
Agustín Squella es, a mi gusto, el mejor de los convencionales. Sigo hace mucho tiempo sus columnas e intervenciones. Tengo en mi velador, esperándome, su libro “Desobediencia” que, imagino, lo retrata de cierta manera. Son diferentes los atributos que lo hacen destacar. Es un hombre inteligente, sencillo, abierto (a veces parece un adolescente inquieto y rebelde), más dominado por el pensamiento reflexivo que por los dogmas o consignas de rápida cocción. Por algo fue reconocido con el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias, además de otras distinciones.
Ha sido un férreo defensor del proceso constitucional. Creyó en él, y lo sigue haciendo. No es menor que a sus 78 años haya decidido presentarse como constituyente, y someterse a un ritmo desmedido, y a ratos, frenético. Se le nota su enorme cariño por Valparaíso, Wanderers, Chile y los aromos. Lo suyo es enseñar, y aprender. No abandona -ni en la mitad de la zafacoca- la razón.
Hay otras personas inteligentes en el Palacio Pereira. ¡No cabe duda! Pero creen más en ellos mismos que en cualquier cosa. Se enamoran de “su verdad” y de quienes la alientan. Hay varios (y varias) cuya inteligencia se mezcla a veces con el resentimiento, a veces con los prejuicios, a veces con un fuerte (y justificado) ánimo reivindicatorio. Y ahí se pierde, entre la espesura de tantas emociones, la lucidez.
Agustín Squella no es un santo. Tiene sus pifias y más de algún pecado (aunque no crea en ellos). Pero posee la ventaja de los años (y algo más) que lo dota de cierta calma y sensatez. Parece una excepción dentro de los constituyentes. Al menos por lo que plantea, se ve como un predicador en el desierto.
Terminado el reglamento y en la antesala del debate de los temas de fondo, en octubre de 2021, Squella sugirió la idea de realizar una jornada de reflexión (¡una mañana!, imploraba) para revisar qué estaban haciendo bien, y qué estaban haciendo mal. Le parecía prudente- considerando el tamaño de la hazaña- un espacio de autocrítica. Pocos lo tomaron en serio. En esa oportunidad, en vez de desnudarse frente al espejo y ver allí con qué se encontraban, los constituyentes decidieron darse el tiempo para que cada uno expusiera lo que quisiera en el salón plenario (la mayoría habló de su propia biografía).
A principios de febrero, junto a un grupo de convencionales, ha vuelto a proponerlo. “Solemos terminar las sesiones en medio de aplausos a nosotros mismos, y ya es hora de un mayor y más sereno y franco autoexamen”, dijo. Tras una respuesta algo más tibia que la anterior, nuevamente, no le dieron mucha bola. ¿Es muy descabellado lo que está pidiendo?
Es cierto que existe miedo en muchos de quienes miramos el proceso desde fuera y nos alarmamos (en ocasiones, con razón) de algunos cambios que allí se están discutiendo. Pero también existe miedo en buena parte de los convencionales, que han preferido atrincherarse, levantar murallas, y caer en una especie de autocomplacencia nociva para la Convención y su futuro. Si no viene antecedida de una notoria reverencia, la crítica no cae bien. Semilla sobre roca. Por eso, en vez de atender el argumento, se apunta al mensajero, acusándolo de facho, reaccionario o elitista, o todo se explica -con un simplismo llamativo- como un “problema comunicacional”.
Queda poco tiempo, y es demasiado lo que está en juego. Es importante escuchar a Agustín. Tiene credenciales de sobra -democráticas e intelectuales- para ser tomado en cuenta. De lo contrario, de no abrirse a la crítica y al autoanálisis, la Convención (o parte de ella) corre el riesgo de transformarse en aquello que muchos de sus miembros dicen despreciar: un grupo de poder volcado sobre sí mismo, soberbio y distante, dispuesto a dar sermones sobre un pedestal.
Por Matías Carrasco.