HASTA EL INFINITO Y PARA SIEMPRE

libertad

La libertad de expresión ha estado en entredicho por estos días. La discusión del proyecto de ley que busca sancionar a quienes justifiquen, aprueben o nieguen las violaciones a los derechos humanos ocurridas durante la dictadura, ha abierto un debate respecto a los límites sobre lo que podemos o no decir. Por lo tanto, también de lo que se puede o no escuchar.

Asimismo, en las últimas horas se ha generado por las redes sociales otra interesante polémica respecto a uno de los cuentos premiados en el concurso Santiago en 100 Palabras, acusado – por algunos- de ser una apología al femicidio. La narración, titulada “Día de los enamorados”, dice así:

«Lista de compras. 2 copas. Vino blanco y cerveza. Frutillas y crema. 1 chocolate marmolado o Sahne-Nuss. 2 sándwiches de queso azul y rúcula. 3 flores rojas. Canasto y mantel. Preservativos. Cuerda y cinta de embalaje. Guantes de goma. Bolsa de plástico grande. Palo. Bencina blanca, encendedor. Quitamanchas» . Juzgue usted.

 Cuando escribo estas líneas, me acuerdo de la decisión de un liceo de hombres de la comuna de Independencia, de negarse a leer el libro “La esquina es mi corazón” del escritor chileno, Pedro Lemebel, por considerarlo “asqueroso” debido a su condición homosexual. ¿Es válido oponerse a una lectura por motivos de género u orientación sexual? ¿pueden esos padres y apoderados ejercer su derecho a leer lo que consideren apropiado para ellos?

A inicios del 2016, los entonces diputados UDI Gustavo Hasbún, Ignacio Urrutia y Jorge Ulloa, presentaron un proyecto de ley que busca sancionar con presidio menor y una multa de 5 UTM a quienes enaltezcan, nieguen o minimicen los hechos de gobiernos que hayan transgredido la constitución política, dando como ejemplo la administración del Presidente Salvador Allende. Esto, en respuesta a una iniciativa similar que había postulado antes la parlamentaria comunista Karol Cariola, pero en sentido contrario: prohibir toda actividad de carácter público que tenga por objetivo la exaltación u homenaje de la dictadura militar.

Sé que estoy mezclando cosas. Algunas propuestas buscan sancionar ciertas expresiones referidas a nuestra historia con penas de cárcel y otras situaciones se referirían a la tentación de limitar la creación o el acceso a obras literarias o artísticas por considerarlas ofensivas.

Pero en la intersección de estos dos mundos está la libertad de expresión. ¿Hasta dónde? ¿Hasta cuándo?

Un buen amigo me había advertido hace algún tiempo que pronto llegaría a Chile la tendencia de amordazar a las personas por su pensamiento o manera de ver el mundo. Debo confesar que no le creí. Pero ahora veo con preocupación una corriente creciente por intentar acallar opiniones que, en general, se sitúan en grupos minoritarios y en desventaja, en lo que a pensamiento se refiere.

Esto ha partido de manera casi inadvertida. Existe en los medios y en redes sociales una suerte de policía omnipresente, una voz predominante, que atemoriza y trolea a quien plantea un contraste o derechamente una cuestión distinta a la mayoría.

Pero ahora, sin tapujos, algunos pretenden poner a los díscolos tras las rejas y fondear en las oscuridades del sótano, manifestaciones artísticas contrarias a “nuestra moral”.

Libertad de expresión. ¿Hasta dónde? ¿Hasta cuándo?

Hasta el infinito y para siempre. No debe haber ningún otro rincón en el planeta, más íntimo, más insondable y más libre que nuestra propia conciencia. Allí, en las soledades de nuestros secretos, podemos interpretar el mundo de infinitas maneras. No existe otro lugar.

¿Y qué hay de aquellos que buscan justificar, aprobar o negar las violaciones a los derechos humanos? ¡Allá ellos! Habrá que refutar con argumentos. Ni si quiera mucho más. Evidencia hay por montón. Pero hay algo interesante. ¿Qué significa justificar? Hablar de las causas que llevaron a la dictadura, ¿es justificar? Hay que tener mucho cuidado de querer eliminar, también, la interpretación y los matices. Allí, se acaba la inteligencia.

¿Y qué pasa con aquellos que se niegan a leer a Lemebel por lo que hace en la cama? En su derecho están. Pero – desde mi mirada- se pierden la oportunidad de saborear esa mezcla de poesía y marginalidad que escurre en cada texto. Se farrean la posibilidad de conocer otras fronteras y abrir el mate. ¿Por qué en vez de negarse, no debatir sobre Lemebel y su obra? ¿No puede salir de ahí una conversación interesante?

La libertad de expresión no debe ser nunca acallada, ni en una ni en otra dirección. La diferencia – en la política, la religión, el arte o la historia- es siempre una oportunidad para desafiar, provocar y ampliar el pensamiento.

Nada es más fome, rígido y pobre que la uniformidad de lo igual.


Por Matías Carrasco.

Estándar

MANDARINA

mandarina

Estaba sentado y con mis pies colgando del titular. No sabría bien sobre qué letra me encontraba. Desde allá arriba se hace muy difícil mirar con nitidez. Es como hacer un gol sin ángulo. No tenía perspectiva.

El asunto es que estaba metido en el mismo texto. Justo en el tope de una página escrita para ser leída. Toda letra se dibuja para ser interpretada. Y ahí fui a parar yo, en medio de vocales y consonantes.

Descubrí una “I”, fina y alargada. No lo estaba pasando bien arriba. Sufro de vértigo. Cuando estoy en las alturas siento que pierdo el control y me desespero. Me entran unas ganas locas de lanzarme al vacío.

La cosa es que me armé de valor y con mis brazos abiertos (para equilibrarme) fui brincando de letra en letra hasta llegar a la “I”. Luego, me abracé fuertemente a ella, crucé mis piernas y comencé a deslizarme. Cuando estuve seguro, me solté y caí en el primer párrafo.

Allí caminé hasta la mayúscula del inicio. Era una “Q”. Avancé ordenadamente hacia la derecha y, de vez en cuando, asomaba mi cabeza para intentar descifrar el manuscrito. Apostaría de que se trataba de una carta. Lo primero que leí fue “Querida Mandarina”. Lo de “Mandarina”, pensé, era un apodo.

El escritor – ella o él, no lo sabía a esas alturas- decía algo así como que había descubierto en ella esa paz que por años le fue esquiva. Le contaba que en sus ojos encontró un mar en calma y en los pliegues de su cuello, la calidez de un consuelo redentor.

Entendí que estaba husmeando en una carta romántica. Sentí cierta incomodidad. Nunca he sido un fisgón y lo de estar hurgueteando en la vida del resto, me hacía parecer superficial. De todos modos, continué. Me colgué del punto aparte y descendí hasta el próximo reglón.

En las líneas siguientes, el muchacho – aposté por un muchacho- reconocía sus errores. “Sé que no soy un tipo perfecto” – confesaba. Le habló de su mal genio, de esas veces que se transformaba en un demonio y de las noches que pasó de largo, acurrucado en los brazos de otra mujer. Le pedía perdón. Allí se notaba la punta del lápiz presionado sobre el papel. Me pareció una disculpa sincera.

Ya estaba bien metido en la historia. Saqué un pucho de mi bolsillo para matar la ansiedad. Pero de inmediato descubrí que no era una buena idea. El fuego podría quemar la hoja, las palabras y con ellas, mi propia existencia. Guardé el cigarrillo y seguí adelante.

De pronto, el autor estaba desatado. Como que le entró el indio y pasó del remordimiento a un ataque furtivo. Qué nunca más lo hagas, qué no te lo voy a permitir, qué no soy un perro para dejarme por ahí tirado, qué junta miedo, que te voy a dejar ciega, que te van a llegar a rechinar los dientes.

Sentí terror y me oculté detrás de una “o”. La violencia me congela y me deja sin aire. Me flaquearon las piernas. Se me encogió el alma y el trasero. Luego descubrí que estaba a salvo. No era a mí a quién quería sin ojos, sino a Mandarina. Me dio pena por la mujer con olor a fruta. ¿Sería por eso que le llamaba Mandarina? Respiré hondo, me sequé la transpiración y salí de mi refugio.

La cosa seguía áspera allá afuera. El texto estaba relleno de motes y palabras tachadas. Imaginé al hombre escribiendo, hablando en voz alta, hecho un energúmeno, dando vueltas en una habitación pequeña, volviendo sobre el papel para redactar otra vez, rayar encima y echarse a la boca unos sorbos de un destilado barato.

Decidí arrancar hasta el próximo párrafo, pero en el intento tropecé con una coma y me lastimé las rodillas. Adolorido llegué hasta un paréntesis y me detuve ahí, a descansar unos minutos.

 

 

Era un tipo inestable. No hay dudas. Después del zafarrancho, se puso meloso y le volvió la nostalgia. Bajó un par de cambios y escribía con suavidad. Lo noté en la caligrafía. Era menos honda y corría fácil. “Vuelve cariño” – le rogaba a Mandarina. Y bajo la sombra de una “t”, hundí mis zapatos en pozones de agua que se repetían desordenadamente en el papel.

Insistía en que regresara. Le suplicaba. Le imploró que lo hiciera.

– “O me voy a matar, me voy a matar. ¿Acaso no me crees?…”.

Y ahí me quedé yo, helado, al borde de esos puntos suspensivos. Los pasé de uno en uno, con elegancia. Miré hacia abajo y solo había ausencia. “¿Lo habría hecho?” – pensé.

Di un salto hasta el final de la página. Todo en silencio. Blanco y en silencio. Entonces, sentí el olor a pólvora.

Lo lamenté y juré por mi madre no volver a meterme en una carta de amor.

 


Por Matías Carrasco

Estándar

NOCHE DE PAZ

nochebuena

Para muchos esta navidad no será feliz. ¿Quién dijo que tenía que ser feliz? Sí. Los dicen los jingles, los malls, el árbol adornado de luces tintineantes, los abultados catálogos de fin de semana, los trineos colgando desde el techo, los duendes y los comerciales que vemos por televisión.

El lenguaje también aporta lo suyo. No es “navidad”, a secas. Es, “feliz”. No es cualquier “noche”. Es, “buena”. Y el viejo pascuero no anda por ahí repartiendo regalos con el ceño fruncido. Lo hace a carcajadas: jo-jo-jo .

No es por ser aguafiestas, pero no todos sonríen en navidad. Como en la vida misma, hay lágrimas en la mitad del festejo. Personas que han perdido a un hijo, a un padre, a una pareja, a un hermano, a un amigo o a una madre, lloran en estas fechas. También los enfermos, los de una ruptura reciente y los que habitan sus propias soledades. Otros han recibido una mala noticia y no hay ánimo ni para cortar el pavo.

Y el contraste de una noche buena, de una alegría obligada, lo debe hacer más difícil. Hace un tiempo, un siquiatra me comentaba que su consulta se repleta por estos días. “Hay gente que lo pasa muy mal” – dijo.

Pienso en ellos en navidad. ¿Cómo no hacerlo? Quizás el único consuelo es que hoy celebramos el nacimiento de un hombre justo en medio de los sinsabores e infortunios de una pobreza cruda. Algo bueno puede nacer de la muerte, el miedo, el abandono y la derrota. Esa es la estrella que debe iluminarnos.

Es para ellos y ellas esta navidad. No la absurda, la del ajetreo, la de la repartija a destajo ni la desquiciada. Sino la milenaria, la sencilla, la de un amanecer tranquilo, sin más deseos que la propia espera.

Quizás pienso en los que sufren navidades, para recuperar la que se me había perdido. Entre el tumulto, los tacos, el frenesí, cintas y pliegos de papel, se me escabulló la navidad.

Pero acordándome de ellos, de sus nombres y sus pesares, vuelvo a tocarla. Imaginando sus silencios, sus quejidos y sus despedidas, otra vez la siento cerca. Ellos sí necesitan una noche de amor y de paz. Ojalá así sea.


Por Matías Carrasco.

Estándar

LLORAR

llorar

 21.17

Apenas giró la llave, Víctor sintió a su pequeño bulldog rasguñar la puerta con insistencia y husmear por la rendija. El perro había estado todo el día solo y cargando en su espalda con la fea herida que un quiltro busca pleitos le había dejado con un mordisco la noche anterior.

Víctor se había propuesto conseguir un veterinario esa misma tarde, pero el ajetreo de una jornada para el olvido le impidió cumplir con lo planificado.

Entró, le acarició la cabeza a su mascota y se acercó para revisar el corte que tenía en el lomo. Dejó sus llaves sobre la mesa de la entrada y tiró su chaqueta de cotelé que cayó arriba de uno de los brazos del sofá.

Se metió a la cocina, remojó un paño viejo y comenzó a limpiar cuidadosamente la lesión. Se deshizo del trapo, se fue al lavadero, rellenó la mitad de una taza con pellets de pescado que sacó de un saco grande y los dejó en un plato de metal.

El bulldog se lamió el borde del hocico y hundió su nariz chata en medio del recipiente.

21.32

Víctor sacó su camisa del pantalón, la desabrochó hasta la mitad del pecho, se quitó los zapatos y avanzó hasta el licorero de madera para servirse un corto de pisco, el mismo que lo acompañaba todas las noches antes de dormir.

Tomó el primer sorbo, echo su espalda atrás, se rascó la cabeza agitando su pelo voluminoso y caminó hacia su cuarto. Dejó el trago sobre el velador de vidrio, al lado del cenicero repleto de colillas, se lanzó sobre la cama, encendió un cigarro y prendió el televisor.

El noticiero informaba sobre el paro del registro civil que ya iba a completar un mes. “Esos pelotudos me están cagando la vida” – pensó, mientras aspiraba una bocanada de humo y se lamentaba de otro día perdido intentando hacer sus trámites en la oficina de Miraflores.

Había estado desde las cuatro de la mañana haciendo una fila eterna, batiéndoselas con el frío del alba y los borrachos que, de vez en cuando, pasaban a su lado haciendo bulla y mendigando monedas.

Las puertas del servicio se abrieron a las nueve y un funcionario de aspecto tosco avanzaba por entremedio de la cola gritando que se atendería por orden de llegada, con preferencia a embarazadas y niños.

A Víctor le habían soplado que era conveniente ir con algún infante, pero el tipo no tenía de dónde sacar un cabro chico. Así que debió esperar, hasta que cerca de las dos de la tarde, el mismo funcionario, ahora con el caracho más largo, anunciaba que la cosa llegaba hasta ahí no más, mientras iba repartiendo unos papeles improvisados, definiendo los turnos del día siguiente.

21.59

Se le cerraban los ojos. Tenía su mano derecha jugando debajo del calzoncillo, mientras en la pantalla una mujer de voz sexy iba adivinando el viento, los ciclones y la vaguada costera.

El hombre recordó, medio somnoliento, los noches de fiesta que iniciaba con el guatón Castellón en el Chez Henry, donde saboreaban unas ancas de rana con cerveza, para terminar con alguna muchacha arriba del escarabajo, haciéndoles al par de cobardes algunas travesuras para irse con migajas de cariño a sus soledades.

Cuando comenzaba el estelar de los lunes, Víctor apagó el televisor y se durmió.

00.27

Despertó abruptamente después de haber tenido un sueño extraño. Tanteó con su mano el velador y miró la hora en su reloj de pulsera. Recordó que al otro día debía volver a madrugar para asegurar su turno en el registro civil y suspiró en señal de molestia. Se puso de lado, con el cojín entre sus piernas, y dejó caer sus párpados.

Entonces se sintió el zumbido. Primero como un murmullo en la lejanía y luego un ronroneo que lo acechaba cerca de la oreja. El hombre agitó su cabeza y el silbido se alejó entre la noche.

00.31

Víctor acariciaba suavemente su almohada. Es probable que haya estado soñando con una mujer desnuda o un delfín entrenado en las cálidas aguas de México. Lo cierto es que el hombre había encontrado la paz. Eso, hasta que volvió a escuchar las alas merodeando justo frente a su nariz. En un movimiento veloz, golpeó su cara con su mano derecha y el bicho se perdió otra vez.

El tipo cogió el interruptor de la lámpara y encendió la luz. Con los ojos a media asta se puso de pie, escudriñó su ombligo y comenzó a buscar al intruso. Movió las cortinas, revisó detrás del mueble blanco y en el techo, que mostraba las huellas de otras batallas. Pero nada.

Se enchufó un cigarrillo en la boca, se sentó al borde de la cama y soltó un quejido. El asunto de la pensión alimenticia lo inquietaba. No tenía ni para él y ya lo estaban jodiendo con plata para un mocoso que apenas veía.

Con el pucho colgando de sus labios, tomó el vaso y fue a rellenarlo a la cocina. Dio unos sorbos, tiró la colilla humeante en el lavaplatos, regresó a la pieza, se tendió sobre el colchón y apagó la luz.

01.17

Ya estaba con su mente en blanco, cuando el insecto partió nuevamente con la lesera. Víctor dio varios aletazos al aire y uno que otro que cayó sobre sus mejillas. Se sentó, dijo un par de garabatos, se restregó los ojos y volvió a iluminar la habitación.

Tomó un atado de cuentas que estaban en el piso, las enrolló y con su mano apretada fue en busca del granuja. A paso lento, como entrando en terreno enemigo, fue mirando cuidadosamente cada rincón.

Y ahí estaba. Era un zancudo tan famélico como infernal. Justo bajo la moldura. Víctor se precipitó sobre él y ¡paf!. Revisó el arma y ni rastro del cadáver. Giró e inició nuevamente la búsqueda.

01.24

No lo encontraba por ninguna parte. Entonces ideó un plan. Dejó la pieza a oscuras y encendió el televisor para atraer al bicharraco. ¡Y funcionó! En pocos minutos la inocente larva comenzó a merodear la pantalla y Víctor volvió a precipitarse con el arma en ristre.

Pero tropezó en el intento y cayó justo sobre el Sony Triniton de 29 pulgadas, que era lo único que le iba quedando de su matrimonio. El sujeto se fue al piso, y junto con él, el televisor, causando un gran estruendo. Mientras tanto, seguía hablando en la pantalla un mediocre tarotista de trasnoche.

Víctor se puso de pie y con la pupila enrojecida juró venganza.

01.43

Abrió la puerta del clóset y sacó de allí una polera. Pensó que con ella lograría más alcance y superficie, aumentando las probabilidades de dar muerte al infame que lo tenía vuelto un mono.

Con más facilidad de lo que esperaba, se encontró de frente con el zanguilargo detenido en la puerta. “Debe estar cansado” – especuló. Como haciéndose el distraído, Víctor siguió de largo, volteó con la rapidez de un rayo, echo atrás de sus hombros la polera y tiró el zarpazo. Miró al suelo y encontró, al fin, al entrometido tendido en el piso.

Se lanzó sobre la cama y apretó el interruptor.

02.34

Faltaban solo un par de latidos para entrar en trance, cuando volvió a sentir ese “ddddddddddddd” sostenido en el aire. No lo podía creer. “Debí haberlo rematado” – sentenció. Se incorporó decididamente y con su pecho galopando volvió a tomar la polera y encendió la luz.

Después de un rato, el mosquito se posó sobre la lámpara. Esta vez, Víctor contuvo el aire, se acercó con sigilo y embistió contra el zancudo.

A su paso, echó abajo la lámpara y quebró el vidrio del velador, haciéndose un profundo tajo en la palma de su mano. La trifulca generó un corto circuito y todo el departamento quedó ciego. – ¡Ahora si que te mato, animal hijo de puta! – rugió el cazador infortunado.

02.41

Doña Mirna, la vecina del piso de abajo, despertó asustada con todo el alboroto. El grito le advirtió que algo andaba mal y llamó de inmediato a la policía. Se puso una bata, la cruzó con sus manos y esperó mirando por la ventana.

03.17

Dos carabineros tocaron el timbre del 301. Al abrirse la puerta, vieron a un hombre de mal aspecto, con una de sus manos envuelta en una polera blanca, con manchas rojas. El tipo tenía su pelo hecho un remolino, sus ojos desorbitados y el calzoncillo de elásticos vencidos resbalando de la cintura. Olía a pisco.

-Nos advirtieron de golpes y amenazas en su departamento, señor – disparó uno de los uniformados.

-Sí, estaba entendiéndomelas con un zancudo – se defendió Víctor.

Los policías entendieron que se encontraban frente a un tipo de perfil maniaco. Uno de ellos puso disimuladamente su mano sobre la funda del revólver.

En eso, se sintieron unos golpecitos en el piso, y desde la oscuridad del departamento apareció el bulldog con su lengua afuera y las babas colgando del hocico. Sobre el lomo, la herida abierta, de carnes vivas, exudando sangre y un líquido viscoso.

Los carabineros se miraron y armaron rápidamente el puzzle.

03.44

A Víctor lo sacaron esposado del edificio. Les costó un mundo reducirlo. El sujeto se puso violento e insistía en que un insecto le había arruinado la vida. Pero el maltrato animal era un delito tipificado en la ley y como custodios del orden, los carabineros no dudaron en apresarlo.

Pusieron una mano sobre su cabeza y lo metieron a la patrulla. Víctor se apoyo en la ventanilla del auto y comenzó a mirar hacia afuera, cansado y abrumado por una noche tormentosa.

Apenas el auto se puso en marcha, Víctor escuchó otra vez el zumbido. El hombre se puso a llorar.


Por Matías Carrasco.

Estándar

IMPOSIBLE

imposible

Era un embarazo muy esperado. A Camila y Rafael les había costado hacer de sus encuentros una vida. Estuvieron años intentándolo. Trataron en la cama, debajo de ella, en la bodega del edificio, en la cima del cerro que veían desde la ventana, y encaramados arriba de la lavadora, esperando que el centrifugado ayudara en la tarea de despertar al óvulo, al espermio o al Dios que anima las almas.

Incluso, aconsejados por un buen amigo, probaron suerte en una iglesia en el centro de la ciudad, justo frente al lugar donde Santa Rita de Casia, la mujer de los imposibles,   permanecía convertida en yeso, dispuesta a cumplir los deseos de quienes confiaran en ella.

Y allí, cuando el sol ya se había ido, hicieron de las suyas, tapados con un chal y encogidos sobre un viejo banco de madera que no paró de crujir hasta que terminaron con su encomienda. No pasaron inadvertidos. Algunos fieles los vieron y, aparentemente, también la santa, que un mes después permitió que el milagro se realizase y que los avezados amantes celebraran con unas copas de champaña la noticia de una nueva existencia.

En adelante fue todo un imaginario sobre la vida que se gestaba en el misterio de las entrañas. Fueron tardes enteras conversando sobre lo que sería para ellos el futuro, tanteando nombres, adivinando el sexo, tomando medidas de la habitación del nuevo invitado y fotografiando todos los días la barriga que crecía tanto como la felicidad de Camila.

Eso, hasta que el doctor diagnosticó pérdida del cuello uterino y mandó a la joven madre a guardar reposo para evitar un nacimiento prematuro.

Ella obedeció y Rafael estuvo siempre cerca y muy atento para que el descanso fuera absoluto. Debían llegar, al menos, hasta la semana número 38 y por eso pusieron a rezar a toda la parentela para que no se le ocurriera a la cría – ¡era una niña!- asomar su nariz antes de tiempo.

Y las cosas se fueron dando. Camila se mantuvo en cama durante tres meses, entreteniéndose con los bordados y leyendo libros sobre apego, niñez y autoestima, lactancia y el reciclaje del calostro, una tesis extraña pero que se estaba poniendo de moda. Y así lograron la meta propuesta.

Llegó el día del parto, pero no la que esperaban que naciera. Fue una semana en el hospital, pero no hubo caso. Ni el tacto, ni las caminatas, ni la ocitocina lograron que la creatura saliera iluminada por la luz que Camila iba dejando en el oscuro camino hacia la vida. Y cuando intentaron con la cesárea, como un hechizo la panza se puso dura cual caparazón de tortuga, impidiendo el paso del bisturí que llegó a partirse en dos.

Mientras los médicos se golpeaban la cabeza intentando explicar las razones de una guagua caprichosa, la pareja regresó a su hogar exhausta y atenta a cualquier señal de alumbramiento. Pero nada.

Al cumplirse los diez meses, el caso ya era noticia en el país. Cuando se cumplieron doce, el hecho se había convertido en un tema de interés mundial. Era un asunto obligado en noticiarios, comunidades científicas, círculos religiosos y agrupaciones veganas, que aseguraban que esto era producto de la ingesta desmedida de carne en las últimas décadas.

Todos estaban expectantes, menos Camila y Rafael, que a estas alturas sufrían por la desgracia.

Después de un tiempo, la madre decidió tomar el toro por las astas y comenzó a correr. Pensó que el ejercicio ayudaría a que la vida anidada en su vientre se convenciera de que ya era hora de salir a tomar aire fresco.

Compró zapatillas con un alto nivel de amortiguación, de pisada neutra y colores bien chillones. Se aperó con calcetines cortos y antitranspirantes, un short que le caía hasta la mitad del muslo y una polera de marca que dejaba ver su ombligo doblado hacia afuera.

Empezó tímidamente, con un trote suave por la manzana de su casa. Luego avanzó unas cuadras más allá, hasta completar los ocho kilómetros. El entusiasmo fue ganando terreno y terminó aplanando cuadras y cuadras, hasta correr quince kilómetros diarios. Pero a pesar de todo el ajetreo, ni una sola contracción.

Fue por más. Se hizo asidua a las maratones. Participó primero de las competencias locales y luego cruzó las fronteras para recorrer las calles de Buenos Aires, Sao Paulo, Boston, Nueva York, Londres, Montreal, Berlín, Tokio y Johannesburgo. Se convirtió en la primera mujer embarazada en finalizar las principales maratones del planeta y la única con 96 meses de gestación.

Y mientras Camila recorría ciudades, Rafael organizaba conferencias de prensa, entrevistas y apariciones en programas de deportes, farándula y ciencia. Hicieron de su vida un espectáculo.

Los controles de rutina eran su único cable a tierra. Cada seis meses visitaban al doctor para echar un vistazo a la diminuta rebelde, que se agitaba en la enorme barriga con la ingenuidad de un bebé y la obstinación de una mula.

Cuando se oían sus latidos, Camila soltaba una lágrima, que caía por el borde de su pequeña nariz y luego resbalaba por su mejilla, rodaba por su cuello, entraba en su escote y se alojaba en sus pechos rellenos que también lloraban. Entonces, Rafael apretaba su mano y contenía con ridícula hidalguía su propia tristeza. El médico, sin despegar la vista del monitor y restregando la gelatina helada sobre el abdomen de Camila, señalaba con voz clara: – todo normal.

Y esa normalidad continuó durante años. Camila abandonó las maratones por un artritis que tenía sus rodillas hechas añicos y los medios la abandonaron a ella cuando se enteraron de una muchacha que había parido un gato. “Eso sí que es extraño” – pensó la mujer.

La pareja se recluyó en su pequeño departamento de techos altos, piso de parqué y un balcón que daba a la avenida. Allí la mujer pasaba sus mañanas recostada sobre una silla de playa y sus pies apoyados en un piso de madera, tejiendo vestidos y chalecos que luego arrimaba en la pieza de servicio. Por las tardes salía a caminar a la plaza tomada del brazo de su esposo. Se sentaban en una banca frente a la pileta, ella con sus manos sobre la panza y él con su brazo largo cubriendo su espalda. Y allí veían morir los días. Y en las noches, tendidos sobre la cama, enredaban sus dedos y pedían por su sueño inconcluso. – llega pronto chiquitita – decían juntos y juntos se dormían.

Pero una mañana Camila no despertó. Rafael gimió como un perro viejo y después de hacerlo, inició los preparativos para el entierro. La cubrió con un vestido ancho que le llegaba hasta más abajo de sus rodillas, la perfumo con la colonia de todos sus amaneceres, cruzó a la plaza, arrancó unas flores del jazmín e hizo con ellas una pequeña corona que puso suavemente sobre su vientre.

Lo del cajón fue una anécdota aparte. En la funeraria debieron improvisar un ataúd más ancho y con una altura que doblaba la de los féretros normales. Así Camila, todavía con su barriga invicta, descansaría holgadamente bajo tierra.

Pero cuando comenzaba el descenso, se oyó un llanto ahogado, tembloroso e interrumpido.

– ¡Mi niña, mi niña! – exclamó Rafael, que detuvo la marcha hacia los cielos y se abalanzó sobre el sarcófago para abrirlo de un solo manotazo.

Y ahí, en medio de la muerte, apareció la porfiada cría, preciosa, con su boca clamando victoria y su piel arrugada, como de término.

El sacerdote, abrumado por el milagro, la tomó en brazos, la elevó por sobre su cabeza y la bautizó, dándole por nombre Rita, como la santa de los imposibles.

Y en el cajón, Camila, con una pequeña mueca, parecía sonreír.


Por Matías Carrasco.

Estándar