Hace tiempo se habla de los niños y la tecnología. Cada vez con más ocurrencia, nos encontramos con alguna charla, un artículo o un reportaje sobre el tema. Hay preocupación. Mal que mal, el uso desmedido de pantallas tendría un efecto negativo en el desarrollo cerebral y en la manera en que nuestros hijos se relacionan con otras personas. Si no actuamos ahora, si no ponemos límites, ellos y ellas podrían verse disminuidos en aspectos tan humanos como el manejo de las emociones, la elaboración de sentimientos negativos (como la frustración, por ejemplo) o la empatía.
Soy de aquellos que están por prestar especial atención a esta materia. Aunque admito – no sé si por cierta rebeldía o por un genuino interés- que me preocupan más los adultos.
Entiendo la diferencia. Los más pequeños están en plena etapa de crecimiento y de ahí la necesidad de resguardar su bienestar síquico y emocional. Los adultos, en cambio, habrían terminado de dibujar los circuitos en su cerebro. En otras palabras, ya estamos jodidos. Lo preocupante, intuyo, es que más que jodidos, estamos en retroceso.
Hace algunos años miraba sorprendido en la televisión a los japoneses en el Metro. Todos con la vista baja, embobados en sus celulares. Ninguna mirada en el aire. ¿Cuántos romances se perdieron? En Chile, seguro, miles. Tampoco nos miramos. En los vagones, en los ascensores o en la calle. Buena parte de nosotros anda con el cuello doblado y la barbilla abajo, atendiendo asuntos que, en general, nada tienen de importante. Pero en eso gastamos buena parte del día.
No sé si a estas alturas la tecnología puede hacer algo determinante en nuestros cerebros, pero pienso que sí lo hace en nuestras relaciones. Escuché alguna vez a un sicoanalista decir que en las redes sociales se daba algo parecido a la excitación y la descarga. Estímulo y respuesta inmediata. No existe mucho procesamiento de nada. No hay espacio tampoco a los matices. Ni siquiera en las discusiones más complejas. Es como si conseguir un like o nuevos seguidores, fuese algo parecido a un orgasmo. Y así nos vamos, de orgasmo en orgasmo, con escasa afectividad.
La contracara, lo que comienza a perderse en el enorme océano de las relaciones digitales, es el deseo y la satisfacción del deseo, en donde existe un proceso que nos hace crecer. Lo que se desea, y no está a la mano, nos obliga a elaborar un camino de experiencias, de esperas y de soluciones creativas que nos nutren de nuevos recursos emocionales. Pero en la era digital, la inmediatez es la consigna. Basta desear algo para tenerlo. Ni siquiera hay que moverse de la casa. Antes, el antojo por un chocolate a media noche merecía el esfuerzo de levantarse del colchón, ponerse pantalones, una chaqueta y salir a la calle a buscar algún local abierto. Se sentía el frío, el caminar o la frustración de un almacén con la cortina abajo. Ahora, basta con un par de clicks para que un tipo en moto nos traiga lo que deseamos a solo minutos de distancia.
Pienso que la comodidad y las ventajas que nos ofrece la tecnología, también van dejando en nosotros cierta flojera física (nos movemos menos, ni siquiera es necesario bajar la ventanilla del auto para preguntar por una calle); intelectual (hemos dejado atrás viejas y sanas costumbres como conversar y contemplar) y afectiva (la intimidad también va perdiendo terreno a costa de los celulares que metemos a la cama, a la mesa y a las reuniones sociales).
Hay muchas luces puestas sobre los niños y la tecnología. Pero a nosotros, adictos, ¿quién nos alumbra? El problema es tan preocupante o más. Quizás, algún día, como en un cuento fantástico, amanezcamos con nuestros ojos rígidos como pantallas y las manos convertidas en teléfonos gigantes y pesados. Y ahí – en la desesperación de lo perdido- extrañemos el gusto de, simplemente, ser humanos.
Por Matías Carrasco.
me encanto!!!
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