CONSENSO

¿Es posible encontrar algo positivo, al menos alentador, en medio de lo que estamos viviendo? El desorden, el avance del crimen organizado, el terrorismo en la Araucanía, la inflación, la delincuencia, la interrupción de las carreteras, la migración descontrolada, la violencia en las calles y liceos emblemáticos ¿Puede haber en este cuadro una razón, aún exigua, para estar esperanzados o para convencernos de que, a pesar de todo, las cosas pueden mejorar?

Sí. Hay una razón apenas asomándose, y que tiene que ver con un cierto consenso de que lo que está ocurriendo en Chile no es bueno para nadie.

Parece una obviedad lo que digo, ¿quién podría querer un país azuzado por la furia y la desmesura? Hasta no hace mucho tiempo la respuesta no era clara. Después del 18 de octubre de 2019, un sector de la izquierda miró con complacencia el estallido. Le parecía que la gente tenía derecho a romperlo todo en respuesta al abandono y a una violencia estructural del Estado, y a la denostada administración de los últimos 30 años. Algunos, incluso, se imaginaron frente a un tirano, en donde el pueblo tenía el justo derecho a defenderse. Una parte de la izquierda convirtió a la calle en un brazo político -fuerte y aguerrido- del cual sacó muchos réditos. Los fraudes en Carabineros y los delitos cometidos por algunos funcionarios en las violentas jornadas de esa época, dieron pie a un enjuiciamiento permanente (a veces, exagerado) de toda la institución, sin matices, cubriéndola de sospecha, y lo que es más grave, menguando su legitimidad.

Y mientras la batalla se libraba en la ciudad con capuchas y escudos -con muertos, heridos, locales saqueados, emprendedores quebrados, gente atemorizada y un espacio público hecho pedazos- otra lucha se libraba en el Congreso. Allí se generó una mescolanza extraña: unos se empeñaron en sacar al presidente Piñera de la Moneda. Varios de la centro izquierda se corrieron más hacia la izquierda para que nos los fueran a confundir con los que gobernaron en las décadas anteriores. Y buena parte de los parlamentarios -de todas las bancadas- hicieron todas las piruetas posibles para congraciarse con un pueblo alzado y que les estaba mostrando los dientes. Ahí comenzó un abandono de las formas, de cierta estética. Perdió peso y seriedad el ejercicio de la política. El fair play desapareció y se dio inicio a una suerte de pillaje legislativo. Las reglas se adecuaron mañosamente para sesionar en las áreas grises y abrir, por ejemplo, las puertas a los retiros de las AFP, ninguneando la opinión de los técnicos. Cualquier argumento, por sensato que fuera, que sonara a límite u orden, era rápidamente despreciado. Se instaló -por miedo, por conveniencia o por aturdimiento- una cierta tolerancia al caos y a la violencia.

Perdimos la brújula. No solo en la política. En el mundo cultural – algunos medios, animadores, intelectuales, artistas- también cayeron en una especie de trance con la violencia y el desorden de ese tiempo. Hubo, a ratos, una mirada más indulgente (e idealizada) con la primera línea, y férrea y lapidaria, con las policías, con la elite y con la autoridad.    

Pero, así como el 18 de octubre de 2019 fue una lección para la derecha (de abrirse a cambios políticos y sociales más profundos y ampliar esa mirada más economicista de la sociedad, que pueden contarse entre las causas del estallido), el ascenso del presidente Boric al poder, está siendo – en muy poco tiempo- una dura lección para la izquierda (o parte de ella), respecto a su mirada utilitaria y buenista del desorden y la violencia, y de la necesidad de considerar el orden público y el respeto a las reglas como elementos básicos para la vida en democracia.

Los llamados del presidente Boric a realizar las reformas con gradualidad, a cuidar el equilibrio fiscal, a evitar nuevos retiros, a evaluar la reincorporación de las fuerzas armadas en la Araucanía en un “estado intermedio”, y su condena, cada vez más decidida a la violencia, apuntan en ese sentido. No solo el gobierno lo está entendiendo. Se nota un lenguaje y un tono distinto también en los medios y en la ciudadanía. Se está asomando, incipientemente, el deseo de una mirada más ponderada de la realidad. Pienso que el aumento del rechazo en la Convención Constituyente tiene que ver, más allá de las normas aprobadas, también con esto: un cierto hastío con el desorden, el caos y la desmesura.

Es verdad que todo lo que estamos viviendo tiene causas muy profundas, antiguas, variadas y estructurales, de difícil solución. Es verdad también que seguiremos viviendo tiempos jodidos y violentos. Pero es bueno ver, por las razones que sean, aunque parezcan tardías u oportunistas, que se esté insinuando un consenso, un acuerdo tácito, de que esto no puede seguir así.    

Por Matías Carrasco

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