Para quienes queremos controlarlo todo, la incertidumbre puede ser una espina clavada justo debajo de la uña. Obsesiva. Hiriente. Aguda. Por eso preferimos andar tomados del pasamanos, por calles conocidas, obedientes al guión acostumbrado, aferrados a la rutina, como un ancla que nos sostiene en una zona segura. Y allí, apenas, nos quedamos tranquilos. Pero basta una sutil vibración, un oleaje repentino, para que busquemos las murallas como un ratón asustado. ¿Es posible vivir otra vida?
Los tiempos de pandemia traen miedo, incomodidad, encierro, enfermedad y muerte. Pero también regalan, si queremos verlo, hallazgos que aparecen de vez en cuando. Yo descubrí a Anne Dufourmantelle, filósofa y sicoanalista francesa, autora del ensayo “Elogio del riesgo”. Son pequeños capítulos, mordidas amistosas pero que dejan los dientes marcados. Habla del riesgo y su trauma positivo. “Sería, milagrosamente, lo contrario de la neurosis cuya marca de fábrica es atrapar en sus redes al porvenir de tal manera que moldee nuestro presente según la matriz de las experiencias pasadas, sin dejar ningún lugar a la irrupción de lo inédito” – advierte en las primeras páginas.
Cuando queremos que todo vuelva a la normalidad, a lo de siempre, a la melodía que ya conocemos, fuese como fuese, Anne insiste en quedarnos en suspenso. “Estar en suspenso es volver a la penumbra, a un punto de relativa ceguera, y de cierta forma mantenerse allí. Porque al mantenerse allí aparece otra cosa, otro límite” – dice. Intuía, sabía, que en el riesgo – solo en ese salto – está la libertad y la vida entera, sin guardarse nada.
Parece una locura, para gente como yo. ¿Para qué arriesgar? Para sanarse, para amar, para hallarse, para perdonarse, para ser feliz, para perderse, para reír, para romper con las deudas del pasado, diría Anne. Lo suyo es un llamado a desobedecer, a cortar amarras y aventurarse en una travesía incierta. “¿Por qué preferimos conservar pobres miserias contra la alegría de lo que llegaría de lo desconocido, del mar abierto?”, se pregunta.
Dufourmantelle plantea la variación como un arte y un riesgo. Es el antídoto contra una vida repetida, que nos hace andar de aquí para allá, y de allá para acá, como un oso enjaulado con la vista pegada al piso. “Se trata de ejercitarse en perder la orilla, perderse a secas y encontrar en el camino de esa pérdida, el bucle de un deseo intacto” – comenta.
Anne confiaba en el ser humano, en su inteligencia y capacidad de decidir su destino. Tanto, que desconfiaba de la mismísima esperanza. “El vivir en la esperanza deja al presente cargado de angustia y resentimientos, aplazando día tras día la expectativa de la metamorfosis para mañana”. Ella pensaba que si bien la esperanza era necesaria (para no hundirnos lentamente en el abismo), debíamos iniciar el combate aquí mismo, de inmediato y sin demora para una vida mejor. “Se trata una y otra vez de nacer, de romper, separarse y liberarse. De abrirse a lo que ocurra”.
Imaginé en Anne a una mujer valiente, desenfadada, con una mezcla de ternura y dura honestidad. Le tomé cariño. Eso tienen los libros. Quizás sea un riesgo esto de encariñarse con gente que uno no conoce solo por leer sus palabras y subrayarlas con lápiz mina.
Me sorprendí de su muerte. No lo sabía. Me enteré googleando su nombre en internet. Como un signo o una íntima convicción, Anne falleció ahogada a los 53 años por salvar a dos niños en el mar. “Tal vez arriesgar la vida sea, para empezar, no morir” – dice en su libro. Y no está muerta. Al menos su voz inventada sigue dando vueltas en mi cabeza, como un susurro: arriesga, arriesga, arriesga…
Por Matías Carrasco.
Gracias Matías.
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