LA PLAZA

la mora

Nació prematura. Su madre sintió las contracciones apenas cumplido los ocho meses y las emprendió camino al hospital subida a las ancas de una yegua baya que su padre conducía con destreza y apuro.

Pero no alcanzaron a llegar. Vivían en mitad del campo, apartados de toda vida, en una pequeña casa de adobe, tejas de greda y un corredor de baldosas rojas y delgados pilares de madera donde su viejo se echaba a descansar después de andar los potreros.

Así que ahí no más, a medio camino, entre zarzamoras, nació la creatura. Las moras le dieron su nombre – Mora Sandoval Ramírez- y las espinas el carácter que le permitió sobrellevar la sordera casi total que heredó de quién sabe quién.

Pero desde pequeña Mora se las ingenió para sonreír a pesar de su limitación. Creció entre gallinas, tucúqueres, murciélagos, conejos, perdices y zorros que de vez en cuando se acercaban a su ventana.

Oía poco, pero algo oía. Le gustaba sentir el eco que dejaban las pisadas de los caballos en la tierra colorada camino al tranque y el zumbido de las aguas del Mataquito cuando partía con sus primas a sumergirse apenas el verano llegaba hasta Villa Prat.

Sus padres la criaron con la dureza del campo y Mora se fue haciendo mujer destripando tórtolas, echando liebres en vinagre, cortando leña y amansando potrillos que la tiraron más de una vez al suelo.

Tras la muerte de su padre, Mora, ya joven, ancha, negra por el sol y de un cabello grueso como la paja, se vino a la ciudad empujada por su madre a probar suerte y encontrar marido. Pero antes de un hombre halló trabajo como mesera en el restorán que administraba la parroquia a un costado de la Plaza de Armas. El curita, que era un tipo sensible, se apiadó de la chiquilla sorda y la contrató, sin antes encargársela bien encargada a la Tencha, su mejor y más fiel trabajadora.

Cada día parecía una comedia. No era fácil tener de garzona a una mujer sorda y bien segura de sí misma. Le pedían una “Pap” y ella traía papas fritas. Le indicaban una mechada con arroz y ella volvía con una malteada para dos. Y cuando los clientes reclamaban, Mora con sus cosas bien claras, les insistía que no podían cambiar de parecer cuando el pedido ya estaba hecho. Y antes de que la situación empeorara, aparecía la Tencha, les explicaba a los visitantes y arreglaba el tinglado. Así nacía y moría cada jornada.

La llegada de Cecilio vino a moverle el piso a la Mora. Apenas lo vio entrar al local, haciéndole con su mano el quite a las moscas, la muchacha sintió vértigo en el alma. Era un hombre bien formado, de tez morena, ojos bien oscuros, labios marcados y la contextura de un cabro acostumbrado a trabajar la tierra.

Miraba como miran los hombres buenos y escuchaba como las reverendas, compartiendo la misma pifia de la chiquilla que, nerviosa, secaba los vasos con un paño viejo tras el mesón. Comenzó entonces una dulce coquetería.

Él levantaba su mano y ella se acercaba presurosa hacia su mesa. – Voy a pedirle una lasagna. Y ella entendía “que linda sus pestañas”. – Me las encrespé un poquitito, respondía risueña. Y el joven escuchaba que se la traería en un ratito. Y mientras la Tencha intervenía, Mora se quedaba quieta, con la vista extraviada, imaginándose con él bañándose desnudos frente a las arenas de Iloca.

Las visitas de Cecilio se hicieron cotidianas y ella que tenía la paciencia del campo lo esperaba con su delantal limpio y un pinche rosado sujetando su moño. – Quiero probar la tortilla, decía. Y la chica oía que quería besar sus mejillas. Y así, en el mundo de los sordos, Mora se dejaba acariciar por las palabras.

De pronto Cecilio no apareció. Primero fueron días y después un par de semanas. Y Mora, con su corazón en pausa, le hacía vigilia en las puertas del restorán jugando con la bandeja de plástico entre sus dedos. Pero el sordo encantado, no daba pistas.

Todo se esclareció cuando una mañana Tencha se acercó seria hasta la Mora y la tomó suavemente por sus hombros. – Cecilio ya no vendrá. Lo encontraron muerto en su casa, le dijo dejando escapar una pequeña sonrisa lastimera. Y la Mora, ruborizada, entendió que el jovenzuelo la esperaba bien apuesto en la plaza.

Tomó su pequeña cartera con flecos y corrió hasta el baño. Se desamarró el delantal, lavó sus manos con jabón y se restregó la cara. Sacó de su estuche de flores un pequeño espejo y se pintó los labios con un rouge cargado al ocre. Volvió a fijarse su cabello y estiró su blusa con un par de palmazos.

Descolgó el alambre que sujetaba la puerta y salió como levitando a encontrarse con su príncipe de pelo chuzo, para besarlo y decirle que nunca más lo hiciera, que no la volviera a dejar sola en esta vida.


Por Matías Carrasco.

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7 comentarios en “LA PLAZA

  1. mphcv dijo:

    Matías Felicitaciones por tus historias cortas. La calidad de ellas es excelente. También tu creatividad. Me alegra recibirlas. Y también tus artículos sobre política contingente. Atentamente Eduardo

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    >

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  2. Luzmaria dijo:

    Hola matias súper genial y muy gracioso tu cuento , me reí mucho ,..(entre zarzamoras nació la criatura y le pusieron Mora)…..aunque ese humor negro ,…….aparece en los finales y da penita.-

    Sigue imaginando y escribiendo cuentos, son muy entretenidos , escribes muy bien y se agradecen en estos tiempos!! Gracias .

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