He visto un video que circula por las redes sociales en donde una persona encara a otra, celular en mano, por estar sin mascarilla comprando en un supermercado. El aludido reacciona irónicamente, con tono burlón, pidiendo que se alejara. El inesperado entrevistador, vuelve a arremeter, le dice irresponsable, se ríe de su acento y vocabulario, le advierte que lo hará famoso y sube la apuesta llamándolo asesino y criminal. La escena termina con el acusado lanzándole el carro de supermercado, en medio de improperios y más burlas, y el denunciante quejándose de su agresividad. “Eso no se hace” – le enrostra.
A las pocas horas, aparece otro post, viralizándose tan rápido como el primero, esta vez con la imagen del justiciero, su nombre, referencias políticas y nuevamente la frase “hagámoslo famoso”.
Y si ambos mensajes han logrado notoriedad es porque otros lo han compartido, con ímpetu, con esa impronta libertaria, con ese afán mesiánico por crucificar a quien cometa un delito, una infamia, o una falta, da igual. Lo importante es andar por la vida reafirmando un buenismo tan débil como hipócrita, arrogándonos el derecho de dictar una sentencia pública, tanto o más dañina que la falta que se acusa.
Es el síntoma de una sociedad enferma, de una ética extraviada, ansiosa de figurar, de aparecer, de abrazar una causa y de alimentar un narcisismo exacerbado por las redes sociales. Es la sociedad del espectáculo que otros ya han narrado, de la pirotecnia, de luces y cámaras, de un show pobre, rasca y lastimero, pero de una audiencia fiel y creciente.
Es como si twitter, repentinamente, se hubiese tomado los espacios públicos y convertido en el faro que orienta nuestro comportamiento. Todo rápido. Todo vistoso. Todo al extremo. Todo violento. Todo en apenas 140 caracteres. Quizás sea la falta de lectura, de pensamiento y de conversaciones, lo que nos tenga suspendidos en la idiotez de querer resolverlo todo a punta de funas y de venganza. No hay matices, no hay detalles, no hay mesura, no hay lenguaje, no existe ni el más mínimo interés por comprender, por escudriñar, por averiguar qué cresta está pasando.
Lo grave de esto, es que no solo ocurre en las góndolas del retail, en la calle o en los pasillos de un cementerio. Sucede también en los consejos municipales, en el Congreso y aún en la política más elevada. Muchos enredados en la refriega, vergonzosamente peleándose un pedazo de pantalla, queriendo aparecer en la foto, acusándose de un lado y del otro, sacándose viejos trapos al sol, llenándose la boca de una oratoria fascinante pero vacía.
Hace rato que entramos en una dinámica peligrosa y de difícil solución. La sed de figurar y de aparecer siempre del lado luminoso de la luna, nos tiene bien jodidos. Pero todo eso es falso. Nadie es tan bueno como cree serlo, ni nadie es tan criminal como para hacerlo mierda en un coliseo de millones de jueces agitados por un trozo de carne cruda.
Es hora de entenderlo. No hay valentía alguna en el ajusticiamiento digital. Además, la mayoría de quienes propagan este venenoso virus, no tienen idea del contexto ni de la historia de lo que comparten con tanta liviandad y con esa sonrisa en los labios. Menos del impacto que esto puede causar en el funado y en sus cercanos. Frente a una injusticia o ilegalidad, existen organismos, protocolos e instituciones para denunciarla.
Somos una tierra extraña. Un día nos golpeamos el pecho por un país más justo y más humano, y al otro, nos maltratamos sin miramientos, sin piedad y sin justicia.
Por Matías Carrasco
Clap clap clap!
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