CUIDAR LA CONVENCIÓN

En diciembre de 2020, el presidente del Partido Comunista, Guillermo Tellier, planteó “la necesidad de rodear con movilización de masas el desarrollo de la Convención Constitucional, impidiendo que las cocinas y el tecnicismo legal oscurezcan el sentido final de dicho organismo”. Si bien algunos, los de espíritu más revolucionario, apoyaron sus dichos, desde distintos sectores se le acusó de una actitud “antidemocrática” y se advirtió del peligro de presionar a los constituyentes a través de la violencia y el amedrentamiento. Horas después de sus declaraciones, el mismo Tellier tuvo que salir a explicar que lo suyo fue solo una “metáfora política”.

De eso, ha pasado ya casi un año. Y lo que se ha instalado con fuerza, más que la idea de rodear la Convención, es un llamado a cuidarla y a defenderla. Parece sensato, una buena ocurrencia nacida de personas bien intencionadas, que buscan proteger el lugar en donde se definirá buena parte del presente y del futuro de Chile. Pero hay en eso un riesgo y una trampa, casi tan peligrosa como la de sitiar a los convencionales.

Cuidar siempre es bueno. Significa que algo, o alguien, nos importa. Por eso le prestamos atención, ayuda y cariño. Cuidamos en lo físico y en lo emocional. Cuidamos cosas, entornos, personas, procesos, tradiciones y normas. Es el cuidado, entre unos y otros, los que nos permite vivir en sociedad. Pero ese mismo cuidado -bien lo saben los padres- puede convertirse en sobreprotección, causando un daño profundo sobre quienes pretendemos auxiliar. O, dicho de otra manera, la misma pretensión de cuidado puede utilizarse mañosamente -a veces, sin darnos cuenta- para blindar (o blindarnos) de cualquier crítica, fiscalización o emplazamiento. Hay organizaciones que, por cuidarlas tanto, por hablarles tan bajito, con un respeto señorial, se convirtieron en escenario de graves abusos y delitos.

Algo de esto está pasando con la Convención. Es cierto que varios quisieran verla caer. Por eso y por su importancia, muchos la cuidan. Pero a otros se les pasa la mano. Desde dentro y desde fuera. Se la mira como si estuviese provista de un aura especial, de virtudes que no conocíamos, y de una ética que no tendrían ni los políticos, ni el congreso, ni los jueces, ni el gobierno, ni las iglesias, ni nadie. Además, hay en ella representantes de mundos que han sido marginados. Por eso se le mira también con compasión y simpatía. Por lo mismo, muchas veces -comunicadores, columnistas, parlamentarios, líderes sociales- la tratan con guante blanco y entornadas reverencias. Y por ello, se dejan pasar cosas, que, en otras instituciones, no pasarían. Solo como una muestra, recientemente, el Premio Nacional de Periodismo, Ascanio Cavallo, denunció “gravísimas” restricciones a la libertad de prensa en las sesiones de la Convención, cuestión, dijo, “que no ocurría desde los años de la Junta Militar”. Poco se ha hablado de esto.

No es bueno rodear la Convención. Menos andar por ahí haciendo zancadillas, exagerando los hechos o difundiendo noticias falsas, con el solo fin de perjudicarla. Pero tampoco es bueno insistir en una aproximación piadosa y complaciente de ella. No hay que ser un experto para entender que está hecha de la misma madera, exactamente de la misma madera, con la que se han construido otros organismos, desde tiempos muy antiguos. Los 155 constituyentes allí sentados, pueden hacer mucho bien, pero también pueden caer en las malas prácticas, en el secretismo, en la censura, en la exclusión y en la prepotencia que varios de ellos detestan y denuncian.

Ahora que la Convención se dispone a deliberar los asuntos más relevantes para el país, es fundamental dejarla trabajar, darle espacio y tiempo, apoyar donde haya que apoyar, pero también medirla -aunque resulte incómodo o impopular- con la misma vara con que se miden otras instituciones, con una mirada adulta, exigente y equilibrada, sin altares ni pleitesía.

Por Matías Carrasco.

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