
Yo llamaría a ésta, la pandemia del capitán. Y no me refiero a cualquier capitán, sino a aquellos que aparecen siempre tras la polvareda de la batalla. Estamos rodeados. Nacieron al inicio de la pandemia y permanecen expectantes como faros o vigías. Tienen la sabiduría de los sabios, la intuición de una bruja, la claridad de los alquimistas y la severidad de los jueces. Siempre supieron y siempre sabrán, qué hacer y qué no.
El capitán después de la batalla, a diferencia del verdadero capitán, el que está en la primera línea de la refriega, no tiene huestes que lo sigan. Tampoco un puesto de relevancia, una torre a la que hacer guardia, un alférez al que mandar o un caballo al que ensillar de madrugada. En realidad, no tiene mucha responsabilidad en el asunto ni muchas guerras que mostrar. Por eso es que irrumpe siempre, con su chaqueta bien planchada, sus pantalones ajustados y sus botas impecables, poco después de la contienda, cuando las colinas ya están vacías. Y allí, en medio de la nada, con el olor a pólvora aún sintiéndose en el aire, empuña su mano, la levanta hacia el cielo y comienza un discurso glorioso. “Qué cómo no lo vieron”; “Qué cómo diablos no han podido”; “Qué cómo diantres no pudieron predecirlo”. Finaliza la oratoria, sonríe, se aplaude a sí mismo con tres palmadas y vuelve a caminar en busca de otra lucha tardía.
El capitán que se hace tras la batalla no sabe de contextos ni de paisajes. Poco le importa que estemos viviendo una peste histórica, que la esté viviendo el planeta entero, que las potencias estén replegadas y que el virus, un bicho desconocido, se comporte de manera imprevista y cruel. Lo suyo es la conclusión, es la palabra que cierra los capítulos, es el reclamo perpetuo. Tampoco sabe de las complejidades de este mundo, ni de la guerra que estamos librando. Otea el horizonte como si fuese un pedazo de tela, liso y sin repliegues. Por eso las cosas le resultan obvias, tan obvias, y las soluciones las ve como si se tratase de freír un par de huevos en el sartén.
Siempre han existido los capitanes después de la batalla. El problema es que el coro de los capitanes en las colinas vacías es tan atronador, que no deja oír el silencioso y sacrificado trabajo de quienes están intentando genuinamente (sí, genuinamente), con errores, por supuesto, con tropiezos también, buscar una salida a este laberinto. Ellos y ellas – desde consultorios, urgencias, municipalidades, gobierno, ministerios, universidades, colegios, empresas esenciales, fuerzas de orden y tantos otros- saben cuánto cuesta, cuánto esfuerzo significa y cuán ingrata puede resultar esta tarea.
Es bueno y sano que se levanten críticas y contrapuntos a la ofensiva que se está dando en el frente. Pero sería mucho mejor y justo, que se hicieran conscientes del tamaño de la proeza y del terreno minado que estamos pisando. El capitán después de la batalla tendría que verlo para entender. Pero siempre llega tarde, con su chaqueta y sus botas pulcras, para levantar el puño al cielo y entonar su pregón, cuando los soldados ya se han ido.
Por Matías Carrasco.