Debo confesar que siempre me llamó la atención que los Obispos se decidieran a hablar después de que el Papa enviara esa pública carta a Chile, reconociendo los abusos sexuales y respaldando a las víctimas. Casi como un reflejo, varios de los religiosos que habían guardado santo silencio hasta entonces, mostraron su admiración por quienes habían sido abusados, nos hablaron de la importancia de escuchar las denuncias, de asumir los errores y corregirlos y de sentir dolor y vergüenza por no lograr que las heridas de los abusos sanaran. ¿Por qué no lo hicieron antes? ¿Por qué esperar a que el Obispo de Roma diera su veredicto para dar su opinión? ¿Por qué callaron durante tantos años?
Algunos pensarán que es solo oportunismo. Que entregar un punto de vista luego de que el jefe diera el suyo, es la manera de alinearse y aminorar el calibre de la reprimenda que, seguramente, hoy están recibiendo en el Vaticano. Puede ser. Pero yo me sumo a una tesis distinta.
Existe en la iglesia, de manera casi imperceptible, una atmósfera de amenaza y miedo. Seguramente es la misma de la que se sirve un abusador para manejar la conciencia de la víctima para quebrar su voluntad y dar el zarpazo. Esa santidad que envuelve a la iglesia es la que permite que prevalezca una excesiva alabanza, respeto y, a mi juicio, mal entendida veneración. Por eso es que cualquier opinión disidente dentro de la iglesia será percibida como una afrenta. Por eso es que una crítica, será leída como una deslealtad a nuestra propia madre. Por eso es que la diferencia dentro de la institución será recibida simplemente como una amenaza.
El deseo de uniformidad es una mala práctica en la iglesia. El pretender que todos pensemos lo mismo y actuemos de la misma manera, no es solo irreal sino tremendamente dañino para quienes formamos parte de ella. Esa obediencia rígida es la que nos tiene capturados en una fe infantil y perjudicial. Ese manto de miedo y amenaza es la que ha permitido la proliferación de delitos y abusos dentro de la iglesia. Por eso algunos señalan, y con razón, que sigue siendo un lugar inseguro para nuestros hijos.
Es esto lo que tiene que cambiar. Da lo mismo si salen algunos obispos del escenario si no somos capaces de cambiar el guión. Debemos actuar de otra manera. Los seminaristas, novicios, religiosas y laicos deben ser formados con libertad y pensamiento crítico. Debemos atrevernos a levantar la voz, hablar en público, dudar, confrontar ideas y dar paso incluso a las preguntas más feroces. ¿Existe realmente Dios? Como le escuché a algún sacerdote alguna vez, la duda es la antesala a la fe adulta.
Por eso no hablaron los obispos. Y no solo ellos. Por eso tampoco lo hicieron buena parte de los curas y laicos. Por miedo y una falsa prudencia. Y por eso también ese lenguaje alambicado y como caído del cielo. Mucha “vergüenza”, “perdón”, “oración”, “conversión”, “caridad” y, sobre todo, mucho “pueblo de Dios”. ¿Por qué no hablar las cosas como son? ¿Por qué no referirse a nuestra iglesia de la misma manera con que cuestionamos, sin asco, a políticos y empresarios? Por miedo y una lealtad equívoca que nos nubla la vista y el corazón.
Este año mi hijo hace su primera comunión. Y no quiero que sea una oveja mansa y sumisa. Quiero que sea la oveja que él elija ser. Ojalá inquieta y preguntona . Ojalá diferente, extraviada y traviesa. Ojalá alegre, justa y valiente. Ojalá adulta. Esa es la iglesia que quiero para él y para Chile. Ojalá así sea.
Por Matías Carrasco.
Me encantó, asertiva, profunda y clara. Otra gran publicación!, gracias. Un abrazo
Me gustaMe gusta
No puedo estar más de acuerdo! seco!
Espero una nueva entrada hoy!
Me gustaMe gusta
Te felicito Matías ! Me interpreta al 100 por ciento tu carta ! Fantástica por el bien de nuestra iglesia.
Me gustaMe gusta