Desde hace un tiempo se ha instalado en Chile la práctica dañina de la queja permanente. No me refiero a la crítica necesaria y justa. Hablo más bien de un cierto ánimo pesimista, agresivo y persecutorio. No es algo que afecte particularmente a los más vulnerables (que motivos tienen para lamentarse), sino que va más allá de las clases sociales, la geografía, las creencias, las funciones, el sexo y las edades. Es la inercia de criticarlo todo, de condenarlo todo, de ofenderlos a todos.
Lo veo a diario y cada vez con más fuerza. Nos hemos convertido en un enorme coliseo, con el derecho a apuntalar con el dedo y soltar puteadas bravas y ruidosas. Todo nos parece mal, insuficiente, tardío, exiguo o penca. Hemos afinado el ojo para descubrir la falla y la fisura. Y apenas detectada, arremetemos con el ímpetu de un potro furioso en contra del Estado, de las instituciones, de las autoridades o de cualquiera que no cumpla con las expectativas que idealizamos en nuestras cabezas. No es algo nuevo. Tampoco es la herencia del estallido social del 18 de octubre. Viene de antes. De mucho antes, de otros años, de otros gobiernos y de otras épocas.
Es cierto que hemos visto falencias, ineptitudes, delitos y negligencias graves por parte de nuestros gobernantes – los de hoy y los de ayer- y de grupos de poder. Pero también sería justo decir que al lado de esa sombra, está la luz de decisiones acertadas, de gestiones oportunas, de avances innegables y de la voluntad, de muchos, de trabajar honesta e incansablemente por un país mejor. Sin embargo, por alguna razón, preferimos quedarnos en la dimensión oposicionista, algo depresiva y fácil.
¿Por qué?
Pienso que no es por mala onda. Tampoco por un afán destructivo. Diría más bien, que es por nuestra incapacidad intelectual y emocional por asir la realidad, tal como viene. En momentos confusos y de incertidumbre – como los que estamos viviendo- preferimos simplificar las cosas y designar culpables o enemigos en quienes descargar nuestros impulsos y nuestra ansiedad.
El fallecido siquiatra, Ricardo Capponi, nos recordaba que la edad mental de los grupos grandes, de las masas, corresponde al período del desarrollo que va entre los cinco y ocho años. “La dinámica de los grupos grandes suele ser infantil, en blanco y negro. Lo imperfecto está totalmente malo, y hay que desecharlo, mientras que lo bueno se idealiza: está perfecto, hay que engrandecerlo y conservarlo sin modificación”- decía.
Tiene sentido. Actuamos como niños, narcisistas, exagerando lo negativo (que sospechosamente siempre está en el otro), y situándonos del lado de los buenos, que por supuesto, también exageramos en sentido contrario.
La alternativa estaría en el dificultoso y arduo trabajo de intentar comprender la realidad, de situarla en un contexto determinado, la mayoría de las veces complejo, lleno de repliegues, consideraciones y contrastes. Mientras más conscientes seamos de la realidad que nos rodea (más allá de nuestra propia subjetividad), más lúcidos y equilibrados seremos al momento de nombrarla, de juzgarla y de asumir los propios límites y la propia responsabilidad.
Por Matías Carrasco.
Me pasa algo curioso cuando leo tus columnas… que me identifican tanto que creo que no va a pasar nada con ellas…jaja, parece chiste cruel, pero es que hoy x hoy pareciera haber cabida sólo para esos grupos «de 5-8 años», para los que gritan, los extremos, los populistas, pero para la gran mayoría silenciosa pareciera no haber espacio. Igual seguiremos, lentamente, haciendo girar la rueda sin estruendo.
Me gustaLe gusta a 1 persona
¡Hay que seguir, estimado! ¡Hay que seguir! Un abrazo.
Me gustaMe gusta