Tocó el citófono, nervioso. Se acomodó bien la camisa dentro del pantalón, echó un vistazo a sus zapatos y con las manos intentó ordenar su voluminoso pelo. Tocó el timbre, otra vez. Escuchó una voz femenina, dijo su nombre y entró.
– Francisco, ¿no?
Lo recibió un tipo amable y bien vestido. Le dio unos palmazos en la espalda que hicieron a Francisco encogerse unos centímetros y asegurar nuevamente la camisa, esta vez, bajo el calzoncillo.
El hombre lo guió hasta una sala de murallas blancas, con un par de sillas modernas y un escritorio limpio, con caballetes de madera y una cubierta de vidrio. Se sentaron uno frente al otro, separados por el cristal. Francisco puso sus manos sobre los muslos y juntó los pies sobre el parqué.
– Me llamo Atila.
Y el sujeto con nombre de rey antiguo, comenzó a repasar un par de hojas corcheteadas. Asentía con la cabeza, iba y volvía sobre el papel, mientras jugaba con un lápiz golpeando suavemente la mesa.
– Y bien. Cuéntame de ti. ¿Cómo supiste del trabajo?
– Fue mi mujer– respondió con toda seguridad Francisco-. Ella insistió en que viniera.
– Así son todas. Siempre están detrás de uno diciendo lo que tenemos que hacer. La mía hace rato que me viene jodiendo con la cuestión del cigarro. Pero yo no lo voy a dejar. ¡Primero la dejo a ella! – dijo Atila soltando una ruidosa carcajada.
Francisco, bien apoyado en el respaldo de la silla, sonrió por cortesía y miró por la ventana. Afuera había un pequeño patio, con una mesa roja en el centro. Las hojas en el suelo le recordaron la llegada del otoño. Tragó un poco de saliva.
– Háblame de tus fortalezas – preguntó el tipo mientras encendía un cigarrillo.
– Prefiero no hablar de eso – dijo Francisco, intentando disimuladamente desviar la humareda.
Se hizo un silencio extraño.
– ¿No quieres hablar de lo que haces bien, Francisco? En una entrevista de trabajo, ¿prefieres no hablar de ti? – inquirió Atila, inclinándose hacia delante, con sus brazos sobre el vidrio.
– Exactamente – respondió, impávido.
– No entiendo – resopló Atila agitando su cabeza y enterrando el pucho a medio terminar, en un cenicero.- Jamás me había pasado algo así. Además, tienes un gran currículo-. Lo dijo empujando el papel hacia Francisco.
– Es de mentira – indicó poniendo los ojos en el documento y con sus manos, aún bajo el escritorio-. Lo hizo mi esposa. Y nada de lo que allí aparece es verdad.
Atila escuchaba sorprendido, con una mezcla de rabia e interés. Quería mandarlo a la cresta, pero sentía unas ganas locas de seguir escuchando su historia. El ingreso de una señora gorda ofreciendo café, ayudó en algo a superar el momento.
– Ella lo decide todo por mí – retomó la palabra Francisco-. Hace más de un año que no tengo trabajo y es mi esposa quién se ha encargado de idear un plan y hacer un excel. Son cinco columnas. Una con el nombre de la persona por contactar. Otra con la fecha. La tercera recomienda la vestimenta adecuada para cada cita. La columna siguiente tiene los mensajes de lo que debo decir. Y la quinta, explicita lo que no tengo que hacer. Y el primer consejo, en cada una de las filas del excel, es no decir la verdad. Pero ya no aguanto-. Todo lo dijo de manera fluida y correcta.
– Conchasumadre – soltó Atila enfatizando en cada sílaba y echándose hacia atrás.
– ¿Ves esta camisa? Me la compró ella. A mí no me gusta. Además, me queda muy corta. Tengo que andar a cada rato metiéndomela dentro del pantalón. No tengo idea qué talla soy. Tampoco cuánto calzo. Todo está en sus manos. Cada inicio de estación llega con bolsas a la casa y unas cuantas tenidas para mí. Hoy seguro llega con las del otoño. Con esto te verás estupendo, me dice. Y yo le creo y obedezco.
Otra vez entró la señora, con una bandeja y un café. Dejó la taza sobre el escritorio y se retiró. Atila tomó un sorbo y escupió hacia el lado.
– ¡Puaj! ¡Esto está asqueroso! – dijo-. Y lo tuyo también.
– Soy profesor de historia. Comprenderás que no tengo nada que hacer en una inmobiliaria. Nunca pude armar un castillo en la arena y voy a hacer capaz de construir la catedral de Chiloé. Mi señora exagera. No sabe mentir. Le dije que lo sacara del currículo. Inventarme un título de arquitecto y un premio en Copenhague ya era demasiado. No era necesario lo de la catedral. Tampoco hago running. Es lo que quisiera ella, para parecerme a su padre, el gran Toro Gutiérrez. La única vez que corrí fue cuando mi mujer me inscribió en la maratón de Santiago y tuve que ser auxiliado por una ambulancia en el kilómetro 16. No te burles Atila, el asunto es grave.
Al otro lado del escritorio Atila reía sueltamente y repitiendo en voz alta, “no lo puedo creer, no lo puedo creer”.
– Créelo – dijo Francisco poniendo ahora sus manos sobre el vidrio-. Es difícil vivir una vida sin saber quién carajo es uno. Imagina que ayer fui a una entrevista en Tronwell Institute. Buscaban un traductor. ¡Y yo no sé inglés! Ella lo arregló todo. Me inventó una nacionalidad canadiense, estudios en el British School y un master en Literatura Inglesa del Siglo XIX en la Universidad de Oxford. ¿Te das cuenta? Yo le insistí que era una locura. Pero ella me hizo callar con un corto y brusco “shhh” y esa frase de siempre, “deja que yo me encargue”. Me hizo vestir de europeo. Pantalones ajustados color azul, una camisa blanca, una corbata marrón y delgada y una chaqueta del mismo color del pantalón, con un pañuelo blanco bajo la solapa. Eso te da cierto aire, me aseguró. Me engominó el pelo y me aconsejó que me dejara una barba de tres días. Le creí y obedecí. No sabes la vergüenza que pasé.
– Esa mujer está loca – apenas pudo decir Atila, con los ojos aguados de tanto reír.
– Loca, pero insistente. Me fue a dejar a las puertas del Tronwell. Me recomendó decir cuatro frases: yes sir, I agree, It´s a beautiful place y I love translation. Y me ordenó que cuando me viera en apuros, dijera simplemente worslike. No significa nada –me aclaró- y por lo mismo ellos pensarán que el tuyo es un inglés tan sofisticado que no se atreverán a preguntar. Olvídate lo que fue eso. Le dije yes sir a la chica que me entrevistó y arrugó de inmediato la nariz. Incorporé el worslike para salir del paso y esta vez fue la boca la que tensó. Thanks for your time. Y salí corriendo de allí.
– Es la mejor historia que he escuchado – celebró Atila con las manos sobre su cabeza.
– Es buena oírla, pero es un calvario estar en mis zapatos. Ya ni sé lo que pienso. Conozco exactamente todos sus gustos, pero no sabría decirte los míos. Es una simbiosis particular. Me permite sobrevivir, pero me come por dentro. Lo dijo apretando las manos, con una voz temblorosa, como pidiendo auxilio.
– Sabes, a veces me siento como un salero – prosiguió-. Ahí, dispuesto para ella sobre el mantel, esperando ser agitado para darle gusto a su vida, mientras yo me vacío por dentro. Pero en el fondo, como evitando el vacío total, unos granos de arroz combaten la humedad. Pero a mí ni eso me queda – se echó atrás, hundiéndose en la silla, resignado.
Afuera comenzó a correr un poco más de viento y la mesa roja se llenó de hojas amarillas. Adentro, nada se movía.
De pronto sonó el celular de Francisco. El hombre lo sacó del bolsillo y dijo “es ella. Querrá saber si lo he conseguido”. Bajó la mirada.
– Contéstale y dile que el trabajo es tuyo –dijo Atila, con un dejo de ternura-. Aquí hace falta alguien que sepa hacer buen café.
Y Francisco, sonriente, le creyó y obedeció. Le contestó a su mujer.
Por Matías Carrasco.
Genial el cuento Cinco Columnas , lo encontré entretenido ,gracioso,los detalles de la vestimenta de Francisco ,me mantuvo todo el rato pensando “ que va a pasar” ……pobrecito Francisco, su baja autoestima etc. pero a pesar de todo , quizás sintió un dejo de cariño y apoyo (aunque entre carcajadas) de parte de Atila y fue capaz de contar su verdad ,además con sencilla humildad!
Final inesperado para mi y me encanto !!
Los dos personajes, Atila y Francisco geniales!!
Felicitaciones Matias !
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Buena historia.
Bien contado.
Igual, deja una sensación de inquietud.
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