Debo confesar cierta inclinación por el hombre penca. Digo, por la mujer penca y por el hombre penca. No se vaya a pensar que es un asunto de género. Continúo. Es simpatía lo que siento. Hay algo en ellos y en ellas que me hace ser parte de este mundo. Es como si en las miserias abiertas del hombre penca, en sus hilachas y bastas descosidas, encontrara consuelo, un pretexto o una compañía. Porque el penca, el verdadero penca, sabe que lo es y no se ufana de esto ni de aquello. El tipo que es penca no presume de nada porque no tiene nada de que presumir. Simplemente habita, duerme y despierta en su pequeñez.
Pero como hoy ando de confesiones, debo admitir también que si me inclino hacia un lado, me alejo del otro. Es un asunto de física. Y así como me seduce el tipo penca (o la tipa penca), me tiene guatón (o cansado, o hastiado, o harto) el sujeto (o la sujeta) que todo lo sabe, que todo lo dice, que todo lo enfrenta con los aires de los hombres y mujeres que luchan y se desmadran por nunca llegar a ser alguien penca en la vida: con brío, con decisión, con la claridad de una noche despejada y con la fuerza de un salmón inagotable. A ellos, mis respetos, pero también mis puteadas más filudas. ¿Qué diablos se creen? En el ímpetu irrefrenable, en su última palabra, en la verdad que sostienen entre las piernas, está la razón y la causa de la extinción o de la huida (quién sabe) de todos los pencas de esta tierra.
Yo lo veo de este modo. Es la mirada de la mujer (y del hombre) penca – silenciosa, quieta, sin apremios- la que nos salvará de una tierra convulsionada y violenta. El ojo del virtuoso (y la virtuosa) está dañado y volcado hacia sí mismo. Solo se mira, se admira, y se vuelve a admirar. El penca, en cambio, no se mira porque no se auto estima, no hay razones para escudriñar en su ombligo. Los pencas solo lamen sus heridas como un gato y vuelven a moverse con sigilo, con elegancia, y con esa extraña sabiduría como traída de otro plantea, o de otras heridas.
El virtuoso, el cándido, el perfecto, el de la voz elevada, el de la oratoria sin faltas, se protege, se defiende, se impone como un macho bravo o como una hembra encabronada. Actúa como custodio de un tesoro (un pensamiento, una idea, una causa, una forma, un estilo, ¡una revelación!) que debe ser compartido y resguardado. Es el juego de la agresión y la defensa. La granada y la trinchera. Pero el penca (sabiéndose rasca, oscuro y roñoso) se abandona, se vuelca, se vacía de todo ensimismamiento. De alguna manera, equivocada o no, injusta o no, presiente que las respuestas no están en él y que no queda otra que buscarlas en otros cielos, en otras habitaciones y en otras pendientes. Mientras el virtuoso se cierra como un chancho de tierra, el homo pencas se dispone como una vasija sencilla.
Cuando algunos claman la llegada de los hombres virtuosos, yo exijo, yo reclamo, yo doy un grito desesperado, por el regreso de los hombres pencas. Extraño – sobre todo en el ruido y en la estridencia – la calma y ese andar desprovisto de los que no son dueños de nada, ni de verdades, ni de enseñanzas, ni de moral, nada de nada. Levitan como mendigos, observan sin ser vistos (porque nadie los ve), mezclándose entre la gente. Pero si los advirtiéramos, si los escucháramos, si nos detuviéramos ante sus ojos caídos, si nos animáramos a compartir con ellos una cerveza o una botella de vino, quizás, tal vez, descubriríamos (como un hallazgo o como un milagro) que también somos pencas, y que en ese miserable designio nos encontramos, nos olfateamos, y al fin, nos reconocemos después de tanto tiempo, de tantos años, de tantos siglos sin habernos visto.
Y entonces, recién entonces, con el velo en el suelo, viviríamos en paz.
Por Matías Carrasco.