QUE NOS DUELA

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No quiero seguir apuntando con el dedo. Ya están apuntados. Políticos, periodistas, presidentes, ex presidentes, empresarios, autoridades, carabineros, militares y “el sistema”. Ya está todo más o menos dicho. A veces en su justa medida, a veces de manera irracional y destemplada. Nadie está muy dispuesto a racionalizar por estos días.

Es fácil andar por la vida apuntalando. Incluso podemos correr la suerte de convertirnos en héroes, sobre todo si los acorralamos en televisión o en las redes sociales. Si los otros son los culpables, entonces somos víctimas. Y las víctimas, solo padecen. No recae en ellos ni en ellas ninguna responsabilidad. ¿Somos eso? ¿Hemos sido solo un montón de abusados, ciegos ante la maldad de los poderosos? ¿Vimos la luz, de repente, como una epifanía?

Prefiero, en cambio, devolver la mirada. Esto se resuelve en gran parte por lo que pueda hacer el Estado, los parlamentarios, las autoridades y las instituciones públicas y civiles. Pero también por lo que puedan hacer las personas. No estamos libres de pecado, ni de hipocresía, ni de la vehemencia que nos ciega.

Seamos honestos. En Chile existen los olvidados, pero también los que olvidamos. Están los invisibles y los que nunca vieron. Duela a quien le duela, la desigualdad la construimos entre todos. O casi todos (siempre hay humanos excepcionales). Esto no se trata solo de marchas o de beneficencia. Es algo más estructural. Tiene que ver con cuánto hemos estado dispuestos a perder por el otro. ¿Existe? ¿Realmente hemos sido conscientes del otro? ¿Hemos definido nuestras formas de vida, nuestros presupuestos, nuestros sueños, pensando en alguien que sufre y existe a kilómetros de distancia?

Si no nos ha dolido, no hemos sido justos. La justicia no es una fiesta. Es sencilla y silenciosa. Incomoda como una piedra en el zapato. ¿Hemos optado por una vida más incómoda pensando en el bienestar de todos? ¿o cada uno se rasca con sus propias uñas? Esto se da en todos los niveles.

De la noche a la mañana, el sistema nos parece cruel e injusto. Las concesiones, una mierda. La modernización, una basura. Un sistema que otros construyeron pero que hemos disfrutado como un banquete eterno. El consumo es el rey. ¿Quiénes le rinden pleitesía? ¿otra vez somos víctimas? ¿o reventamos internet en el Cyber Day (hace solo unas semanas) tiritando en un orgasmo capitalista? ¿Nos acordamos, entonces, de los descolgados?

Lo siento. Lo que estamos viviendo no es una hazaña ni un carnaval. Es una crisis dolorosa y violenta, que trae consecuencias para todo el país. Atrás de la esperanza de un Chile más justo, está el precipicio de la demagogia y el populismo, de las voluntades y de los discursos estridentes, pero vacíos.

Tal vez lo más lúcido que hemos visto en estas semanas difíciles, sea la carta de renuncia de Javiera Parada a su partido. Hizo algo inédito para la refriega que hemos protagonizado. Pensó. Se miró a sí misma y a su coalición. Se desafío. Se cuestionó. Vio las propias miserias. Y finalmente, renunció. Perdió. Entendió que también podía ser parte del problema y de la solución. Seguramente estará en su propio duelo.

Es tentador seguir apuntando. Es lo que dicta la intuición y la masa vociferante. Pero si lo hacemos, si solo disparamos al frente, perderemos la enorme oportunidad – casi como un llamado ético- de mirarnos con la honestidad que exigen los momentos duros de la vida.

Mirémonos y que duela. De otra forma, no habrá jamás verdadera justicia y paz.


Por Matías Carrasco.

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LA RAZÓN

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En otros años, cuando estudiaba en la universidad, un profesor de filosofía, viejo y de aspecto particular (parecía un duende o un alquimista), me enseñó de esas cosas eternas que nunca se escapan de la memoria. En una de sus clases, en una intervención cualquiera, un compañero comenzó diciendo “yo creo que…”. El maestro lo interrumpió y con una voz grave dijo algo así como: “creer es un acto de fe. Si lo que dices lo crees, entonces partes de una opinión inamovible. Lo correcto sería decir ´pienso que`. Así le das espacio a la razón”.

Me acuerdo de esto cuando veo las opiniones sobre lo que está ocurriendo en Chile en las redes sociales. La mayoría de los comentarios parten de un acto de fe. Aún ateos o agnósticos, se aferran a sus creencias como si fueran cruces o altares. Son juicios que se instalan con la rigidez de una estaca en los cerebros y no hay nadie ni nada que los pueda sacar de ahí. Y así, todos los argumentos o posteos se van acomodando a la tesis que – tácita o explícitamente- buscan defender.

Es natural. El ambiente crispado cede paso a las pasiones y en ese acalorado round cada cual anda diciendo lo que se le venga en gana. El simplismo se apodera de todo, crecen los estereotipos, las caricaturas se van dibujando y el pensamiento se mantiene preso y con la boca amordazada. Más que entender, importa creer en las catedrales que nos hemos inventado, que nos protegen y nos dejan con la conciencia quieta.

Lo que vemos son posturas rígidas como faros, pero que no alumbran a nadie. Más bien dictan y sentencian. O se es malo y fascista o se es bueno y revolucionario. No existen aquí las hendiduras y los matices que exigen la realidad y la razón. Se pretende ver todo desde una superficie plana, pura y sin relieves. El mundo como una llanura y no como una intrincada cordillera.

Hay una pobre y fea batalla en las redes sociales por imponer las propias posturas. Es cierto. Puede usted ganar su pequeña lucha ideológica. Tal vez sienta hasta un regocijo cuando sus seguidores (iguales a usted, por eso lo siguen) lo llenen de likes y corazones. Y después, ¿qué? Como un globo, todo se desinfla.

No solo debemos exigirles a nuestras autoridades y políticos un nivel a la altura de los momentos difíciles que estamos viviendo. No es solo en el Congreso donde se ha visto un debate vergonzoso, violento e inútil. Nosotros, simples ciudadanos, también tenemos que dar el ancho y hacer un esfuerzo por aportar a un Chile más justo, pero también más abierto y dialogante. Enfriar las cabezas. Mirar. Escuchar en silencio. Pensar.

Gabriel. Así se llamaba mi profesor. Entiendo que ha muerto. Quizás se haya convertido definitivamente en un duende o en un ángel hechicero. Era un tipo de buen humor. Ojalá nos esté susurrando, desde alguna parte, “la razón, la razón, la razón”…


Por Matías Carrasco.

Foto, emol.

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DAN GANAS DE LLORAR

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Dan ganas de llorar. Es el sentimiento que tengo. No es rabia. No es indignación. Es una tristeza honda e inesperada. Es extraño. Había tenido otras tristezas, pero no una como ésta. Debe ser la violencia, pienso. Eso me pone mal. Es el ímpetu y esa fuerza abrumadora que quema, destruye y mata. Chile se fracturó por una patada bien fea.

Dan ganas de llorar. Ver a otros celebrar, sonreír o fotografiarse frente a la tragedia, es para llorar. ¿No entienden la derrota de un país? Es la ira desatada. Es la revancha que soñaron. Es la réplica furiosa a una desigualdad inmoral. Aún si ganaran. Todavía si quemaran toda esta tierra. ¿Qué queda? ¿Cuál es la victoria? Tal vez sea la venganza y el sabor de ver al poder de rodillas. ¿Qué más? ¿Qué nos deja un país en llamas y sus muertos? Chile se levantó, pero pisoteando, y fuerte, esa dignidad que con justicia dice reclamar.

Dan ganas de llorar. No conocía hasta ahora el odio de Chile. Motivos habrán, pero ver el rostro del desprecio, su palabra destemplada, sus ojos idos, sus piedras y sus armas, me abate. El ser humano contra el ser humano, es la escena más feroz. Se enfrentan como si fueran animales, jaurías furiosas, enemigos. Pero son personas. Seguramente al milico lo espera en su casa una mamá angustiada, parecida a la madre del cabro que anda prendiendo fuego en las estaciones. Familias similares, sencillas, que padecen los mismos males de la marginalidad y la pobreza. Pero ahí están, midiéndose, azuzándose, jugando con la muerte.

Dan ganas de llorar. Ver a un país quebrarse de la noche a la mañana, nos deja perplejos. A pesar del ruido, de las sirenas, de los helicópteros, del estruendo, de las cacerolas y bocinazos, siento silencio. El silencio de tantos que no saben qué decir, qué explicar, qué esperar. El silencio de la impotencia. La boca muda que nos deja el miedo. Ya sabemos. Nos lo han dicho. Fallamos. Durante décadas no vimos lo que hoy nos están enrostrando con la luz del fuego. Falló la política, la elite y quienes gozamos de privilegios. Nunca lo quisimos ver. Como dice un buen amigo, habrá que hacerse cargo.

Dan ganas de llorar. La política, tan importante, aún con todas sus pifias, tan relevante para la democracia, ha mostrado su cara más mezquina. No podría decir que son todos, pero he visto en estos días declaraciones cargadas de ideología, de oportunismo y que solo buscan llevar agua a sus propios molinos. Autoridades, incapaces de condenar la violencia. Otros que apoyan el alzamiento, sin distinción. Algunos, caradura, que buscan culpar al gobierno de turno de este embrollo, exculpándose ellos como si fueran impolutos, como si esto se tratara de una historia reciente. Malas noticias. Izquierda y derecha, han sido vencidas.

Dan ganas de llorar. Por la convivencia quebrada. Por los chilenos. Por nuestros hijos. Por el país. Tal vez haya que hacerlo. Llorar un buen rato, para que después llegue la calma y la reflexión, muy necesaria en estos días.


Por Matías Carrasco.

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ALGO MÁS QUE MALESTAR

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Es cierto. Chile es un país tremendamente desigual. Se ha dicho hasta el cansancio. Es una olla a presión, se advertía, que en algún momento va a explotar. Y explotó. El destacado columnista Carlos Peña explicaba hace un par de años -a propósito de la disminución en las cifras de pobreza en Chile- que las sociedades en donde la inequidad es peligrosa e intolerante, son aquellas que distribuyen recursos en base a factores adscriptivos (como la cuna o las diversas formas de estatus) y no al mérito o al esfuerzo. Para evitarlo, planteaba Peña, algunas sociedades tratan que el sistema escolar sea independiente del ingreso de las familias; distribuyen con mayor igualdad bienes básicos, desde la vivienda y la salud al consumo cultural; y sancionan la discriminación (por ejemplo, la distribución de niveles salariales en base al aspecto o el linaje). Finalmente concluía: “hay que alegrarse de que los pobres disminuyan; pero ello no debe hacer olvidar que la sociedad chilena está todavía lejos  de los ideales que animan a una sociedad democrática concebida como una sociedad de iguales. Iguales no porque cada uno tenga lo mismo que cualquier otro, sino iguales porque cada uno tiene tanto como, a la luz de su esfuerzo, merece”.

Adhiero a su mirada y también percibo que la injusticia social en Chile está a la base de la violenta y desatada jornada de ayer. ¿Pero será solo eso? Pienso que no. De ser así, todos quienes se han sentido vulnerados, agobiados y oprimidos, reaccionarían de la misma forma: quemando, destruyendo, sin sopesar las graves consecuencias que esos actos causarían a millones de chilenos. Una mujer sencilla, en la caja de un almacén, me comentaba con rabia lo que vio en las calles: “los que nos sacamos la cresta trabajando, no actuamos así”. ¿Qué es lo que marca la diferencia? ¿Unos son apáticos a la desgracia humana y otros serían la versión moderna de un Robin Hood capitalino, a quién deberíamos agradecerle su violenta lucidez? ¿Será así de simple?

Sumo al malestar social, una suerte de malestar ético que nos afecta a todos. “Ética” es una palabra jodida porque nos suena a normas y costumbres que deben regir nuestro actuar. La prefiero entendida como el instrumento para discernir el uso de nuestra libertad, apuntando siempre a tener un “buen vivir”, como le decía el escritor español, Fernando Savater, a su hijo de 15 años en el libro “Ética para Amador”.

En un mundo complejo como el nuestro, la ética, lamentablemente, ha perdido su espacio y su valor. Hace rato ya y en todos los sectores. Y no hablo de reglas, sino más bien del entrenamiento del pensamiento para que cada cual decida qué hacer, pero tomando plena consciencia de la responsabilidad de lo que se hace, con uno mismo y con los otros. Pero no hemos dado el ancho. La ética se nos extravió. Ha fallado la clase política, empresarial, las iglesias, las instituciones de orden, y una montonera de organizaciones que antes gozaban de cierto prestigio y hoy han perdido confianza. Es lo que sabemos. Pero nosotros. Usted y yo, señor lector. ¿Cómo andamos por casa? ¿Actuamos realmente con honestidad o evadimos y hacemos el atajo cada vez que podemos?

Nadie sabe bien dónde está la brújula para volver a encontrar el norte de la ética. Quizás por eso algunas autoridades políticas – adultas, educadas, bien informadas- avalan los disturbios, dudan al momento de condenar los hechos vandálicos o prefieren, simplemente, sacar provecho político de la situación culpando al bando contrario. Es triste y preocupante el nivel.

Hay que recuperar la ética y subir la vara de nuestro actuar. No es fácil. Existen encrucijadas morales que se hacen difíciles de resolver y exigen abrir la cabeza, ponerse a pensar (otra práctica que lamentablemente está en retirada) y sobre todo perder. Algo queda atrás en cada decisión.

Vuelvo a la “Ética para Amador”, un texto que recomiendo por su importancia hoy y por su prosa campechana y profunda. El padre, le enseña a su hijo adolescente: “ningún orden político es tan malo que en él ya nadie pueda ser ni medio bueno: por muy adversas que sean las circunstancias, la responsabilidad final de sus propios actos las tiene cada uno y lo demás son coartadas”.

Siempre existirá, en alguna parte, por estrecha que sea, el poder de decidir.


Por Matías Carrasco.

 

 

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LA PREGUNTA Y LA INTEMPERIE

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El día en que se acaben las preguntas, se acaba el pensamiento. Detrás de una interrogante hay posibilidades y exploración. La pregunta abre, desafía, interpela. La respuesta cierra, define, asegura. Algunos prefieren las certezas porque necesitan la estabilidad de una realidad concreta, sin ambigüedades. Otros disfrutan de las preguntas porque aún no llegan a destino y se sienten cómodos en el terreno de la ausencia.

Para quienes gustan del pensamiento, la pregunta no puede ser esquivada. Ninguna debería tener la boca prohibida. Ni las más feroces. Sin embargo, le tememos. Percibimos en la pregunta un precipicio y no un puente a un mundo nuevo.

En estos días ha generado escándalo en las redes sociales un texto escolar de sexto básico que pregunta a los alumnos por aspectos positivos y negativos de la dictadura militar en Chile. Algunos ya pusieron cara de espanto: que cómo es posible; que cómo cresta preguntan por las bondades de una dictadura; que eso es relativizar la violación a los derechos humanos; que es una apología a los crímenes de Estado; etc. Inmediatamente, la institución a cargo del material salió a aclarar el entuerto y terminó por “agradecer la retroalimentación” y que lo tomarían “como una oportunidad de mejora”.

Y yo que la había encontrado una pregunta interesante. Me gustaría que mis hijos lo pensaran. ¿Puede haber algo positivo en una dictadura? Me encantaría que se informaran, que leyeran, que buscaran en internet y que llegaran a casa a preguntarme a mí, a su mamá o a sus abuelos por esa parte de la historia. ¿Es posible la luz en la oscuridad? Los imagino despiertos, curiosos, intentando dar con sus propias respuestas. Seguramente preguntarán por lo que pasó. Les respondería a mi manera. ¿Y qué se hizo en todos esos años, papá? Quizás tendría que abrir los naipes y hablar de distintos ángulos. La vida tiene ángulos (aunque algunos insistan en verla sin repliegues). Comentaría de la economía, de los Chicago Boys, de la infraestructura, de la pobreza, del progreso, de la crisis del 82, de la sociedad de los setenta y de los ochenta, de la privatización de las empresas y sus irregularidades. Les hablaría de Allende y del golpe. Tendría que referirme al marxismo y al capitalismo. Algo les diría de la guerra fría. Bajaría la voz y les contaría de los muertos, del odio, de las torturas, de los grupos armados, de los detenidos desaparecidos, de los hombres y mujeres arrojados al mar o a los hornos de Lonquén, de los ejecutados, del Informe Rettig, de la Vicaría, del atropello a los derechos humanos, del atentado a Pinochet, de las libertades amordazadas, de los exiliados, de los que nunca más volvieron. También les hablaría de aquellos que lucharon pacíficamente contra la dictadura.

Intentaría narrarlo con neutralidad, escogiendo los hechos más significativos. Pienso que luego arremeterían con otra pregunta. ¿Y hay algo positivo en todo eso, papá? Su cuestionamiento me abre la cabeza. Opto por conversarlo. ¿Qué piensan ustedes? Y ahí nos quedaríamos, sentados en el sofá, intentado líneas en el amplio océano de una pregunta jodida. Confío en que llegarán a sus propias conclusiones. Esperaría que volvieran con nuevas encrucijadas.

Tal vez hubiese sido más fácil cerrarlo como acostumbran los amantes de las certezas. ¡De eso ni hablar! ¿Quién carajo les manda esa pregunta? Nada bueno salió de allí. Ellos se quedarían atrapados en una verdad irrefutable, de esas que se imponen no por sus argumentos, sino por el peso de la voz firme y autoritaria. Yo me hubiese evitado tanta cháchara y podría haber seguido leyendo el diario con tranquilidad.

Pero no. Prefiero el filo de las preguntas y el riesgo de la intemperie. Ahí se saborea el pensamiento y la libertad.


Por Matias Carrasco.

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