
No sé mucho de tenis. Entiendo que se trata de lanzar la pelota al otro lado de la red, intentar que caiga dentro del rectángulo y pegarle con todo al primer bote. También aprendí a llevar la cuenta de los puntos, en una secuencia extraña de 15, 30 y 40, ventaja, iguales, ventaja otra vez, el juego, el set y el partido. De joven jugaba, pero nunca fui bueno. La raqueta la empuñaba como a un martillo, el derecho me salía siempre alto, más allá de la línea de fondo, y mi revés era cualquier cosa. Aún así me gustaba mirar el tenis y de cuando en cuando me da por revisar en youtube los mejores puntos del chino Ríos.
Por eso seguí el partido de despedida de Roger Federer. Fue un dobles con Rafael Nadal. Perdieron en dos sets y en un definitivo match tie break, que nunca había visto. El partido estuvo bien, pero no mucho más que eso. Lo interesante fue ver a Federer llorar como un niño al término del encuentro. No es común ver a los hombres llorar. Menos a un adulto. Menos a un número uno. Menos frente a todo el mundo, y con espasmos, y con la cara descubierta, y con la voz quebrarse una, dos, tres veces, y con la frente alta, sin taparse los ojos, sin disimular, sin atisbos de vergüenza. Era el adiós a una exitosa carrera de 24 años. Repartió abrazos. Agradeció. Se dejó querer. Pero, sobre todo, lloró.
Me acordé de un poema de Mario Benedetti que decía que un hombre alegre es uno más en el coro de hombres alegres, pero que un hombre triste no se parece a ningún otro hombre triste. Creo recordar a todos los hombres, jóvenes o maduros, que han llorado frente a mí. Es un espectáculo. Es como ver caer una represa o un dique. Una muralla se viene abajo y tras ella el agua, los temblores y el rostro contraerse.
A la mujer se le deben muchas cosas, pero al hombre se le debe restituir su derecho a llorar. Por distintos motivos, se resiste a hacerlo. Y cuando le viene la cosa (porque a todos nos viene la cosa) se esfuerza por evitarla, aunque le brillen los ojos, aunque la nariz se humedezca, aunque la garganta se angoste, y entonces carraspea, y aprieta los dientes, y gesticula con la boca, y baja la vista, y se rasca la cabeza, y zafa del desahogo.
Ojalá, mi hijo, aprendiera a llorar. Ojalá todos los hombres lo hiciéramos. No se trata de una oda a la melancolía, sino de proveernos de una apropiada desembocadura o un desagüe si se quiere, que nos permita desarmarnos por un rato.
En sus instrucciones para llorar, Julio Cortázar, recomendaba pensar en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes, en los que no entra nadie, nunca. Agregaría la imagen de un lobo de mar muerto en la playa o el de una tortuga sin dientes. Pero razones siempre habrá. A veces son penurias, otras emoción o felicidad. Incluso, los avatares del día a día. Lo importante es asumir, de una buena vez, que los hombres sí lloran, o al menos, sí debieran hacerlo. El caso ya prescribió. Algunos podrán llorar en silencio, escondidos en el auto, en la ducha o en una escalera de emergencia. Los rehabilitados podrán hacerlo con escándalo, a moco suelto y con hipo si les da la gana. Los oportunistas seguirán llorando en los funerales. Y los que aún se resisten o se acostumbraron al desierto, podrían reconsiderar el llanto, o de tratarse de casos perdidos, hacer penitencia formando a las nuevas generaciones.
Lo de Federer es una buena lección. Ver a un ganador llorando a la vista de todos, es una gran enseñanza. Especialmente, para los hombres que no pueden, o no quieren, o no saben llorar.
Por Matías Carrasco.