SIETE

siete

Don Gerardo, recostado sobre su cama y con el televisor encendido, tomó su teléfono y comenzó a marcar.

– Buenos días. Bienvenido a Electrodomésticos Thomson. Mi nombre es Judith Espinoza. ¿En qué puedo servirle? – se escuchó la voz de una mujer joven.

-Buenos días – respondió el anciano-. ¿Cómo está usted?

-¿En qué puede ayudarlo? – replicó la muchacha.

-Es una fría mañana, ¿no cree?

-Señor, no puedo perder el tiempo. Esto es un servicio técnico. ¿En qué puedo ayudarlo?

-Mmm…sí, entiendo. Es que solo quiero conversar.

-Lo siento. No podemos ayudarle – señaló amablemente la señorita-. Cualquier otro problema no dude en comunicarse con Electrodomésticos Thomson.

-¡No me corte! – suplicó Gerardo, acomodando su espalda sobre las almohadas. – Se trata de la lavadora.

-Sí, dígame. ¿Qué necesita? – respondió con aires nuevos la mujer.

-La compré hace algunos años, cuando estaba recién casado. En realidad, me la regalaron como obsequio de mi matrimonio. En esos tiempos era un verdadero lujo. Celebramos la boda con una fiesta grande y bien regada. Digo, con vino, vodka y whisky en gran cantidad. Josefina estaba radiante. El cura que nos casó dijo que era la novia más linda que le había tocado bendecir. Y yo pienso lo mismo. Estaba con un vestido blanco, bien ceñido a su figura y con su cuello descubierto. Su pelo largo caía como una cascada por su espalda y sobre su cabeza llevaba una corona de flores que hacía resaltar sus ojos grandes y expresivos. Yo no merecía tanto. Cuando caminaba hacia el altar parecía una reina de la Edad Media, y yo un bufón que simplemente la esperaba. Sentía que estaba en las puertas del cielo.

-Señor, por favor. Remítase a la lavadora – interrumpió la voz al otro lado del auricular-. ¿Qué detergente utiliza?

-Sí, discúlpeme. Es difícil su pregunta. Entre tantos colores y envases, se me hace imposible reconocer con qué tipo de detergente lavo mis pilchas. La verdad, nunca he lavado ni siquiera un calzoncillo. Era Josefina quien se ocupaba de esas cosas. Lograba sacar cualquier mancha. Por eso la quería. Ella era capaz de resolverlo todo. Yo no, Judith. A mi la vida se me hacía difícil y en cada obstáculo veía una montaña. Cuando Tomacito enfermó de meningitis, a mí se me apretó la garganta y me fui hacia adentro. Me quedé paralizado, de puro miedo a que se nos fuera a ir. Pero la Jose, mi chinita, cuidó del cabro con la fortaleza de un roble viejo. Yo solo me dediqué a trabajar como un buey, oculto de todos mis temores, esperando que pasara el mal rato. No me juzgue. Los cobardes tendemos a enterrar la cabeza como un avestruz.

-Caballero, agradezco su llamada, pero debo cortarle – señaló la joven mientras limaba sus uñas.

-¡Líquido! – se apresuró a decir Gerardo-. Me parece que es detergente líquido el de la lavadora.

-¿Y qué sucede con su máquina?

-Es que ya no enciende. Es como si se hubiese cansado de dar vueltas. Yo también me agotaría. En otra época giraba con ganas y el Tomi se paraba frente a ella, imaginándola como una nave espacial. Cuando se recuperó de su enfermedad, volvió a ser un niño despierto. La operación le dejó un surco profundo sobre su cabeza y parte de su nariz. Pero él siempre lo llevó con humor. Decía que un pájaro carpintero lo había confundido con un pedazo de madera. Y Josefina lanzaba una risotada y lo acunaba en sus brazos delgados pero fuertes. Definitivamente, ya no la revuelve tanto.

-¿La lavadora? – preguntó la ejecutiva.

-No, no. Mi hijo. Después del colegio se inclinó por Agronomía. Supongo que fui yo quien le mostró ese camino. Siempre me acompaño al packing y allí, colado entre las temporeras, elegía las ciruelas grandes para la exportación y echaba las machucadas y pequeñas a un lado para la venta en el campo. Eran tiempos donde la fruta dejaba buena plata y los productores pequeños podíamos financiarnos un buen pasar. Después llegaron las multinacionales y todo se fue enredando. ¡Imagínese cómo estaba yo! Un hombre hecho para las certezas y no para la incertidumbre. En las noches el pecho se me hacía un nudo. Pero la Jóse, rasguñaba con cariño mi nuca, susurrando palabras de ánimo y regalándome una paz como de tarde sureña.

Gerardo hizo una pausa, bajó el auricular unos segundos y miró por la ventana que daba hacia su pequeño y descuidado jardín.

-Señor… señor…¿está usted ahí?

-Aquí estoy, mi buena amiga. ¿A dónde voy a ir? – respondió el abuelo-. Es que la extraño tanto, Judith. Cuando el negocio se fue a pique, yo me fui con él. Me vino una depre que me dejó tumbado. Nos quedamos sin niuno. Usted sabe que un tipo sin trabajo es hombre muerto. Tomás ya vivía en Argentina y la Jose me cuidó como a un niño. Sí. Eso era. Un niño. Y ella se las arregló para parar la olla repartiendo quesos.

– Caballero – interrumpió otra vez la chiquilla-. ¿Revisó las mangueras de agua?

-Ah… ya… ya….la lavadora. No sabría decirle. Supongo que después de tanto tiempo esas mangueras ya no funcionan. Todo se va estropeando con los años, señorita. Incluso la lealtad. Yo nunca quise hacerlo, pero la supervisora del SAG me tenía vuelto un chiche. Era bien encachada y se asomaba por el campo para ver los cultivos y la cosecha. Y así, entre medio de los ciruelos le fallé a la Josefina. Me sentí mal, Judith. Yo no estaba hecho para engañar. Pero usted sabe, soy débil como la escarcha. Esa misma noche le conté a la chinita. Yo lloré más que ella. Terminó por perdonarme.

-Señor, discúlpeme, ¿va a querer agendar una hora para ir a revisar su lavadora? La visita tiene un costo de diez mil pesos.

-No tengo visitas hace tanto tiempo que feliz la recibiría por estos lados – señaló el anciano-. Pero mi pensión es tan diminuta que no tengo cómo pagarle. Si hubiese estado la Jose, la recibiría con un pie de limón hecho en casa y la mesa bien puesta. Yo le ofrezco un té con azúcar rubia y unas tostadas con mantequilla. ¿Se anima? Aquí podemos conversar y celebrar juntos a la Jose. Hoy se cumple un año desde que se fue y quiero recordarla. En mi velador están sus cenizas. Son como de pucho, pero son las de ella. Yo pedí ver toda la cuestión de la cremación. Estiraba las piernas como si estuviera viva. Por un momento pensé que volvería otra vez conmigo y me puse contento mientras mi chinita se iba achicharrando. A veces tomo su caja y huelo ese polvo negro. Y otras, lo esparzo sobre las palmas de mis manos para sentirla cerca. Su piel era suave como el musgo mojado. ¡Ay, Judith! – exclamó el viejo-. No sabe cuánto duele haberla amado tanto.

-Si usted quiere – señaló Judith con voz dulce- yo podría estar ahí mañana a las 09.30 horas. Bastaría con una taza de té bien caliente. De la marraqueta no se preocupe. Estoy a régimen y me haría un gran favor si no me ofrece nada más que su compañía. Me sentiría muy honrada de recordar con usted a su querida Josefina. Además podría aprovechar de darle un vistazo a su lavadora – sonrío la muchacha.

-Es usted muy amable. No sabe cuánto se lo agradezco. La esperaré mañana con el agua hervida. Preocúpese de tocar bien fuerte la puerta, eso sí.

-Lo haré como usted dice, Don Gerardo. Finalmente, en una escala de uno a siete, ¿qué nota le pondría al servicio de la empresa? – preguntó la muchacha retomando el protocolo.

-Un siete Judith. Póngale un siete.

-Muchas gracias por llamar a Electrodomésticos Thomson.

La joven finalizó la llamada y el anciano se paró lentamente de su cama para preparar el desayuno del próximo día.

 


Por Matías Carrasco.

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