¿No?

El candidato presidencial, Daniel Jadue, utiliza una muletilla que podría servir como un símbolo de la política de nuestro tiempo. De tanto en tanto, al finalizar una frase, incluso en afirmaciones que por el tono de voz suenan a una verdad irrefutable, suelta un “¿no?” seco, preciso y bien pronunciado. Es un recurso extraño, que podría interpretarse como una duda de lo que se plantea, o bien, como una reafirmación de lo expresado, ¿no?

Y esto que puede ser anecdótico, es a mi juicio, el reflejo de una forma de hacer política cada vez más ambigua (convenientemente ambigua) y poco fiable. No hablo de los últimos 30 años, hablo de los últimos 30 meses, o incluso, 30 días. No me refiero solo al Partido Comunista, me refiero también al resto de los partidos. Es como si los políticos (o buena parte de ellos) se movieran, intencionadamente, en una zona líquida, sin bordes muy claros, queriendo parecer una y mil cosas a la vez. Es como un juego de máscaras, en donde uno no sabe bien con quién está tratando y cuánto de lo que se dice es realmente cierto.

Lo que se declara un día, podrá ser desconocido al siguiente. No se trataría de un legítimo cambio de opinión, sino de una vistosa voltereta en el aire como si nada hubiese pasado.  Este será el único retiro de 10%, ¿no?; el acuerdo por la paz y una nueva Constitución se basa en una hoja en blanco y dos tercios, ¿no?; los fondos de pensiones son de propiedad de cada uno de los chilenos, ¿no?; iremos juntos a primarias, ¿no?; juramos respetar la Constitución y las leyes, ¿no?; exigiremos un estatuto de garantía, ¿no?. La política del “¿no?” siempre guardará un espacio gris y sombrío, para retractarse si es necesario o girar el timón si las olas cambian de rumbo. Todo en función del mercado de los votos, twitter y las encuestas.

Se ha instalado una política publicitaria, de titulares gruesos, sexys y coloridos, pero con una letra tan chica, que se hace difícil leer. Hay algo tramposo en todo esto.  Siempre ha existido en política un manto oscuro y una intriga permanente. Pero el asunto es grave cuando se intensifica en una época en donde lo que más se requiere es recuperar la confianza en las personas y en las instituciones.

Algunos vienen advirtiendo de una crisis ética, y esto tiene que ver con eso. De cierta manera, todo vale, incluso el engaño (directo o solapado), cuando se trata de sumar votantes y alcanzar el poder. Si habría que pedir garantías del algún tipo, serían las de honrar la palabra y los acuerdos. La de mirar a la gente a la cara y hablar claro. La de asumir los márgenes de la realidad, y explicar con responsabilidad (otra virtud extraviada), lo que se puede y lo que no.

Es urgente que la política cambie de tono. Es fundamental que aparezcan hombres y mujeres – todavía los hay- que promuevan una práctica seria y honesta del servicio público. De lo contrario, seguirán profundizando el agujero que se encuentra justo bajo sus pies, poniendo en riesgo, no la suerte de una candidatura, sino de la democracia y de nuestro país.  Mal que mal, todos queremos un Chile mejor, ¿no?

Por Matías Carrasco.

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EL VALOR DE LA IGNORANCIA

Hace algunos días, en la terraza de su casa, un buen amigo me hablaba del valor de la ignorancia. Algo así como el solo sé que nada sé, de Sócrates, pero en una época en donde la información abunda y las verdades y posverdades se declaran y se repiten con la fe de los predicadores. Por eso me llamó la atención el hallazgo (o la advertencia) de darle a la ignorancia un lugar especial. Tiene que ver con la capacidad de saberse ignorante – total o parcialmente- y admitir la opción de estar equivocados, perdidos o perplejos.

Si nos hacemos conscientes de nuestra ignorancia, insistió mi amigo saboreando una copa de vino, estaremos más abiertos a las preguntas que a las respuestas. Y si damos con la pregunta correcta (dijo ahora dejando la copa sobre una mesa de madera) podremos encontrar soluciones más acertadas a las problemáticas que nos toca enfrentar. Miré tres cactus que estaban dispuestos como edificios altos en un rectángulo de piedras pequeñas. ¿Cómo reivindicar la ignorancia entre tantos que estamos anclados en ideas fijas y prejuicios, asustados como niños ante la incertidumbre? ¿cómo aceptar la ignorancia sin sentir la vergüenza de los analfabetos y el juicio de los que andan por ahí abrazando certezas?

Mi amigo me acercó una fuente con aceitunas verdes rellenas con pimentón. Tomé un par y me las eché a la boca. Si nos declaramos ignorantes, continuó, asumiremos que no está necesariamente en nosotros la mejor respuesta y que debemos contar con otros para encontrar la salida de los laberintos que de vez en cuando nos asechan. ¡Nos sorprenderíamos de cuánto saben los demás y de cuan errados podríamos estar en algunas de nuestras ideas!

Me acordé del arquitecto chileno y Premio Pritzker, Alejandro Aravena.  En una entrevista publicada recientemente, Aravena contaba que en las viviendas sociales existe, en general, un receptáculo para la ducha, porque los metros no alcanzan para una tina. Sin embargo, quisieron preguntarles a las mismas personas qué preferían: tina o calefont. La respuesta parecía obvia: calefont y receptáculo para la ducha. Pero se llevaron una sorpresa: “el 99% de las familias decía tina. Y lo que más me impactó fue la razón que dieron: como tenían que ahorrar 10 UF para acceder al subsidio, al recibir la casa ya no tenían plata para el gas, por lo tanto agarraban el calefont y lo vendían. En cambio la tina, como hay una política pública que te entrega agua, la podían usar desde el día uno. En los blocks de esa época, además, el 95% de los conflictos entre vecinos eran por baños que filtraban agua de un piso al otro” – explicaba el mismo Aravena.

Al final, dijo mi amigo de pie mientras admiraba un Liquidámbar de una casa vecina, se trata de tomarse a las personas muy en serio. Y eso significa sacudirse de los paradigmas, y disponerse a escuchar a los otros, saber quiénes son, qué quieren, cómo viven, qué necesitan. Sería algo así como desensillarse de los aperos y monturas que llevamos hace años, con el cuidado de los arrieros.  

Me acompañó hasta la salida. Pensaba en el valor de la ignorancia en un tiempo tan movido, confuso y ruidoso como el nuestro. Pensaba en Sócrates y su luz legendaria. Pensaba en nuestros líderes, políticos, empresarios, comunicadores, ciudadanos y constituyentes, y en la conveniencia de que nos sepamos todos ignorantes.

Nos quedamos conversando algunos minutos frente a la reja entreabierta. Mi amigo me contó que estaba evaluando comprar un perro. Me preguntó qué raza sería la mejor. Levanté las cejas y los hombros y dije: “no sé”. Él rió y yo me fui caminando, pisando las hojas en el suelo.

Por Matías Carrasco.

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