Alguien, a quién quiero, me habló de extrañar. “Mira cómo se descubren cariños entrañables en los días de encierro obligado” – me dijo. Me quedé pensando. De pronto, en medio de toda esta vorágine de información, de teorías y comentarios, de tanto ruido, de tantas voces, de tantos aparatos encendidos, aparece la ausencia como un hallazgo.
Hemos perdido la práctica, noble y sencilla, de extrañar. Es esa mezcla de abundancia y velocidad, la que nos impide ver lo que ya no está. No nos gusta el vacío. No queremos ni mirarlo. El terror a las despensas desocupadas es una señal. No hay tiempo, ni ganas para extrañar. Pero el cautiverio de estas semanas, el paso de los días y el conteo de los muertos, nos hace hacerlo.
Extrañar la plaza, ir al cine o a un bar, subir un cerro, tararear canciones en un semáforo, quedarnos pegados frente a una vitrina o deambular, simplemente, sin permisos y sin apuros. Pero sobre todo, echar de menos a los nuestros. Los viejos a los nietos, los hijos a los padres, los amigos a los amigos, los presos a sus familias y los amantes a los besos que no se entregan por delivery. La tecnología ayuda, pero no es lo mismo. Nada reemplaza ni la mirada, ni el tacto, ni el olfato del ser humano.
Y extrañar puede ser doloroso. El escritor C.S Lewis, tras la muerte de su esposa, decía que aún sentía su voz viva. “Su voz añorada que en el momento menos pensado me puede convertir en un niño que se echa a llorar” – recordaba. O el señor Lihn, de la novela de Philippe Claudel, que en una tierra ajena y separado de su único amigo, “quiere volver a ver al hombre gordo, quiere volver a oír su risa, quiere percibir el aroma de los cigarrillos que fuma sin pausa”.
Veo en la televisión comerciales que nos dicen que ya volveremos a abrazarnos, a tocarnos, a estar juntos. Es la anestesia que nos ofrecen. Existe la tentación de evitar las ausencias. Queremos tapar el agujero, como sea. Nos atareamos o nos hundimos en nuestros celulares. Sospecho, que cuando todo esto pase, cuando los autos vuelvan a chirrear, cuando las calles se inunden nuevamente, cuando las rutinas regresen como martillos, tal vez como un absurdo o como una comedia, extrañemos la vida que ahora llevamos.
En un mundo acelerado, extrañar puede ser una tregua. No hay que hacerle el quite. Es preciso dejarse estar en la hendidura y escuchar el silencio íntimo y filudo de lo ausente, de lo que se quiere y de lo que no está.
Quizás convenga detenernos en nuestras añoranzas. No con un afán dramático, sino como una manera de volver a conectarnos con los afectos que hemos ido ocultando bajo la piel. Si nos quedamos quietos y nos rendimos ante los embistes de la nostalgia, podremos saber qué extrañamos de lo que extrañamos, qué queremos recuperar y qué vida queremos vivir cuando las puertas se abran otra vez.
Por Matías Carrasco.
Casi siempre se valoran las cosas cuando ya no las tenemos!
Lo que es yo, puta que me ha gustado este tiempo conmigo.
Como siempre excelente reflexión, aunque extraño abrazarte, jajajajajjaa
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Linda reflexion; tomaré prestada esta parte : Si nos quedamos quietos y nos rendimos ante los embistes de la nostalgia, podremos saber qué extrañamos de lo que extrañamos, qué queremos recuperar y qué vida queremos vivir cuando las puertas se abran otra vez.
O como dice mi frase luminosa para este tiempo nublado….ya llegará la primavera y con ella todo renacerá una vez más.
Saludos.
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