ATREVERSE A PENSAR

El verano es un buen tiempo para leer. En realidad, todo el año lo es. Pero en vacaciones, el ocio recupera su dignidad, y eso facilita las cosas. En la primera quincena de febrero leí “Eichmann en Jerusalén”, el ensayo de la filósofa judía de origen alemán, Hanna Arendt, que trata sobre el histórico y publicitado juicio en Jerusalén al teniente coronel de las SS, Adolf Eichmann, en 1961, acusado de ser uno de los principales responsables del Holocausto, y sentenciado a la horca.

La historia es de película (de hecho, las hay). Tras el término de la Segunda Guerra, Eichmann huyó a Argentina en donde vivió una década con una identidad falsa. En 1960 fue secuestrado por la inteligencia israelí, y trasladado a Jerusalén para dar inicio a uno de los procesos judiciales más llamativos del siglo pasado.

Interesada en el asunto, Arendt, cubrió el caso como enviada especial de la revista The New Yorker, teniendo acceso al interrogatorio de Eichmann y a las sesiones del juicio que duró cerca de ocho meses. De ahí, una serie de reportajes, y un tiempo después, el libro que disfruté en un bosque de hualles, coihues y ulmos.

Es una lectura muy recomendable. No solo porque permite tener una visión detallada y documentada de uno de los pasajes más sombríos de la humanidad, sino más bien porque Arendt propone una mirada ponderada y reflexiva, cuando lo que primaba (razones había de sobra) eran la emocionalidad y el hambre de todo un pueblo por, al fin, cobrarse justicia.   

Las ideas de Arendt generaron una fuerte polémica y un debate que continúa hasta hoy.  Contrariando el ímpetu de miles que quisieron ver en Eichmann a un monstruo y a uno de los gestores de la denominada Solución Final, la filósofa prefirió pensar, observar e investigar. Sus conclusiones resultaron, para muchos, aberrantes. Hizo notar anomalías en el juicio; cuestionó el antisemitismo del acusado y su participación en las altas esferas del Partido Nazi; mencionó la responsabilidad de algunos dirigentes judíos en la masacre; y quizás lo más revelador, no vio en Eichmann a un monstruo ni a un tipo sádico ni pervertido, sino -y esto era lo más grave- a un hombre “terriblemente normal”, más bien irreflexivo, un fracasado ansioso de reconocimiento, empeñado en progresar obedeciendo las órdenes de un Estado que legalizó el crimen. De ahí su famosa frase, “la banalidad del mal”.

Sus escritos le valieron duras acusaciones, y la enemistad de buena parte de la comunidad judía. No estaba en ella defender a Eichmann ni exculparlo de los pavorosos delitos que cometió (tuvo un rol clave en las deportaciones de millones de judíos a los campos de exterminio. La misma Arendt señaló que Eichmann se convirtió en “el mayor criminal de su tiempo”). Lo suyo fue más bien intentar entender al hombre de la caseta de vidrio blindada, y las razones que lo llevaron a él, a los nazis y a sus aliados, a odiar, a expulsar, a torturar y a matar, y a muchos otros (gobernantes, líderes, iglesias, ciudadanos) a permitirlo, a soslayarlo, a veces con indiferencia, sin un fuerte reproche moral.  

Uno podrá estar de acuerdo o no con el atrevido análisis de Hannah Arendt, pero lo destacable es su valiente decisión para pensar y poner “la verdad” en entredicho, aún sabiendo que hacerlo –siendo ella judía y en medio de las pasiones de un juicio emblemático- le costaría caro.

Y tal vez esta sea la principal enseñanza para los tiempos que nos toca vivir (también cargados de emociones, de juicios y sentencias): no abandonar el pensamiento. Insistir en él. Expresarlo, decirlo, escribirlo. Aún cuando sea impopular, todavía cuando nos signifique una funa, un mal rato, o una pifiadera. Ir más allá de los estereotipos, las consignas y el maniqueísmo. Hacer que nos cruja la cabeza. Abrirnos a otras orillas. Si se calla el pensamiento, habrá partes de la verdad que no serán escuchadas, debates que no existirán, juicios que no serán del todo justos, y lecciones que jamás conoceremos.

En las últimas páginas de su libro, Arendt plantea que uno de los mayores aprendizajes del proceso de Jerusalén fue descubrir que el alejamiento de la realidad y la irreflexión “pueden causar más daño que todos los malos instintos inherentes, quizás, a la naturaleza humana”.

Es mejor atreverse a pensar.

Por Matías Carrasco.

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EL TOCAYO

Se llama, Matías, igual que yo. Es flaco, de piel morena, ojos oscuros, cara angulada, una boca gruesa, y un jockey que cambia de vez en cuando. Tiene tatuajes en los brazos. Hay números, nombres y figuras. Lo conocí apenas iniciada la pandemia cuando tocó el timbre de mi casa para pedir algo. Lo acompañaba su mujer, una muchacha delgada, de baja estatura, con el pelo tomado, bonita y de mirada brillante. Deben tener unos 35 años. Caminan con un carro de supermercado, casi siempre lleno. Legumbres, arroz, tallarines, conservas, cajas de crema, de fruta, y ropa, mucha ropa. Todo bien ordenado, como si fuera un tetris. Le dimos cosas para comer, y una tele vieja. Estaba agradecido y contento. Conversamos un buen rato. Descubrimos que nos llamábamos igual. ¿Y usted también es llorón?, me preguntó María, su pareja. También, le respondí. Somos parecidos, pensé. De ahí nos tratamos como “tocayos”.

Son de la Pintana. Viven en una pieza arrendada, que apenas pueden pagar. Deben varios meses. El dueño se porta bien. Comprende la situación, la pandemia, y todas esas cosas. Aun así, saben que tienen que juntar la plata. Trabajan en un puesto en la feria de la comuna. En oportunidades, van a la feria de Puente Alto. No regatean tanto, dice el tocayo. Hay días buenos, y otros malos, muy malos. Cuando falta, toman la micro y parten con su carro a Vitacura, para pedir.

Nos hemos encontrado varias veces. Conversamos largo. Compartimos sopa de zapallo (es la mejor que he probado, le dice el tocayo a mi mujer), puchos, galletas y bebidas. Él tiene un hijo pequeño, y ella dos hijas. Ninguno vive con ellos. Están a cargo de familiares. Los ven a menudo, casi siempre los fines de semana. A pesar de las dificultades, se mantienen alegres y de buen humor. Creen en Dios y en una esperanza que uno no sabe cómo diablos sostienen. Sonríen. Ríen a carcajadas. María se burla del antejardín de mi casa, seco, sin pasto. Me dice que lo que más le gusta de Vitacura es el pasto, el verde. Ver a los niños jugando en las plazas. Allá no se puede, es peligroso, me cuenta. No es por envidia, interrumpe el tocayo. Es envidia, aclara ella, segura, pero con algo de liviandad.

Intercambiamos whatsapp con Matías. No hemos perdido el contacto. Cada cierto tiempo, a veces todos los días, el tocayo me envía mensajes, saludos. Buenos días, tocayito. Espero que esté bien. Me cuenta de la jornada, me envía videos en la feria, friendo papas en la vereda (se las ingenian), o con la María y los hijos de cada cual. Me pregunta cómo estamos, cómo están nuestros niños, mostrando mucho interés. En ocasiones, el tocayo me dice que no pueden salir porque las cosas no andan muy bien en el barrio. Me manda fotos. Balazos pegados en la pared. Ésta estuvo cerca, es la pieza de mi vecino, me dice. Otra vez cruzó a comprar jamón para el desayuno, y unos tipos en moto le dispararon a un hombre de un almacén cercano. Sentí las balas pasar al lado mío, me cuenta agitado.

Hacía semanas que no venían. Lo último que supimos, antes de año nuevo, es que la María andaba mal de salud. Terminó hospitalizada, vomitando sangre. El tocayo me mandaba videos, en una pieza oscura, con el jockey tapándole los ojos, diciéndome que se sentía mal, que no quería levantarse. Intercambiamos algunos mensajes. Ayer volvieron a aparecer. Me avisaron por whatsapp que vendrían. Cuando salí, ella estaba como siempre, pero el tocayo andaba con mala cara, muy delgado, serio, intentando a duras penas una sonrisa. En vez del carro de supermercado, arrastraban algo así como un coche pequeño. Ya no nos aguantan el carro en la micro, me explicaron. Le pregunté a María por su salud. Estaba mejor. Debía hacerse una endoscopía, pero con unas pastillas andaría bien, se convenció. Pero tú no estás bien, dije mirando al tocayo. Bajó la guardia, apretó los labios, le tiritaba la boca y aparecieron las lágrimas. Se sentía la tristeza, la impotencia y la angustia. En el consultorio le dijeron que tenía depresión. Estaba, además, cayendo de nuevo en la droga. Ahora es cocaína, me dijo. Hace unos años estuve metido, muy metido, en la pasta. Le dieron unas tabletas de Clonazepam. Pero cuando cabro yo me drogaba con esos mismos remedios, me advertía el tocayo, levantando los hombros. Quiere salir adelante, pero tiembla. Sus antebrazos están con varios cortes. No cuenta con sus papás. Un hermano está en la cárcel, y a los otros no los ve. En su calle, me dice, hacia donde mire hay droga. Ya debe plata, y está asustado. Quiere irse de ahí, pero no hay cómo. Tampoco encuentra trabajo. ¿Cómo encontrar si apenas puede levantarse?          

Prometo apoyarlo. Con mi esposa, intentamos ayudar. Averiguo. El diagnóstico no es bueno para un adicto en ese contexto, me explica un amigo sicólogo. Me recomiendan que vaya al Centro de Salud Mental de la comuna (COSAM), o que intente también en el Servicio Nacional de Prevención y Rehabilitación (SENDA). Me dan un número de teléfono. En otras fundaciones hay que pagar, y el tratamiento es caro. No es mucho lo que pude hacer. Llamo al tocayo. Está con mejor voz. Hoy, al menos, está con mejor voz. Le cuento lo que obtuve. Va a buscar un lápiz. Le doy los datos, teléfonos y direcciones. Le digo que vaya cuanto antes, y que intenté buscar trabajo. En eso ando, tocayito, me responde. Fue bueno haber hablado con ustedes, ayer. Me siento bien, comenta. Cuelgo con una sensación extraña. La vida es injusta, me digo como si fuese un hallazgo, un estúpido descubrimiento.  Falta cariño, vuelvo a decirme, y cambiar las cosas, de verdad cambiar las cosas, para hacer de Chile un lugar mejor.

Por Matías Carrasco.

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SOBRE LA LIBERTAD

El humorista y comunicador, Checho Hirane, fue sacado de pantalla -anticipadamente, según La Red- tras declarar en radio Agricultura, que los empresarios “tienen que poner todo tipo de trabas (al gobierno de Gabriel Boric) para que le vaya mal a sus políticas”. Horas después, pidió perdón. “No usé un lenguaje adecuado y me arrepiento” -dijo. No obstante, la casa televisiva decidió adelantar el término del programa, arguyendo que sus dichos generarían desconfianzas en la realización editorial del espacio. Hirane acusó censura y se instaló nuevamente el debate sobre la libertad de expresión.

¿Es conveniente bajar del escenario a quién emite declaraciones impropias? ¿o se debe tolerar la existencia de opiniones que nos puedan resultar, a muchos, fuera de tono o incluso aberrantes?

En su ensayo “Sobre la libertad”, John Stuart Mill plantea cosas muy interesantes sobre este asunto. Tenía ya en esa época -a mediados del siglo XIX- una particular sospecha sobre la opresión social que la opinión pública ejercía sobre los individuos, poniendo en riesgo la libertad para emitir opiniones distintas a las que promueve la mayoría (o la masa más vociferante). Y para Mill eso era un problema serio, porque estaba convencido de que la única manera de aproximarse a la verdad era a través del intercambio de diversas ideas, incluso de las minoritarias, impopulares o extravagantes.

“Si toda la humanidad a excepción de una persona fuera de una opinión, y solo esa persona fuera de la opinión contraria, la humanidad no estaría más legitimada para silenciar a dicha persona de lo que estaría para silenciar a la humanidad, suponiendo que tuviera el poder para ello” – planteaba el filósofo. Mill consideraba que toda opinión merecía existir y ser debatida. Una idea podía ser verdadera, o poseer algo de verdad. Y de ser errónea, estaba siempre la gran posibilidad de confrontarla “para una clara aprehensión y un sentimiento profundo por la verdad”. Por eso decía que el mal no era la colisión violenta entre partes de la verdad, sino la supresión silenciosa de la mitad de ella.

Todo esto lo pensó, Stuart Mill, sin imaginar siquiera la existencia de redes sociales que amplificarían exponencialmente la influencia y el peso (a veces asfixiante) de la opinión pública. Hoy pareciera no existir un interés por acercarnos a la verdad, sino más bien una pulsión, un ímpetu, por imponer el propio juicio por sobre las ideas que nos resultan incómodas, o simplemente diferentes. Y el riesgo es que algunas bocas, algunas personas, simplemente, se acallen.

Lo de Checho Hirane puede ser una anécdota. No me interesa ni defenderlo ni victimizarlo (como suele hacerse en este tiempo). Él podrá seguir expresando su opinión en la radio y en formatos digitales (hoy el mundo da esas licencias). Lo importante, a partir de este caso, es preguntarse: ¿qué tan dispuestos estamos en respetar y fortalecer la libertad de expresión? ¿la defenderemos siempre (entendiendo su enorme valor para una cultura democrática), o lo haremos solo cuando represente los propios intereses y miradas? Lo de Hirane le puede parecer a uno reprochable, irresponsable, estúpido, si se quiere, pero ¿es conveniente sacarlo de pantalla o es mejor que sus inadecuadas declaraciones -como él mismo confesó- sean contrarrestadas con el peso de los argumentos (que desde luego los hay)?

El problema de permitir o no una opinión (dependiendo de sus razones, relevancia, o incluso, apoyo mayoritario) es que algunas se alentarán con aplausos y vítores (dependiendo la tendencia), mientras otras quedarán al margen de la discusión pública, empobreciendo el debate de ideas y el pensamiento. Hay más riesgo para una democracia en limitar la libertad de expresión, que en tolerar los exabruptos que, de vez en cuando, aparecen.

Stuart Mill señalaba que “nuestra intolerancia, puramente social, no asesina a nadie, no extirpa ideas, pero induce a los hombres a disfrazarlas o a abstenerse de todo esfuerzo activo por difundirlas”. Una advertencia hecha hace más de un siglo y medio, que sugiero ponerle la máxima atención.

Por Matías Carrasco.

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BORIC Y EL DESAFÍO DE LA FUERZA

Sigo con atención la toma de la sede del Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH). Hay allí una señal, una clave, para visualizar uno de los grandes desafíos que deberá enfrentar el gobierno del presidente Gabriel Boric.

La ocupación ocurrió la mañana del 8 de julio del 2021, cuando un grupo de la Asamblea Coordinadora de Estudiantes Secundarios (ACES), se apropió del inmueble del INDH, exigiendo, entre otras cosas, el reconocimiento de la violación sistemática de los derechos humanos durante el estallido, la existencia del encarcelamiento político, y la liberación de los denominados presos de la revuelta. Ese mismo día, desde el INDH, plantearon que se contactarían con los dirigentes estudiantiles para “establecer un diálogo fructífero”. De eso han pasado seis meses, y los jóvenes endurecieron su postura al declarar la toma como indefinida, someter al INDH “bajo el control del pueblo”,  y dar un ultimátum para retirar los archivos que se encuentren en el edificio.

El tema es serio. Organismos internacionales de derechos humanos han condenado la toma, por atentar en contra de la autonomía del Instituto. La ex vicepresidenta de la Comisión Valech, María Luisa Sepúlveda, dijo que “sería de extrema gravedad  que terceros conocieran el contenido de documentos reservados”, y llamó a solucionar pronto esta crisis, para poner los archivos a resguardo. Recién el 4 de enero, después de casi 180 días de toma y de responder al petitorio de los ocupantes, se permitió el rescate de documentación crítica.  

A pesar de todo, el INDH se ha negado a optar por la salida que, a estas alturas, parece la más obvia: solicitar el desalojo. ¿Cómo un organismo de derechos humanos, llamado a proteger la dignidad de todas las personas, puede invocar el uso de la fuerza? ¿no deberían ellos resguardar la integridad de los ciudadanos, en vez de ponerla en riesgo? Por eso, para evitar el bochorno, prefieren darse varias vueltas (aunque sepan que llegaran al mismo lugar), antes de tomar una difícil, pero necesaria determinación.

Y esta es, quizás, la perspectiva más interesante de este asunto: ¿se evita el uso de la fuerza por considerar -honestamente y con evidencia en mano- que no es la mejor solución, o se evita para no manchar la propia reputación, la propia imagen, y huir de la responsabilidad que se tiene como autoridad?

Algo de esto le pasará al gobierno del presidente, Gabriel Boric. Quienes llegarán a La Moneda el próximo 11 de marzo, se perciben a sí mismos como mujeres y hombres buenos, defensores de la dignidad, la justicia y los derechos humanos. Hasta ahora se han ubicado del lado del pueblo, en el rol de quien denuncia y fiscaliza. Y lo han hecho de manera categórica (a veces, exagerada, con tintes morales), marcando una frontera notoria con la administración saliente, sobre todo en materia de orden público. Son otros (no ellos) los que hacen el mal, los que reprimen y los que criminalizan la protesta. Entonces, cuando ejerzan el poder del Estado, cuando se vean expuestos a situaciones límite, cuando se topen con la intransigencia y la violencia, cuando el diálogo no dé para más, ¿qué harán?

En sus intervenciones, Gabriel Boric ha insistido en el diálogo como la principal herramienta en la resolución de los conflictos. Estoy de acuerdo. Pero también pienso que a veces se abusa del diálogo, y de la proclamación de buenas intenciones, para escabullirse de decisiones complejas y jodidas que, querámoslo o no, causarán daño.

Gobernar supone un lado luminoso, que tiene que ver con la oportunidad de  liderar la construcción de un país más justo, igualitario, y mejor para todos. Pero también acarrea una dimensión más sombría, inherente a toda autoridad, que significa adoptar medidas duras (como el uso legítImo de la fuerza, con resguardo de los derechos humanos) en defensa del interés común. Entenderlo no hace a un presidente ni más malo, ni más tirano, ni represor.  Simplemente, lo sitúa a la altura del cargo que se le encomendó. 

Por Matías Carrasco.   

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RESPETO

Llevo en mi muñeca izquierda una pulsera de género, de color morado, con la palabra respeto. La tengo desde hace unos tres años, cuando en una dinámica familiar -algo ñoña, lo reconozco- les hablamos a nuestros hijos sobre la importancia de respetarnos y de construir, juntos, una buena convivencia. En esa época peleaban harto. Bueno, siguen haciéndolo.  Como un símbolo, todos nos pusimos la pulsera del respeto. Duró unos cuántos días, o semanas, como mucho. Solo yo la conservo desde aquel sencillo rito, como un acto de resistencia, como una bandera diminuta. Chile necesita más respeto.

Vale la pena mencionarlo a poco más de una semana de las elecciones. No es una decisión cualquiera. Es -dicen-una de las más decisivas de las últimas décadas. Para muchos, la gran dificultad está en elegir entre quienes representan los extremos, apenas matizados con un maquillaje dudoso de segunda vuelta. ¿En quién confiar el presente y el futuro para un Chile moderno, plural y revuelto? ¿En la derecha conservadora, o en la izquierda refundacional? ¿En los que priorizan orden y estabilidad, o en los que ofrecen solucionar el malestar social, sin transar? ¿Qué es mejor para el país?  Así puesto, es un asunto complejo. Sin embargo, para varios parece ser algo tan claro, tan obvio, que se arrogan el derecho de reprobar el voto ajeno, siempre con un tono de voz que sube y un juicio moralizante.

La forma más evidente es el escupitajo al candidato, los golpes entre los adherentes, las funas, las ofensas y cancelaciones en las redes sociales. Pero hay otras maneras, más tenues, de ejercer esa misma superioridad electoral. Son las muecas, las burlas o las reprimendas (como si se tratara de aleccionar a un niño) en sobremesas familiares, grupos de whatsapp o encuentros entre amigos. ¿En qué momento se nos metió la idea de que todos debieran pensar igual? ¿De dónde sacamos que personas diferentes, con vidas distintas, con visiones dispares de Chile y el mundo, tienen que votar lo mismo?

El voto debe ser el acto cívico de mayor intimidad y de conexión con la propia conciencia, ese lugar sagrado en donde está prohibida la entrada a los extraños. A pesar de la muchedumbre volcada en las calles, aún con todo el ruido y la polvareda levantada en tiempo de elecciones, todavía con las filas en los locales de votación, el sufragio se ejerce en silencio, solitariamente, como en un confesionario. Eso es signo de que el acto de votar es sublime, es personal, y por tanto, debe ser, nos guste o no, respetado.

No es el voto del otro el que debe ser objeto de revisión, sino la propia incapacidad de domar la ansiedad que nos asalta. No es al otro al que debemos educar, sino al autocontrol y la habilidad de mantener la calma en días de incertidumbre.  El ninguneo o el reproche del voto distinto no es más que el síntoma de una desbocada mezcla entre miedo y frustración.

En una de sus acepciones, respeto significa la consideración de que algo es digno y debe ser tolerado. En Chile llevamos más de dos años hablando de dignidad. Renombramos plazas en su nombre. Se han escrito canciones, libros y poemas. Se crearon colectividades políticas. Pero tal vez el voto sea lo más digno, lo más transversal, lo más igual, que podamos tener. Por eso, a pesar de las diferencias y de nuestras pulsiones más primitivas, aunque no entendamos, aunque no nos quepa en la cabeza, el voto de todas las personas debiera ser siempre respetado.

Sea quien sea el próximo presidente, haga lo que haga, diga lo que diga, si no logramos tratarnos con respeto, Chile no será ni más hermoso, ni más libre, ni mejor.

Por Matías Carrasco.

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LA VOZ (AUSENTE) DE LA IGLESIA

Extraño a la Iglesia Católica en la esfera pública. Quizás sea por la añoranza de una espiritualidad de otro tiempo, mejor tenida, o tal vez por la necesidad de escuchar otras voces, distintas a las de todos los días. Es como si faltara agua. Debe ser a mí a quien le falta agua. Pero también al paisaje que se ha vuelto seco, plano y caluroso.

La Iglesia fue una voz fuerte durante décadas, a veces demasiado. Gozó de una amplia tribuna, no solo en los templos, sino también en medios de prensa, en áreas de la educación, y en la actividad social y política del país. Su poder se hacía sentir en temas valóricos de gran relevancia y muchas veces se dirimió a favor de los intereses de obispos y cardenales. También tuvo un enorme prestigio por jugar un rol clave en la lucha contra la pobreza y su defensa valiente en favor de los derechos humanos. Incomodó, tantas veces, con sus dichos, con sus preguntas, sobre justicia. Avanzada la modernidad, su influencia se sintió como una asfixia, como un freno, para grupos e identidades que -con razón-reclamaban su lugar en un Chile cada vez más abierto y plural.  Después vino el escándalo de los abusos, de los delitos y del encubrimiento. De ahí, la estampida, y un largo y profundo silencio.

Y su ausencia se nota, al menos en lo público. Es como una ausencia merecida, como un castigo social, pero también autoinflingido.  Es como la imagen, en la película La Misión, de ese vendedor de esclavos (interpretado por Robert de Niro) que mató a su hermano, y decide aislarse en una especie de celda oscura, para huir del mundo y de su remordimiento. “Para mí no hay redención” – sentenciaba.        

Poco antes de morir (hace casi dos años), el siquiatra Ricardo Capponi, estaba escribiendo un ensayo sobre la Iglesia y los abusos. En ese tiempo colaboraba con él en algunos de sus proyectos. Era un hombre que quería a Chile y a la Iglesia. Conversábamos de eso. En sus palabras, tras los crímenes perpetrados por algunos de sus miembros, la Iglesia entró en un estado depresivo, tiñendo de pesimismo su mirada del pasado, el presente y el futuro. La abordó, decía, una culpa persecutoria y autoflagelante, que ha impedido su recuperación.  Para Capponi, la salida estaría en transitar desde la culpa persecutoria a una sana culpa reparatoria, y de ahí a la reparación, considerando un hondo análisis de su cultura en aspectos como la afectividad y la sexualidad. “La Iglesia tiene que ser capaz de dar a luz una nueva criatura en este doloroso parto que significa la crisis” – advertía.

Pienso en esto cuando siento la ausencia de la Iglesia ¿Seguirá deprimida?

Es cierto. Habitar en lo público no es la única señal de vida. La Iglesia sigue haciendo lo suyo en círculos más pequeños, de manera silenciosa, en las parroquias, en las cárceles, en los campamentos, en las fronteras, en las poblaciones, en las misas diarias y dominicales.  Pero pienso que le haría bien a Chile escuchar la opinión de la Iglesia. La institucional y la de sus diversos carismas. La oficial y la que disiente (que viven bajo el mismo techo). Sería un contrapunto interesante -intelectual y espiritual- para un país que requiere de todas las voces, y no solo las que se oyen más alto y a diario.

Extraño a la Iglesia Católica en la esfera pública. No para obedecerle ciegamente ni estar de acuerdo con ella (tal vez le discuta, como suelo hacerlo), sino para volver a escuchar -en estos días revueltos- del hombre, de la trascendencia, del sentido, de la esperanza, y de la importancia de ser, querámoslo o no, comunidad.

Por Matías Carrasco.

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HUÉRFANOS

En la novela “Ensayo sobre la lucidez”, del escritor y Premio Nobel, José Saramago, se narra la historia de una elección, en una ciudad desconocida, en dónde más del setenta por ciento de los electores votaron en blanco. El gobierno quedó perplejo. Repitieron los comicios. El resultado volvió a darse de la misma manera, esta vez, aumentando a un ochenta por ciento los del voto blanquecino. Ni el pdd (partido de la derecha), ni el pdm (partido del medio), ni el pdi (partido de la izquierda) comprendían lo que estaba pasando. Solo una tesis era posible: estar frente a una conspiración. Y así lo entendieron los gobernantes, quienes decidieron huir de la ciudad (escondidos en medio de la noche), con sus séquitos, con sus policías, con sus pertrechos, con sus jueces, dejando al pueblo inerme y sitiado por una férrea línea de militares, con claras órdenes de disparar si fuese necesario. Todo ello, a la espera de que los malagradecidos votantes entraran en razón y denunciaran a los saboteadores.

Es una historia entretenida la del voto en blanco. Puede parecer absurda para otra época, pero no tanto para los tiempos que corren. El deterioro de la política es tal, es tan hondo y rápido, que el desencanto se oye como un murmullo que crece y crece entre el electorado.  Es una mala noticia. Serán muchas las causas. Está pasando en Chile y en el mundo. Se podrá hablar de la crisis de la democracia, de la anomia, de los 30 años, del abuso, de lo que se hizo y dejó de hacer, de la corrupción, de la cultura posmoderna, de lo que sea. Pero hay una cosa, tan clara como el blanco, que es ineludible y que tiene que ver con la propia responsabilidad de los políticos que hoy determinan el presente y el futuro de Chile. Por más que quieran culpar a otros, a este gobierno o a los anteriores, al sistema neoliberal, a las AFP, al patriarcado, a los empresarios, a lo que les venga en gana, son ellos y ellas – los de ahora – los que tienen en sus manos (y en sus bocas) la decisión de devolverle a la actividad política la solemnidad que merece, o de seguir horadándola hasta convertirla en un gran agujero para ir a tirar, de vez en cuando, cualquier tontería.

Es un asunto complejo. Es como si, de un momento a otro, todo lo negativo que está asociado a la política, se hubiese exacerbado. Como esas olas gigantes, que de pronto se nos vienen encima, y nos ahogan, y nos revuelcan, y no nos dejan salir, hasta tocar fondo. El narcisismo. La mentira. La trampa. La frivolidad. El show. La venganza. Todo mezclado con una falta asombrosa de pensamiento, rigurosidad y autocrítica. Muchos ciudadanos, de uno y otro lado, lo están resintiendo. Se nota el cansancio. He visto hasta los más optimistas, con la cara seria, titubeando. Y eso es un mal augurio.

Algunos ya decidieron su voto para estas presidenciales. Están convencidos. Pero se  siente en las calles, en las oficinas y en las casas, el silencioso movimiento de votantes huérfanos, nostálgicos de otra política, y de otro estilo. Son los que quieren acuerdos, más diálogo, más altura, más peso, más virtud. Desean cambios, pero con sensatez, sin odios ni revanchismos. Quieren líderes sobrios, reflexivos, alejados de twitter, dispuestos a asumir con valentía los costos de una medida impopular, si así lo requiere el bien común. Verdaderos estadistas, con tamaño de estadistas, que defiendan el valor de la política, en vez de renegar de ella. Pero no están. No se ven. Por eso son (somos) huérfanos. Y por eso varios no tienen idea de qué hacer con su voto.

Pero nuestros representantes -salvo contadas excepciones- parecieran no notarlo. Están demasiado ocupados en sus cálculos electorales, en sus selfies, y en sus descarnadas luchas de poder. Juegan a estirar el elástico. Un poco más…un poco más…un poco más. ¿Cómo no lo ven?

Antes de la historia del voto en blanco, el mismo Saramago escribió “Ensayo sobre la ceguera”, otra gran novela que cuenta de un pueblo que quedó completamente ciego. No veían (o no quisieron ver) nada de nada. Se generó la división, el caos y la violencia. ¿Absurdo? Puede ser. Pero sugiero, por si acaso, uno nunca sabe, leer y tomar nota.

Por Matías Carrasco

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CUIDAR LA CONVENCIÓN

En diciembre de 2020, el presidente del Partido Comunista, Guillermo Tellier, planteó “la necesidad de rodear con movilización de masas el desarrollo de la Convención Constitucional, impidiendo que las cocinas y el tecnicismo legal oscurezcan el sentido final de dicho organismo”. Si bien algunos, los de espíritu más revolucionario, apoyaron sus dichos, desde distintos sectores se le acusó de una actitud “antidemocrática” y se advirtió del peligro de presionar a los constituyentes a través de la violencia y el amedrentamiento. Horas después de sus declaraciones, el mismo Tellier tuvo que salir a explicar que lo suyo fue solo una “metáfora política”.

De eso, ha pasado ya casi un año. Y lo que se ha instalado con fuerza, más que la idea de rodear la Convención, es un llamado a cuidarla y a defenderla. Parece sensato, una buena ocurrencia nacida de personas bien intencionadas, que buscan proteger el lugar en donde se definirá buena parte del presente y del futuro de Chile. Pero hay en eso un riesgo y una trampa, casi tan peligrosa como la de sitiar a los convencionales.

Cuidar siempre es bueno. Significa que algo, o alguien, nos importa. Por eso le prestamos atención, ayuda y cariño. Cuidamos en lo físico y en lo emocional. Cuidamos cosas, entornos, personas, procesos, tradiciones y normas. Es el cuidado, entre unos y otros, los que nos permite vivir en sociedad. Pero ese mismo cuidado -bien lo saben los padres- puede convertirse en sobreprotección, causando un daño profundo sobre quienes pretendemos auxiliar. O, dicho de otra manera, la misma pretensión de cuidado puede utilizarse mañosamente -a veces, sin darnos cuenta- para blindar (o blindarnos) de cualquier crítica, fiscalización o emplazamiento. Hay organizaciones que, por cuidarlas tanto, por hablarles tan bajito, con un respeto señorial, se convirtieron en escenario de graves abusos y delitos.

Algo de esto está pasando con la Convención. Es cierto que varios quisieran verla caer. Por eso y por su importancia, muchos la cuidan. Pero a otros se les pasa la mano. Desde dentro y desde fuera. Se la mira como si estuviese provista de un aura especial, de virtudes que no conocíamos, y de una ética que no tendrían ni los políticos, ni el congreso, ni los jueces, ni el gobierno, ni las iglesias, ni nadie. Además, hay en ella representantes de mundos que han sido marginados. Por eso se le mira también con compasión y simpatía. Por lo mismo, muchas veces -comunicadores, columnistas, parlamentarios, líderes sociales- la tratan con guante blanco y entornadas reverencias. Y por ello, se dejan pasar cosas, que, en otras instituciones, no pasarían. Solo como una muestra, recientemente, el Premio Nacional de Periodismo, Ascanio Cavallo, denunció “gravísimas” restricciones a la libertad de prensa en las sesiones de la Convención, cuestión, dijo, “que no ocurría desde los años de la Junta Militar”. Poco se ha hablado de esto.

No es bueno rodear la Convención. Menos andar por ahí haciendo zancadillas, exagerando los hechos o difundiendo noticias falsas, con el solo fin de perjudicarla. Pero tampoco es bueno insistir en una aproximación piadosa y complaciente de ella. No hay que ser un experto para entender que está hecha de la misma madera, exactamente de la misma madera, con la que se han construido otros organismos, desde tiempos muy antiguos. Los 155 constituyentes allí sentados, pueden hacer mucho bien, pero también pueden caer en las malas prácticas, en el secretismo, en la censura, en la exclusión y en la prepotencia que varios de ellos detestan y denuncian.

Ahora que la Convención se dispone a deliberar los asuntos más relevantes para el país, es fundamental dejarla trabajar, darle espacio y tiempo, apoyar donde haya que apoyar, pero también medirla -aunque resulte incómodo o impopular- con la misma vara con que se miden otras instituciones, con una mirada adulta, exigente y equilibrada, sin altares ni pleitesía.

Por Matías Carrasco.

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CUENTO: LA PROMESA

A veces uno se cruza con historias increíbles. Yo me topé con una de ellas hace algunos años, en un taxi camino al aeropuerto. Tenía una reunión en Buenos Aires. Era un lunes de diciembre, después del mediodía, con las calles atascadas de tráfico. Detuve el taxi justo bajo un enjambre de edificios de oficina. Entré con mi pequeña maleta por la puerta de atrás. El automóvil olía a silicona. Saludé al chofer y le indiqué el destino. Me aseguré de que el taxímetro estuviera en cero. Bajé la ventana.

A mi lado había un diario, de esos que entregan gratuitamente en los semáforos. Si quiere puede leerlo, me dijo el taxista con voz grave. Gracias, respondí. Le di una hojeada rápida. Nada nuevo. Lo dejé de vuelta en su lugar. En la radio dos tipos comentaban las barricadas de esa mañana en el centro de Santiago. Por esa época las cosas andaban medias revueltas. De todo se hacía un lío. Un grupo de escolares se había tomado unos colegios protestando en contra del sistema de educación. Comenzamos a hablar del asunto.

– ¿Y usted tiene hijos? –le pregunté.

– Uno, y está muerto. Pero ya vendrá –me dijo sin quitar la vista del camino.

– ¿Cómo ya vendrá? –respondí casi sin pensarlo. Me acomodé en el asiento.

– Ya vendrá. Eso dicen las escrituras –esta vez volteó algo la cabeza.

Por primera vez me fijé en él. Tenía la cabeza redonda, la nariz gruesa, una frente amplia y una barba cana. Era un tipo alto y de buena presencia. Me llamó la atención. No parecía un taxista común. Debió haber tenido unos sesenta años. La espalda estaba apoyada en un entramado de pelotas de madera y su trasero hundido en un cojín azul. En el tablero estaban pegadas una lámina con la figura de Cristo y la foto de un niño.

-Lo siento –atiné a decir.

-No se preocupe.

Apenas avanzábamos. Afuera, en una Santa Fe, una mujer encrespaba sus pestañas mientras hablaba por teléfono.

– ¿No es que a nuestros muertos los veremos después, en el paraíso? –me atreví a preguntar.

– No –bajó el volumen de la radio–. Eso es un invento. Mire. Yo leo harto. La biblia me la sé al revés y al derecho. Y si usted se fija bien en el evangelio, se dará cuenta de que Lázaro resucitó en la tierra, y de que Jesús también lo hizo. Esa es la promesa. No hay que ir a otro lado a buscar a los muertos.

Tragué algo de saliva. Él puso primera y avanzó unos metros. Se oyó el chirrido de los frenos.

– ¿Y cuánto tiempo lleva esperando?

– ¿Perdón? –parecía no escuchar. Había mucho ruido. Cerré la ventana.

– Qué cuánto lleva usted esperando la venida de su hijo.

– 25 años, mi amigo –esta vez se quedó con los ojos pegados unos segundos en el retrovisor. Tenían un brillo especial–. Si quiere le cuento mi historia. Tiempo hay. El taco está imposible.

Me puse al medio y me incliné hacia delante, como un niño curioso. Él me ofreció su mano derecha, estirándola hacia atrás con una contorsión extraña. Rufino, se presentó. Andrés, le respondí, y se la estreché torpemente. Entonces, comenzó con su relato.

– Mi hijo, Gonzalito, murió a los ocho años de leucemia. Cuando falleció, Mercedes, mi esposa, se tendió boca arriba en la mitad del living de la pequeña casa en que vivíamos. Estuvo así tres días. Sin comer. Sin dormir. Sin pronunciar palabra.  Yo me arrodillaba junto a ella con un pañuelo mojado y le humedecía su boca. Lo enterramos en un cementerio a la salida norte de Santiago. Lo despedimos con globos blancos y girasoles de colores. A Mercedes la tuve que llevar en silla de ruedas. No pudo ponerse de pie. Cuando volvimos, ella se metió en la cama y ahí se quedó dos meses, en silencio. Yo dormía sin soltarle la mano. En las mañanas me levantaba, me daba una ducha tibia y lloraba allí con la cabeza apoyada en unas cerámicas blancas. Luego revolvía unos huevos en el sartén, hacía café con leche y le llevaba a mi mujer una bandeja. Encendía el televisor, le corría a Mercedes los rulos de la frente, le daba un beso y salía a trabajar el taxi.

– ¿De verdad estuvo dos meses sin hablar? – pregunté ahora con mis manos afirmadas en los asientos delanteros.

-Dos meses, caballero, sin soltar ni una sola letra -me contestó, mientras señalizaba para cambiarse de fila–. Después de ese tiempo, en la mitad de una noche lluviosa, Mercedes me despertó sacudiéndome por los hombros. Rufino, Rufino, se lamentaba, se murió, nuestro niño se murió. Y comenzó a llorar como una cañería rota. Con fuerza. Con presión. Dejando pozas sobre las frazadas. Fueron dos días y dos noches de llanto ininterrumpido. Yo le llevaba una olla y ella dejaba caer sus lágrimas, que eran como goterones. Llenaba la olla, yo la vaciaba y se la volvía a traer. Parece increíble, pero le juro por todos los santos, que así fue. Tras ese episodio, recuperó en parte su vida. Volvió a la cama, pero solo de vez en cuando. El cumpleaños de Gonzalo fue el día más triste que recuerdo. Esa mañana, y esa tarde, los dos nos quedamos enterrados bajo las sábanas, cada uno con una fuente repleta de agua salada. La primera navidad comenzó a crecer mi fe y a desaparecer la fe de Mercedes. Yo no tengo nada que celebrar, me dijo mientras planchaba, con los ojos llenos de rabia. Si mi hijo murió, también murió el hijo de Dios. ¿No es él el padre? Que se vaya a la mierda. Yo solo atiné a mirar por la ventana que daba al pasaje. Afuera una niña paseaba en bicicleta. Va a regresar, Mercedes, va a regresar, con su cabeza calva y sus brazos pinchados, como Jesús y sus heridas. Mercedes tiró la plancha al suelo y se metió a la pieza dando un portazo que me dio miedo.  

Escuchaba con una mezcla de incredulidad y compasión. Me rasqué la barbilla.

– ¿Y por qué estaba tan seguro de que su hijo volvería? ¿Usted cree que va a …?

– …a resucitar. Sí. En eso creo –comenzó a doblar hacia la autopista–. Está escrito. Al tercer día resucitará de entre los muertos. Y al tercer día, una mañana de domingo, Cristo resucitó, corrió la roca del sepulcro y se le apareció a los suyos. Entonces entendí lo que debía hacer. Ir a su tumba, todos los domingos, a esperar su llegada. No sé como explicárselo, pero desde ese día yo también renací. Era otro, amigo mío. El sufrimiento se hizo más liviano. Volver a verlo, era para mí, lo que más deseaba en el mundo – su rostro se iluminó–. No sabe cuánto he esperado ese abrazo. No lo voy a soltar. Lo pondré contra mi pecho y lo dejaré ahí, horas y días. Le besaré la boca y aplastaré mi nariz en su cuello. Luego correré a la casa para que la Mercedes lo vea y me crea, y lo hunda contra sus enormes pechugas. Lo he soñado tantas veces, caballero, que así será. Cada mañana de domingo es para mí una ceremonia. Me despierto a las ocho, me ducho, me visto con una camisa blanca, un pantalón gris, una chaqueta de cuero y unos zapatos que lustro los sábados por la noche. Tomo la mochila de Gonzalo, con su muda de ropa y un chocolate trencito. Quizás aparezca pilucho y con hambre. Agarro una pequeña silla plegable, me subo al taxi y parto al cementerio. Allí ya me conocen. Me saludan las floristas, los guardias, los jardineros y los que cavan tumbas. Buenos días, don Rufino. Que aparezca Gonzalito. Y yo sonrío y levanto la mano, como una reina de belleza. Es mi lugar, caballero. Ese inmenso parque lleno de muerte, de cadáveres, de ataúdes y de cruces, me da esperanza y vida. Más que ninguna otra parte de la tierra. Han sido más de veinte años de una esperanza invencible y perpetua. ¿Cuántos pueden decir eso?  Y allí me siento, frente a su pequeña lápida, a esperar, en los días de lluvia y en los días de sol… ¿a qué hora sale su vuelo, señor? Esto sigue muy apretado.

– Estoy a tiempo. No se preocupe por la hora – dije mirando la foto del niño. Tenía el pelo bien ruliento, unos cachetes gruesos y la piel azabache–. ¿Y ha logrado verlo? – pregunté con un gallito en la voz.

-No todavía, pero he tenido señales. Imagínese. Tantos años. A veces me acuesto sobre la tumba y pongo mi oreja contra el mármol frío. Y escucho pasos, mi amigo. Pequeñas pisadas. Por ahí debe venir Gonzalito. Pero solo Dios sabe cuán largo es el camino. A veces pienso que todos me hablan de él. El viento, los árboles, los caracoles, el pasto, la tierra húmeda, los mosquitos, las raíces y los cortejos. ¿Sabe cuántos cortejos he visto en veinticinco años? Conozco la marcha de la muerte y sus ruedas pisando el maicillo. Son como caballos viejos regresando a su corral después de un día de trabajo. En fila. La cabeza gacha y un paso lento y resignado. No los conozco. No me conocen. Pero estamos cruzados por la misma lanza negra de la ausencia. Una vez, se me acercó una niña, mientras yo esperaba, sentado y con la biblia sobre mis piernas. Debió haber tenido unos nueve años. Era preciosa, morena y con los ojos achinados. Parecía una india. Me dijo que venía a ver a su hermano. Él murió apenas nació, me contó. Le hicimos un gran mural de grullas en la entrada de la casa. Dicen que si uno logra doblar mil grullas de papel, se le cumplirá un deseo. Estiró su mano y me regaló un delgado pájaro verde, hecho de papel lustre.

Rufino se detuvo en su relato, se inclinó hacia su izquierda y metió la mano en el bolsillo de su chaqueta. Sacó de allí un papel verde, doblado, con la figura imperfecta de una grulla.

-Siempre la llevo conmigo – me dijo. Luego volvió a meterla en el bolsillo –.  A la niña la llamaron de lejos y se fue corriendo por una loma. Volví ese día a casa con el entusiasmo de los descubridores.  ¡Mil grullas, Mercedes, mil grullas! No tardará mucho tiempo. Tonterías, me respondió concentrada en hilos, una aguja y un pedazo de tela. Deja ya esa estupidez. Y mientras yo me encendía como un cirio pascual, Mercedes se apagaba como una vela derretida, con apenas un pedacito de mecha. Ella también esperaba, pero esperaba morir. Tal vez me lo pille en las nubes, en un pozo negro o en la garganta de un volcán. No creo en tu Dios, ni en el cielo ni en el infierno. Pero la muerte, sea quizás, mi última esperanza. Así me lo dijo. Esa era la fe de Mercedes. Una fe atea e inquebrantable. Ella también, a su manera, sabía que lo volvería a ver.  ¿Se puede vivir de otra forma?  Yo la sigo queriendo como el primer día, aunque su genio se ha puesto de mil demonios. Ya no toma sus pastillas. El colesterol y la hipertensión la van a matar. Envejece rápido. Tiene la cara trizada como la greda seca, el pelo como una escoba y se va encorvando de a poco. Arrastra los pies y solo mira el piso. No hay cielo para ella. No le voy a decir que es infeliz, pero sus ojos tienen un destello que no desaparece. Son como dos lagos que brillan con el reflejo del sol. Transmiten paz, pero también una tristeza honda que se deja ver como las aguas cristalinas.  

Me incliné hacia atrás y comencé a mirar afuera. El tráfico había cedido. Me fijé en un parque que recorría el río y luego en unas chozas, si se pueden decir chozas, que parecían caer al cauce.

-No se ponga triste – me dijo, otra vez por el retrovisor–. Todos tienen sus nubarrones. Yo soy un hombre feliz. Usted está viajando, en estos momentos, con la mismísima esperanza –soltó una carcajada corta–. Sabe, la próxima semana santa será especial. Gonzalo tendrá 33 años, la misma edad del Cristo vivo. Ese es el día, mi caballero. El domingo de resurrección. Voy a convencer a la Mercedes para que me acompañe. Que sea su primera y última vez. Que vea el milagro. Llevaré la mochila, la muda, el trencito y la grulla en mi bolsillo. Le haré a Mercedes un termo con café para que no se me enfríe. Le llevaré una silla para la espera. Y allí, entre los árboles, el viento, los caracoles y los cortejos, aguardaremos su llegada.

De pronto, Rufino comenzó a tantear con su mano en la guantera, sacó un papel cuadrado y me lo ofreció, sin dejar de mirar al frente.

-¿Se animaría, caballero? Yo le voy explicando cómo. Todo suma. Punto a punto se tejen los chalecos.

Tomé el papel sin tener idea de qué hacer. Rufino comenzó con las instrucciones. Que junte una punta con la otra…así, como un triángulo. Que lo haga otra vez, con la punta contraria. Ahora abra la hoja…dóblela por la mitad…ahora lleve las dos esquinas de los lados hacia el centro y hacia abajo…no, lo está haciendo al revés – todo lo decía mirando por el espejo o girando la cabeza hacia atrás en movimientos rápidos. De pronto el auto se fue hacia un lado y se oyó un fuerte bocinazo. Un camión pasó muy cerca. El taxi llegó a temblar. Déjelo así, me dijo. De verdad, no se preocupe, me repitió con una sonrisa. Ya me dejó el camino avanzado.

Se me apretó la garganta. Puse el papel con sus dobleces a un lado. Seguí el resto del camino en silencio. Llegamos hasta la rampla del aeropuerto, en donde se recogen y dejan pasajeros. Rufino se estacionó tras un furgón blanco. Apoyó su mano derecha sobre el asiento del copiloto y miró hacia atrás. Un gusto, mi amigo -dijo con un gesto amable en su rostro. Le pagué la carrera y le di un par de palmotazos en el hombro. Lo hubiera abrazado. El gusto es mío, Rufino. Ojalá algún día regrese su hijo. Yo me acordaré de usted. Me bajé. Cerré la puerta y vi el auto irse echando un poco de humo.

Entré al aeropuerto, arrastrando la maleta. Me acerqué hasta una pantalla gigante. Mi vuelo estaba confirmado. Saldría en una hora. Ya no quería viajar. Quería volver a casa.

Después de unos años de ese encuentro, mi madre murió. Llevaba enferma varios meses. La enterramos en un cementerio a la salida norte de Santiago. La despedimos con homenajes, discursos y una canción de Frank Sinatra. Luego de unas semanas, un domingo, fui a verla al camposanto. Atravesé una explanada. Caminé unos minutos en medio de una arboleda y llegué hasta su tumba. Me senté frente a ella con las piernas cruzadas. Estuve así, un buen rato. Con los ojos aguados y la pera tiritona, muerto de pena. Me acosté boca abajo. Puse mi oreja contra la piedra fría. Y ocurrió. Escuché unos pasos, o algo así como unos pasos, viniendo hacia mí. 

Por Matías Carrasco.

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PIÑERA Y LA CULPA

El término del gobierno de Sebastián Piñera -ya sea por su destitución (así estamos) o por el fin legal de su mandato- será un problema para muchos en Chile. Se le extrañará. Suena raro decirlo, pero así será. No tendrán a quién echarle la culpa.

Tras el 18 de octubre de 2019, varios se han encargado de repetirnos, de forma majadera, en cada grafiti, cuña o declaración, que Piñera es el causante de los achaques, profundos y lacerantes, del país. Por acción o por omisión, por haber sido algo así como un dictador o por no haber tenido los pantalones para serlo, por haberse regalado a la izquierda o por ser un fascista repulsivo, o por las razones que sean, se erigió a Piñera, de manera asombrosa, como el causante de todos nuestros males.

Es cosa de mirar. El candidato presidencial, Marco Enríquez Ominami, plantea que el desalojo del presidente no generaría una crisis, “porque el problema es él”. Quienes han aprobado los retiros de las AFP, admiten que es una pésima política pública pero que no les queda otra (como si fuesen niños o entes desprovistos de voluntad) por la negligencia de este gobierno. Al inicio de la pandemia, los muertos se le cargaron también a esta administración. Otro candidato, muestra un gráfico que explicaría la explosión migratoria en Chile tras la visita de Piñera a Cucuta. Y muchos piensan que las causas del estallido social, y la violencia que vivimos, se deberían a Piñera, a sus ministros y a su desidia.

Pero ahora que se va, ¿a quién culpar?

Es cierto. Quien conduce el presente y el futuro del país, es el primer responsable, y debe estar dispuesto a ser cuestionado y a rendir cuentas. Pero se exagera. Convenientemente, todo se exagera. Algo similar pasó con Michele Bachelet en su segundo período.  Por supuesto que este no es el mejor gobierno de la historia. Tampoco es la mejor derecha, ni la mejor izquierda, ni los mejores parlamentarios. Se han cometido errores, y muchos. El presidente, a veces, no ayuda. Su ambición y su debilidad por los negocios, tampoco. Hay temas – eventualmente constitutivos de delitos- que deben ser investigados. Con todo, Piñera nos puede gustar, o no. Podemos odiarlo, si queremos. Pero esta tierra -lamento la noticia- no tiembla por él.

Es bueno decirlo, aún a costa de la desilusión. Hay que estar preparados. Después de Piñera – sea quién sea el presidente- vendrán tiempos jodidos, porque está jodido el mundo, las democracias, la economía, el orden, la corrupción, el narcotráfico, la Araucanía, las instituciones y la confianza.

La fijación por Piñera (casi patológica) de los últimos dos años, esconde también un grave síntoma: el de políticos y líderes incapaces de abordar la realidad como un entramado complejo, y lo que es más preocupante, de mirarse a sí mismos con espíritu crítico y adulto. Si Piñera es la causa del malestar, ¿para qué preguntarse? ¿para qué buscar en la propia sombra? Mejor sacarlo de la escena, a ver si se acaba la rabia. Pocos, muy pocos, tienen el coraje y la lucidez de asumir la propia responsabilidad.

Sigo los debates con atención. Aparece el nombre de Piñera, una y otra vez. De nuevo, el culpable. “Está avisado”, le advierte Gabriel Boric. Cada uno promete un Chile mejor. Justo. Próspero. Digno. En paz. Se muestran seguros. Ellos (y ella) saben cómo hacerlo. Habrá que ver. Otra cosa es con guitarra. Ya no tendrán a quién echarle la culpa.

Por Matías Carrasco.

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