POR EL DIÁLOGO

En estos tiempos, recurrentemente pienso en un cuento de Cortázar. Se llama, Las manos que crecen. El relato comienza con una pelea. Un sujeto dándole una fuerte golpiza a otro. “Plack golpeaba. Sin retroceder, Plack golpeaba”, dice la historia. Sus manos se movían a una velocidad prodigiosa, dándole en la nariz, en los ojos, en la boca y en el pecho al adversario. Y cuando el hombre tuvo al otro en el suelo, se fue caminando, admiró sus manos y se sintió contento. Luego sus manos comenzaron a crecer, a tal punto, que sus dedos se arrastraban por el piso y sus puños parecían las orejas de un elefante africano. De ahí la angustia, las miradas de horror de los transeúntes, la dificultad de girar una manilla, de subir a un bus o de tomar un taxi. Plack lloraba y gemía. Llegó hasta la consulta de un médico. Lo operaron. Al despertar, Plack pensó que era un sueño. Entonces sus ojos vieron los muñones.

Hoy vivimos en una sociedad combativa. Es extraño. Por un lado está la esperanza de una nueva constitución, de un Chile más justo, y por otro, el trajín de todos los días, ese estridente y hostil, que hace el aire más pesado y brumoso. Está en las redes sociales, en la discusión política (pobre, muy pobre), en los medios, y también en espacios privados, grupos de whatsapp, comunidades escolares y de distinto tipo. Hay una cierta tendencia a la lucha, a fijar posiciones y a iniciar una nueva pelea. Por lo que sea. Por lo que se hizo o por lo que no. De alguna manera el combate nos dota de cierta épica e identidad. Y así nos vamos, como Plack, dando golpes, sin retroceder. Pero no es gratis. Algo se pierde en ese intento furioso y adictivo. Plack perdió sus manos. Y nosotros, ¿qué?

Es urgente y fundamental que Chile avance en más igualdad, en más justicia, en más dignidad, pero también, en más diálogo. Es una palabra que hemos desdeñado. Tiene hoy, mala fama. No se trata de negociación ni mediación. Es un paso antes. Se trata de diálogo. De sentarse a escuchar al otro. No para convenir algo, no para preparar el filo de un argumento, sino simplemente para entender, o intentar entender, sus ambiciones y derrotas, su paz o su guerra, sus alegrías y resentimientos. Y desde ahí, vaya a saber uno, quizás aparezcan algunas salidas a nuestros laberintos. O tal vez, no. Pero encuentro, habrá.  Parece una locura, pero no lo es tanto.

Un estudio realizado por Criteria a fines de 2020, a más de 1.500 personas de todas las regiones, concluyó que un 90% de los encuestados piensa que es importante escuchar distintas opiniones para resolver los problemas; un 91% cree que es importante llegar a acuerdos en los grandes temas del país; y que un 67% dice que los problemas de Chile deben resolverse mediante un diálogo amplio entre ciudadanos. Como contrapartida, un 75% asegura que se ha instalado un clima de descalificación en donde no se respeta a quienes piensan distinto.

En una época efectista como la nuestra, que premia lo inmediato y espectacular, lo estruendoso y ofensivo, es difícil el diálogo. Lo suyo es discreto y silencioso. Como la buena comida. A fuego lento. Supone además valentía, apertura y humildad de quién se dispone a dialogar. Puede correr el riesgo (o la oportunidad) de cambiar de opinión. Pero hay que insistir. Sobre todo, quienes ostentan puestos de poder e influencia. Intelectuales, artistas, líderes políticos, sociales, y empresariales. Ellos y ellas deben colaborar, persistir en el diálogo y en la verdadera escucha. Es casi una convicción ética. No hacerlo incrementará la desconfianza y minará la convivencia del país en tiempos complejos y cruciales.

Algunos pensarán que todo esto es pura ingenuidad, optimismo o un cuento fantástico como los de Cortázar. Pero, felizmente, está ocurriendo. Instituciones, universidades, organizaciones, y pequeños movimientos están generando espacios de encuentro y conversación. Y ya hay conclusiones preliminares: Chile quiere conversar. El diálogo tiene que ser una causa. Tan importante como las otras. Yo me uno. Pongo mi firma. Por el diálogo.

Por Matías Carrasco.

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INFELICES

Izkia tiene razón. Hay infelices en el gobierno. Tiene que haberlos. También los hay en el Colegio Médico, en el congreso, en las iglesias, en las empresas, en carabineros, en sindicatos y directorios, en los periodistas, en el ejército, en los intelectuales, en los artistas, en los mapuches y en los huincas. Existen también entre las feministas y los machistas, en la primera línea, en la segunda y en la tercera. No quiero herir a nadie, pero infelices hay en todas partes.

El problema está en que no nos damos cuenta de eso. Es decir, de la propia condición de infelicidad. No me refiero a la infelicidad como a la desgracia o la suerte adversa, sino más bien, a lo que Izkia entiende por tipos (y tipas) infelices. A los de actuar ruin y deplorable.  De esos (y esas) repito, hay una montonera.

Quizás convenga esclarecerlo en la nueva constitución. En su primer artículo. Todos y todas nacemos igualmente infelices ante la ley. Tal vez, habría que ser más preciso. Los recién nacidos no son rufianes. Corrijo. Todos y todas nacemos igualmente buenos, pero indefectiblemente, podremos llegar a ser, le guste o no, en algún momento de la historia, hombres y mujeres infames. Eso podría dotarnos de la igualdad que buscamos y que aún no logramos conseguir.

Nadie está libre de tirar la primera piedra. Nadie está libre de ser un infeliz. De alguna manera todos lo somos. Es esto de las luces y sombras, que ya no vale la pena repetir. Es una semilla que cae sobre rocas, rígidas e inamovibles, como son las rocas. Estamos en la hora de las sombras de un lado y las luces del otro. Como el día y la noche. Pocos están dispuestos a asomarse a la ventana cuando amanece o cuando el sol se oculta, y se mezclan al fin, el brillo y la oscuridad.

Algunos piensan que estamos gobernados por una tropa de infelices. Incluso lo piensan aquellos que ya gobernaron, y era que no, también los llaman infelices. ¿Se da cuenta de que esto es una cadena? El tema es que muchos esperan que termine esta administración infeliz para, al fin, dar paso a los iluminados, a los que saben, a los impolutos, a los de una claridad envidiable. Pero no será de esa manera. Está escrito. Son los tiempos. Cualquiera que sea, de derecha o de izquierda, progre o conservador, del pueblo o de la elite, terminará por defraudarnos, como otros y otras ya lo han hecho. Si esperamos santos, encontraremos, simplemente, al ser humano.

Pero hay una salida a todo este embrollo. Sabernos infelices ayudará a bajar la guardia. Si entendemos, de una vez por todas, que a todos nos cortó la misma tijera, nos olfatearemos amablemente moviendo la cola, y no como perros entrenados a dar la pelea.  Es cierto. Hay infelices e infelices. Unos muchos más que otros. Pero compartimos la misma cepa y el mismo e imperfecto origen.

Tenemos al frente la oportunidad gigante de revisar lo que hemos hecho como país y dibujar el Chile que queremos en el futuro. Y para eso se necesita conversar, con apertura y diálogo, a pesar de las profundas diferencias que puedan existir. Porfiar en la línea de las ofensas y de las trincheras, solo alimentará nuestra propia e inherente infelicidad.

Por Matías Carrasco.

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LA CULTURA DE LA ULTRASEGURIDAD

Hace algunos días descubrí una filtración de agua en el jardín.  Era una tubería trizada. Nunca he sido bueno para estas cosas, pero me propuse arreglarlo yo mismo. Fui a la ferretería, pregunté, y volví con una sierra, una lija, un tubo, dos coplas y pegamento para pvc.  Hice el trabajo. Prendí la llave y una pequeña gotera, casi imperceptible, me dio un cierto aire de derrota. Volví a intentarlo. Esta vez el ferretero me aconsejó lijar muy bien todas las piezas. “Eso hace que el pegamento se adhiera”, me dijo. Ahí entendí. La lija no era solo para afinar los cortes, sino para generar desgaste, fricción y rugosidad en el tubo y sus conexiones. Si la superficie está plana y sin relieves, simplemente, no pega.

Algo de esto se habla en el ensayo “La transformación de la mente moderna”, de Jonathan Haidt y Greg Lukianoff. No se trata de cañerías rotas, sino más bien de lo que está ocurriendo en la mente de las generaciones más jóvenes y de estudiantes universitarios. El libro se refiere a la tendencia en distintas universidades de Estados Unidos – aunque la práctica se ha exportado a otros países y continentes- a la cancelación, a la funa o a la realización de actos violentos ante la expresión de ideas que les parezcan ofensivas o irritantes. A través de una serie de ejemplos bien documentados, ambos autores muestran que hay temas que no se pueden mencionar o debatir al interior de los campus. A veces basta una diferencia de opinión, una palabra dicha, un gesto o una disonancia con la postura prevaleciente para que los alumnos impidan la realización de una charla, veten públicamente a un directivo o logren forzar la salida de algún académico.   Y así, estudiantes y profesores andan con pies de plomo, temerosos a proponer una discusión provocativa, a decir algo equivocado o a salir en defensa de alquien que saben que es inocente por terror a ser acusados en la turba de las redes sociales. Son como jóvenes, plantea el ensayo, que necesitan mantenerse a salvo de las ideas que les resulten amenazantes. Como tubos lisos y sin repliegues.

¿Por qué sucede este fenómeno?

Haidt y Lukianoff plantean distintas aristas – la irrupción de las redes sociales, el dogmatismo, la polarización política, el pensamiento dicotómico, el desplazamiento conceptual del lenguaje- pero las reúnen en una tesis central: la cultura de la ultraseguridad. A su juicio, y con los mejores deseos, se han formado generaciones desde la sobreprotección física y emocional. Si antes debíamos preparar a los niños para el camino, hoy se prepara el camino para los niños. Intentamos, de alguna manera, correr los obstáculos y mantener el terreno despejado para que no se vayan a caer o a lastimar. “La seguridad es buena, por supuesto, y mantener a los demás a salvo del daño es virtuoso, pero las virtudes pueden convertirse en vicios cuando se llevan a los extremos (…) La cultura de la ultraseguridad  se refiere a una cultura o sistema de creencias donde la seguridad se ha convertido en un valor sagrado, lo que significa que las personas dejan de estar dispuestas a las contrapartidas que exigen  otras cuestiones prácticas y morales” – cita el ensayo.

Lo he visto y practicado. Padres poniéndole mantequilla al pan de su hijo de diez años; otros cortando la carne de su hija de doce; niños con menú especial para evitar las mañas; apoderados que solicitan la continuidad del profesor jefe para el próximo año para sortear el malestar de una nueva adaptación; mamás y papás que ceden ante los límites para impedir el berrinche; tantos que evitamos que nuestros hijos jueguen en la calle por miedo a que les vaya a pasar algo. En pequeñas cosas, vamos construyendo una coraza en nuestros niños, adolescentes y jóvenes que, paradójicamente, los hace más frágiles. “Como el sistema inmune, los niños deben exponerse a las dificultades y estresores (dentro de las formas acordes con su edad) o no lograrán madurar y desarrollarse como adultos capaces que puedan interactuar de forma productiva con las personas y las ideas que desafían sus creencias y convicciones morales” – señala el libro.

Es un tema interesante. ¿Cómo estaremos en Chile? Se nota este fenómeno más allá del mundo académico. ¿Y en las universidades? ¿Es posible debatir libremente de todos los temas? ¿Están los rectores, directivos y decanos haciendo algo al respecto? ¿O simplemente ceden ante la presión?

En mi segundo intento lijé muy bien las piezas. Lo hice con detención y cuidado. Puse el pegamento y calcé la tubería en cada conexión.  Di un pequeño giro. Prendí la llave de paso… ¡y funcionó! Ni rastros de agua ni humedad. Era eso. Había que pulir, desgastar, para que el pegamento funcionara y el agua corriera sin dificultad.

Por Matías Carrasco.

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