CUENTO: FAUSTINO

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Le pidieron que hablara. Pero él no quería. ¿Qué iba a decir? El muerto bien muerto estaba y las palabras no iban a resucitar a nadie. Además, hay que tener agallas para pararse frente a toda esa gente con un papel en la mano a dar un discurso. Seguro que habría tenido que ajustar el micrófono y aguantar el chirrido de los parlantes. Él no era para eso. Tampoco tenía agallas. Las perdió el día que le encargaron matar un conejo mal herido y no fue capaz de ponerlo boca abajo y darle el golpe en la nuca. No. Faustino estaba para otras cosas, pero no para andar por ahí ejecutando los sueños de un orejudo y dando la lata sobre un difunto.

Desconfiaba además de quienes lo hacían. De los que desnucaban y de los que hablaban en los funerales. ¿Por qué ese afán de quedarse con la última palabra? ¿De dónde el gusto de andar despidiendo muertos? Los había visto antes. Reconocía con facilidad esa voz impuesta, el suspiro inicial, el ritmo acelerado y ese quebrarse (sobre todo ese quebrarse) en la pendiente justo antes del final. “Para eso hay que tener oficio”, pensaba Faustino mientras arreglaba el cuello de su camisa. Recordó a Cavieres cuando le leyó a su padre. Qué oratoria. Qué verso. Qué manera de inventarse un padre que nunca tuvo. Eso tiene la muerte. Nos engaña. Le da a uno un fierrazo tan certero que le aturde también la memoria. Habló de un santo y no de un ladrón. Y todos sabían que don Genaro le sacó hasta el último centavo a la tía Güita antes de irse al fondo del río. Pero ahí estaba Cavieres, con la mirada al frente y los ojos aguados, esculpiendo con las más bellas palabras a un hombre nuevo, uno que nunca existió. Palacios, en cambio, hizo que Faustino se desfondara. Leyó un credo. El credo que el mismo Palacios se inventó. –Creo en tus ojos oscuros mirando desde el cielo. Creo en tus juguetes convertidos en pájaros. Creo en tus cosquillas arrugando el viento. Creo, creo y creo. Más que nunca creo. Porque sino, yo también me muero -lo dijo con una paz que solo regala un hijo muerto. De solo acordarse, Faustino casi se nos desfonda otra vez.

Le volvieron a insistir. Vamos, unas palabritas Faustino. Giró la cabeza y sintió todos los ojos sobre él. Era un grupo grisáceo. No mucha gente. En la hora última, la calidad del alma se mide por los que llegaron a despedirla. Acá eran pocos. Unos cuántos viejos adelante, como esperando su turno para el próximo viaje. Atrás, algunas parejas más jóvenes. Seguro por compromiso. En los pasillos, niños que corrían sin enterarse de lo que dejan las ausencias. “¿Qué cresta quieren que diga?”, pensó. Faustino no creía en Dios y eso le daba razones para no pisar un altar. Alguna vez creyó. De pequeño, una tarde en el campo, vio una lechuza en las tejas de la parroquia. El cura, un tipo pelado y de nariz roja, le contó a Faustino que esa lechuza era Dios, vigilando desde lo alto las luces y las sombras del mundo. Pero apenas el pajarraco emprendió el vuelo, un tiro lo dejó tumbado sobre las piedras. El sacerdote dio un grito. El Lalo encogió los hombros con la escopeta en las manos. Y la fe de Faustino duró solo unas cuantas aleteadas.

¿Para qué andar discurseando si no creía en la otra vida? Vivir tanto para seguir viviendo después no tenía sentido. Él nunca quiso la eternidad. Se la imaginaba como un desierto sin intervalos. Y para terminar asándose como una gallina, prefería la tierra, el tranque y sus animales. Pero la Maruja esperaba la muerte como un cactus la primavera. Se lo dijo una vez que volvía de recoger agua del pozo.

-Ese pozo es mágico, Faustino. Uno mira abajo y parece que no tuviera fin. Es tan oscuro, que tal vez la noche duerma allá adentro. Parecen tinieblas. Pero el balde es testigo. ¡Abajo hay agua, Faustino! Hay vida en el final, hombre. ¿Te das cuenta? –le decía mientras dejaba la cubeta junto a la tinaja.

– De que hay agua, hay agua, mujer. ¡Pero ya está! ¡Es un maldito pozo! –dijo empinando una lata de cerveza.

– ¡No entiendes, Faustino! ¡A mí, que me lleve la vida eterna!

Cuando Maruja se fue en un sueño de invierno, Faustino vio en sus ojos dos baldes de agua.

El crujido de las bancas lo trajo de vuelta. Un muchacho de túnica clara y unas campanillas colgando de su mano se le acercó. -Tiene que hablar, caballero – le dijo en voz baja. Faustino dio un bufido. El joven trastabilló y las campanas sonaron. “Yo no hablo ni a palos”, se dijo a sí mismo. No aceptaba órdenes. Menos de un mocoso con olor a incienso.

Miró el cajón. Le pareció estrecho. Se preguntó si los muertos sentirían la incomodidad de una caja pequeña. Pensó que sí. Se acordó de su compadre Fabián. A él lo notó incómodo. La comadre le había amarrado un pañuelo a la cabeza para que no se le fuera abrir la mandíbula. Y ahí estaba el pobre. Tirado en la cama, con un atuendo que lo hacía ver ridículo. Faustino se quedó un largo rato en silencio a los pies del finado. ¿Para qué diablos le ponen esa lesera? Moscas no le van a entrar. Tal vez gusanos. Pero para eso habría que cubrirlo en una sábana. Estaba en esas divagaciones cuando la viuda le pidió meter al muerto en el ataúd. Al cargarlo, sintió el peso de tres corderos y el frío de una mañana de agosto. Lo soltó como un costal de harina. La comadre algo dijo y lo echó a un lado. Comenzó a acomodar las partes de su muerto en el cajón. Ahí fue cuando Faustino lo notó incómodo. Una mano quedó torcida, atrapada entre la cintura y el fondo de la urna. Percibió cierto fastidio en la cara del extinto con pañuelo. Se acordó de la escena y comenzó a reír.

Una mujer joven le apretó el brazo. -Ya pues, Papá. Tienes que decir algo. Él la examinó con mansedumbre. En ella todo lo resignaba. No podía con su voz suave y el pelo largo como un tallo de orquídeas. Tenía el nombre de una flor. -Me da vergüenza, Violeta –le dijo en el oído. Violeta se apoyó en su hombro y Faustino le tomó su mano. Miró la cruz de yeso sobre el altar. A Cristo le faltaban los dedos de un pie, una rodilla y parte de la corona. Lo habían reparado tantas veces, de tantas formas distintas, que Faustino ya ni se acordaba por cuántos terremotos pasó el crucifijo. Le sorprendió que aún estuviera ahí. Pensó en la vergüenza de Jesús. A la vista de todos, agujereado y en pelotas. Compartían cierta timidez, se convenció Faustino. Seguramente él tampoco querría hablar en una misa. Quizás, de haber calzado, hubiesen sido buenos amigos. Él le contaría de sus milagros y Faustino lo invitaría al bar del Moncho para que multiplicara el vino y la cerveza. Tomarían hasta el amanecer, en una mesa coja. El Moncho los sacaría dándoles con un matamoscas. Y los dos, pecador y mesías, se irían abrazados por el camino viejo, dando tumbos y riendo como niños.

– Tienes que hacerlo- le insistió Violeta. Faustino, que percibió un cansancio que no conocía, asintió bajando la cabeza. Se puso de pie y caminó hacia el altar. Ajustó el micrófono. Los parlantes dieron un chirrido corto y agudo. Limpió su garganta, abrió la boca y nada. Lo intentó de nuevo y otra vez, ningún sonido. -Se me fue la voz- mintió con un susurro.

Pero Faustino entendía que no era la voz, ni la vergüenza, ni las agallas. Él sabía, y Dios también sabía, que si hablaba, que si nombraba al difunto, acabaría por aceptar, de una vez por todas, que el muerto era él y que en alguna parte lo esperaban un pozo, una lechuza y dos baldes de agua.


Por Matías Carrasco.

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