecer, no sé como, un accidente laboral. Y Michelle, otra vez, no sabía.

Decepcionado me tomé unos tragos y me embriagué. Y con la honestidad de un niño volví a mi hogar, la miré a los ojos, lloré arrepentido y pedí perdón. Ella, esta vez, me abrazó.

 


Por Matías Carrasco.

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NO APAGUES LA LUZ

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Ricardo, supe que estabas mal. Me enteré que tras tu fallido paso por el Festival de Viña te agarró una depresión que te tiene triste, abatido y desconectado del mundo. Y no es para menos. Fuiste devorado por el monstruo otra vez. Fracasaste.

Y lo hiciste en un mal momento, en la época del Chile prepotente y exitista. Lo hiciste en un país que se está acostumbrando a humillar, aplastar y denostar a quienes han caído en desgracia. Perdiste en una sociedad que exhibe con gusto copas, medallas, títulos y rankings, pero que maquilla sus pifias en kilos y kilos de bótox, silicona y Grecian 2.000. Nadie quiere mostrar sus heridas.

Con esto del malestar ciudadano, los abusos, las colusiones y la corrupción, varios se otorgan el derecho a ofender a diestras y siniestras, incendiar los prados, apedrear buses y camiones, putear, calumniar, burlarse y descargar toda su ira con el que sea. Por eso las pifias en masa. Por eso los memes. Por eso el bullyng anónimo, cobarde y despiadado. Y esta vez fue tu turno. Fuiste crucificado por encarnar los pecados de una muchedumbre simplona, cínica y arrogante.

La misma ciudadanía enconada en contra del poder, abusa también de él a través de las redes sociales, oculta tras pseudónimos y una amorfa masa digital. Y así, en nombre de la justicia, no dejan títere con cabeza. Se nos está pasando la mano.

No estamos midiendo el daño ni el impacto. No importa si hay familias o una vida que se puede venir abajo. Sólo por gusto largamos la pachotada, el improperio y esa pesadez a veces justificada, a veces gratuita. Y no se trata de abandonar las redes en el mar. Se trata más bien de dejar la práctica del arrastre, esa que hiere y despedaza. Debemos aprender a pescar con estilo.

Tengo que ser honesto. No me hiciste reír. Pero ya está. Dejémoslo ahí. Tampoco me río con el Club de la Comedia o las historias de Ruminot. Fue, para mi, una mala rutina. Pero no te lo tomes tan en serio. Todos los que pifiaron esa noche y los que avivaron tu tragedia después, esconden entre sus piernas sus propios fracasos. Y la mayoría de ellos no se atrevería a poner un solo pie sobre un escenario, ni siquiera en un bar de mala muerte. Tampoco habrían resistido la chifladera de tu primera intentona, hace cinco años, para después ponerse otra vez de pie.

No Ricardo. Ni ellos ni nosotros nos merecemos tu depresión. Todos fracasamos todos los días. La diferencia es que muchos no se dan ni por enterados. Pero lo tuyo, a tu pesar,  fue frente a todo un país.

Si fracasaste fue porque arriesgaste. Si perdiste fue porque estabas dispuesto a hacerlo. Equivocadamente o no, quisiste intentarlo otra vez. Y eso, más que el abucheo, merece una gaviota y el aplauso de tu querido público.

Ánimo, Ricardo. Ya lo hiciste una vez. No apagues la luz, loco. Queremos volver a verte reír.


Por Matías Carrasco.

 

 

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