EL DAÑO

daño

Cada vez con más frecuencia nos enfrentamos a cuestiones valóricas que debemos resolver. La modernidad y el desarrollo nos han traído distintos temas que nos proponen una problemática compleja, situaciones límites de la vida, historias que se tejen en las fronteras y que hemos debido abordar.

Así han aparecido en el último tiempo discusiones como el aborto en tres causales, el proyecto de identidad de género, el matrimonio igualitario, la adopción homoparental y últimamente algunas propuestas para debatir sobre la eutanasia. ¿Cómo abordar este tipo de conversaciones en una sociedad como la nuestra?

Para algunos las respuestas son muy claras. Existen convicciones, paradigmas o enseñanzas religiosas que hacen fijar posiciones inamovibles. Ahí estarán quienes defienden la vida desde la concepción hasta la muerte natural o miran al ser humano desde una única verdad, donde solo ciertas cosas son posibles. Y también estarán quienes defienden los derechos individuales y sienten que desde ahí cualquier práctica es admisible. Dirán que la mujer tiene derecho sobre su propio cuerpo, por tanto tiene la libertad de abortar a quién crece dentro de ella.

Pero existimos otro grupo que frente a estas situaciones, duda. Sentimos estar delante de verdaderas encrucijadas morales o laberintos humanos donde no es difícil perder la orientación y la salida. Pero he descubierto una brújula que, al menos a mi, me ha ayudado a encontrar el camino o a visualizar algunas huellas, más allá de toda ideología: el daño.

Cada vez que se debate sobre estos asuntos, me pregunto por el daño. Donde no hay daño a otros, la ley debe entregar libertad. ¿Por qué restringir el matrimonio entre personas del mismo sexo en un Estado laico como el nuestro? ¿A quién hacen daño dos hombres o dos mujeres que deciden casarse y comenzar una vida juntos?

Pero donde existe daño, la ley debe poner restricciones. Es el caso, por ejemplo, del aborto libre. Querámoslo o no, existe un evidente daño, en este caso la muerte de una vida que está en gestación. ¿Es suficiente el argumento del derecho de la mujer sobre su cuerpo para justificar una legislación de aborto sin límites de ningún tipo? Pienso que no, porque existe daño.

Pero hay otras situaciones donde, aparentemente, el daño puede ocurrir en dos direcciones. Es en estos casos donde se busca evidencia científica, documentación y se consulta la opinión de especialistas. Es lo que está sucediendo hoy con el proyecto de identidad de genero que se debate en el Parlamento. Algunos piensan que el cambio de sexo registral puede generar un daño tremendo a un niño que aún está en pleno desarrollo de su identidad. Pero para quienes viven en carne propia estas historias, señalan que la falta de aceptación social es un motivo suficiente para llevar a niños y a adolescentes a atentar sobre sus cuerpos y sus propias vidas. O lo que sucede también con la adopción homoparental. Unos piensan que los niños pueden salir perjudicados y otros señalan que pueden crecer íntegramente con dos papás o dos mamás. Y los expertos no tienen abundantes pruebas para entregar un veredicto claro. Entones, ¿qué hacer?

En estos casos, lo recomendable es disponerse a conocer. Deshacerse de los pesados paradigmas, prejuicios, creencias y aventurarse a ponerse en los zapatos de quienes viven situaciones como éstas. En ellos y ellas estarán buena parte de las respuestas que buscamos. Y así, no serán otros quiénes nos dirán qué pensar, sino que será nuestra propia certeza o intuición, la que nos darán las pistas para fijar una postura.

La difícil ecuación del daño nos puede ayudar a resolver, en parte, estas encrucijadas morales y el ejercicio de conocer otras realidades, también aportará en este desafío, pero lo que es más importante, promete hacernos más humanos.

 


Por Matías Carrasco

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EL BRAMAR DE LAS OVEJAS

A woman dressed as a character from the nativity scene puts a lamb around the neck of Pope Francis as he arrives to visit the Church of St Alfonso Maria dei Liguori in the outskirts of Rome

Soplan vientos de cambio. Tras la pública carta enviada por el Papa a los obispos chilenos, se pronostican para este rincón angosto y alejado del mundo, movimientos al episcopado local. Algunos hablan de terremoto. Otros de reforma. Varios hablan de una intervención histórica y ejemplificadora. Es difícil aventurar conclusiones todavía.

Pero lo cierto es que Francisco reaccionó. Después de mucho tiempo, de infortunios y algunos desaguisados, el Obispo de Roma despertó. La pregunta que se repite por estos días es, ¿quién le mintió al Papa? Pero me parece que hay otra interrogante más interesante: ¿Quién lo despertó? ¿Quién lo hizo reaccionar? ¿Qué lo hizo cambiar de opinión?

Aparentemente no fue la jerarquía de la Iglesia. No como cuerpo, al menos. El Nuncio tampoco estuvo a la altura. No fueron los solideos, las sotanas ni grandes cruces doradas colgadas al cuello las que, mayoritariamente, motivaron el remezón en la Iglesia.

Esta vez fue una comunidad indignada quién levantó la voz durante años para hacerse escuchar. Fueron principalmente las víctimas de abuso las que valientemente enfrentaron el poder, el silencio y la desidia. Fueron laicos quienes organizadamente – desde Osorno y otros rincones de Chile- hicieron ruido. Los medios de prensa también hicieron su parte, exhibiendo en vitrina una historia de abusos y encubrimiento. En definitiva, fue el bramar de las ovejas la que despertó al pastor.

Y esto es un hecho que merece ser destacado. Sobre todo en una Iglesia que castiga la disonancia, que enjuicia a quienes “cantan fuera del coro” y que celebra la uniformidad de sus fieles, esa que ahoga la conciencia y el discernimiento personal. Por eso este es un antecedente muy importante. ¡Los laicos deben ser protagonistas! ¡Los laicos deben hacerse un espacio! ¡Las ovejas deben seguir bramando, incansablemente, sin miedo, porque también son comunidad y son Iglesia!

Una Iglesia en aprietos, apuntada por graves delitos y a autoridades cuestionadas por su labor, nos regala la oportunidad de abrirnos a la dimensión humana. Las pifias, los crímenes, nuestras faltas, nos hacen ver más humanos. Los laicos, inspirados en la figura de Jesús, estamos llamados a pensar y a actuar confiados en el propio espíritu, adulto y capaz. Debemos abandonar esa fe infantil, que espera órdenes, acata y obedece, sin más.

No sabemos que pasará en mayo próximo, tras la visita de los obispos al Vaticano. Pero sí sabemos que llegó el tiempo de los laicos. Habrá que saber tomar esa oportunidad.

 


Por Matías Carrasco.

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SEGUIR CREYENDO

EZZATI copia

Hace un año tuve la suerte de conocer a los padres de una niña trans. No fue un encuentro fortuito. Fue una conversación que busqué tras enterarme de que un colegio católico había aceptado que la niña de solo siete años viviera con libertad su decisión.

Tras conseguir los nombres de sus padres, me contacté con ellos y generosamente me invitaron a su casa a escuchar, de primera fuente, su historia. Eran personas normales. Una pareja común y corriente, católicos como yo, sencillos y acostumbrados a una vida tradicional. No eran activistas y menos portadores de la ideología de género. Eran más bien personas centradas, tranquilas, que solo querían darle una vida feliz a su pequeña hija. Se notaba el rastro del dolor y la angustia, pero también un amor inmenso frente a lo que para ellos era un misterio.

No solo salí emocionado de ese afortunado encuentro, sino también con la idea de que me podría haber tocado a mí. La cita, íntima y conmovedora, cambió mi mirada, me acercó a las fronteras de un mundo distinto y me permitió entender que la vida, querámoslo o no, tiene más laberintos que lo que insistentemente llamamos “normal” o “natural”. Esa noche no dormí.

Por eso es que cuando escucho las desafortunadas palabras del Cardenal Ricardo Ezzati, pienso que a quienes guían los pasos de nuestra iglesia les hace falta disponerse a conocer. Estoy seguro que el Obispo no quiso hacer daño. Pero estoy convencido que detrás de sus palabras existe desconocimiento de lo que habita en el alma, en el fondo más lejano, de quienes sufren de esta condición. De lo contrario, no hubiera dicho lo que dijo.

En las últimas décadas la iglesia chilena ha preferido detener la historia, atrincherarse y defender un legado de más de dos mil años. Y una vez levantado el fuerte y los escudos, lo único que ven al frente son enemigos, confabulaciones e ideologías que no siempre resultan ser tales. Y al pasar, sin quererlo, van haciendo daño.

La alternativa sería destruir las murallas, bajar los puentes y decidirse a meterse en el mundo de hoy. Sin el miedo de tener que defender un tesoro que nadie les quiere robar. Tal como lo hace un verdadero pastor: meterse en medio del rebaño. No para cazar o esquilar sus ovejas, sino solo para conocerlas e impregnarse de su olor.

¿Estoy diciendo con esto que los obispos deben estar de acuerdo con la ley de identidad de género que se tramita en el Congreso? Por supuesto que no. Ellos y la Iglesia Católica son libres de pensar lo que quieran. Están en su legítimo derecho. Pero si en sus hombros cargan con la tarea de orientar a millones de fieles con el mensaje de Jesús, un hombre justo, misericordioso y caritativo, tendrían que, al menos, bajar de la torre y sumergirse en aguas que por muy desconocidas que les parezcan, pueden darles a ellos y a otros, una vida nueva.

No es solo Ezzati quién, a mi parecer, ha equivocado el camino. Son nuestros líderes eclesiásticos y buena parte de los laicos quienes han querido, muchas veces, enseñar a un Dios inmóvil, lejano, frío y al margen de la historia. No como a ese que a mí me mostraron: humano, amigo, bueno, acogedor y empapado de la sangre de las heridas más profundas de nuestro mundo. En ese creo y, espero, seguir creyendo.

 


Por Matías Carrasco.

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COMPARTIR LA VIDA

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Compartir la vida se ha transformado en una costumbre rutinaria. En Facebook e Instagram exhibimos nuestras historias, trofeos, días de vacaciones, viajes, premios, medallas, diplomas y el orgullo de ver a nuestros hijos crecer. Nos juramos amor eterno, celebramos nuestros aniversarios, el primer día de clases, la entrada a un esperado concierto o simplemente compartimos con otros nuestra última tenida. Y tras la publicación, vienen los likes, comentarios y la aprobación de un montón de ansiosos espectadores.

Todos quienes habitamos en las redes sociales somos parte, en mayor o menor medida, de este circo. Nos hemos transformado en adictos a la imagen, al reconocimiento público, al egocentrismo y al vértigo de ver nuestras vidas navegar rápidamente por internet. Algo detrás de ese sospechoso click o de ese comentario al pasar nos hace sentir mejor. Y como cualquier droga, su efecto es placentero, pero corto y fugaz.

Es lo que Mario Vargas Llosa, en su libro “La civilización del espectáculo”, comenta como parte de una cultura que ha puesto al entretenimiento en un sitial especial, como un valor supremo, en desmedro de otras formas de mirarnos y relacionarnos. “Con la desaparición del dominio de lo privado, muchas de las mejores creaciones y funciones de lo humano se deterioran y envilecen, empezando por todo aquello que está subordinado al cuidado de ciertas formas, como el erotismo, el amor, la amistad, el pudor, las maneras, la creación artística, lo sagrado y la moral” – dice.

Pero el problema no está en querer compartir nuestra vida, sino en dejar de hacerlo de manera real. Porque al otro lado de lo público, del espectáculo, del mundo de los simpáticos emoticones, está la intimidad. Y es justamente en ese rincón tranquilo, apacible, único y propio donde podemos generar relaciones genuinas. Lo íntimo vincula, aún sin un solo like.

Porque en la intimidad no podemos filtrar nuestras fotos. Aparecemos tal y cual somos. Allí, en la cercanía de lo privado, se descubre todo aquello que mantenemos oculto en el mundo virtual. Estarán ahí también nuestros fracasos, dolores,   desamores y pifias. En la intimidad, solo cuando somos cómplices, podemos mostrarnos en pelota.

En una sociedad ruidosa como la nuestra, hay que buscar la intimidad. En medio de la trampa de la imagen y la aprobación, hay que buscar intimidad. En una ciudad atareada, presurosa y agresiva, hay que insistir, con porfía, hasta encontrar la intimidad. Y en ese silencio, compartir con nuestros hijos, parejas y amigos, la vida… la vida real.

 


Por Matías Carrasco.

 

 

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