
A veces uno se empeña en creer. Por distintas razones. Porque quiere hacerlo, porque es mejor así, porque a la tumba se va con las botas puestas, porque si alguna vez creí conviene seguir creyendo, porque no puedo flaquear, o sencillamente, porque dejar de creer es aceptar, como en un duelo, que lo que alguna vez imaginamos ya no será.
Algo de esto me pasa con la Convención Constitucional. Hace tiempo creí, y mucho. Pensé que podía ser el rito que nos salvaría de días convulsos. Creí que sería el espacio para encontrarnos, para silenciar tanto griterío, para curar las heridas, para dialogar, para abrirnos al otro y a un futuro común. Pensaba (y lo sigo haciendo) que era la mejor salida, la más democrática, a la crisis que estábamos viviendo. ¿Cuál era la alternativa? Más violencia, más división, y una posible (muy posible) destitución del presidente, y el consiguiente daño institucional.
Intuía, por supuesto, que habría dificultades. Muchos entraron al Palacio Pereira arrastrando historias de exclusión y maltrato. Otros, hace poco, estaban en la calle lanzando piedras. Y varios llegaban sin conocerse, con un puñado de prejuicios anclados en sus cabezas. Por eso entendí la accidentada ceremonia inaugural, los disfraces, vistosas performances, intervenciones llenas de indignación y el peso exagerado de lo identitario y testimonial. Ya pasará, ya pasará, me repetía. Pero no ha pasado. Se mantienen las desconfianzas, la dinámica tribal, y ese foso profundo que divide a los convencionales (y de paso a los chilenos) en buenos y malos.
Se instaló, en parte de la Convención, un diagnóstico sombrío del país y de su historia. Es una mirada depresiva, por tanto parcial e injusta, de lo que somos. Más que admitir que hay cosas que deben cambiar, varios parecen convencidos de querer cambiarlo todo. Es cierto que hay desigualdades que se hace urgente corregir. También reivindicaciones que son importantes de atender. Se requiere de reformas profundas y estructurales. Pero no es verdad todo lo que de Chile se dice. A ratos pareciera que hemos vivido durante décadas en una tierra con una democracia de mentira y con un sistema e instituciones que solo oprimen, laceran, asfixian, y no nos deja vivir con libertad. ¿Somos solo víctimas? Y con esa imagen fija, como un velo que cubre los ojos, se van proponiendo normas con más sabor a revancha y soberbia, que a una mirada sensata y equilibrada de la realidad.
No ha sido un rito. Han sido varios. Seguramente distintos grupos han visto en la Convención un espacio que reconoce y valora sus propias necesidades y demandas. Los pueblos originarios, el movimiento feminista, las minorías sexuales, los animalistas, entre otros. Y eso, está muy bien. El problema es que, entre tanto pañuelo, consigna y convencional tirando del mantel, no ha habido tiempo ni ganas de celebrar el principal rito, el más sagrado, el que se prometió: el de construir la casa de todos y todas, sin exclusión. En vez, aprovechando la mayoría, aventajados por las circunstancias, se avanza atolondradamente, entendiendo la oportunidad, para hacer historia, porque ahora es cuando, de correr el cerco y hacer Chile a la pinta de un sector, grande, que ronca fuerte, pero que no es representativo del grueso de la nación.
Aún queda tiempo. Poco, pero queda. Algunos piden ver el texto final, antes del desencanto. Puede ser. Quizás debiera terminar esta columna diciendo esas frases hechas que caen bien, pero que suenan a consuelo o a una manera de alimentar, como un acto de fe, el optimismo: que ojalá enmienden el rumbo, que todavía hay espacio para mejorar, que tal vez, por qué no, se moderen las posiciones. Y lo diré: la esperanza es lo último que se pierde. No porque esté seguro, menos convencido, simplemente porque a veces se necesita, por cobardía o ingenuidad, seguir creyendo.
Por Matías Carrasco.