Miguel siempre fue un hombre sobresaliente. Desde niño que sus profesoras le auguraban un futuro sin problemas y de no mediar por lo ocurrido ese día, ellas habrían tenido razón. No era fácil encontrar a un jovenzuelo tan completo. Obedecía sin reparos, levantaba su mano derecha para intervenir en clases, callaba cuando se lo ordenaban, dejaba su uniforme doblado sobre la cama antes de dormir y preparaba su desayuno cada mañana. Estaba acostumbrado a que le palmotearan la cabeza y le revolvieran el pelo en señal de orgullo y de aprobación.
Algunos pensaban que lo de Miguel venía dado por genética. De ahí explicaban una niñez sin llantos ni pataletas, su facilidad para dejar los pañales apenas iniciados los dos años o su interés por la lectura cuando todavía no entraba al colegio. Otros, sin embargo, creían que las virtudes de Miguel eran mérito de una familia correcta, ordenada y sin sobresaltos. Era normal verlos sentados en la mesa. Al padre en la cabecera, con sus dos manos sobre el mantel. A la madre a su derecha, bendiciendo la comida. Y a Miguel en frente de ella, engullendo sus albóndigas sin levantar la mirada.
También eran costumbre los viajes que cada año el padre proponía y que Miguel aceptaba con una sonrisa frágil. Fueron a Roma, a Berlín, a Paris y a Praga. También recorrieron en auto el norte de España, el sur de Francia, buena parte de Portugal, San Francisco y Toronto, en Canadá. Allí, caminando el mundo, Miguel seguía el tranco de su padre y el viejo, que no era tan viejo en realidad, le explicaba lo que estaban viendo y contaba siempre una buena historia. Por las noches el padre lo interrogaba sobre la jornada y Miguel respondía: Muy bien, Papá, muy bien, Papá.
Al final de cuentas, da lo mismo si lo de Miguel era por genética o por haber vivido en una familia ejemplar. Lo importante es que su vida siempre anduvo recorriendo un surco exacto y sin repliegues. Eso, hasta ese día que es mejor olvidar.
Salido del colegio Miguel ingresó a la Escuela de Medicina de la Universidad de Chile. A nadie le extrañó su puntaje y su elección. A esas alturas todos sabían que Miguel era un hombre excepcional. O este cabro es cura o doctor, decía su abuela Clara. Y tan perdida no estaba. Su carrera fue todo un éxito. No demoró mucho tiempo en distinguirse del resto, ganarse la admiración de profesores y directivos, hacerse de varias ayudantías y terminar graduándose como el mejor alumno de su generación.
Se especializó en ginecología. Su madre siempre soñó con ver a su hijo trayendo a esta tierra otras vidas y Miguel, obediente como era, no la decepcionó. Siguió estudiando algunos años fuera de Chile y regresó triunfante con nuevos cartones brillando bajo el brazo. Se hizo conocido en el hospital, luego en la ciudad y finalmente se convirtió en el ginecólogo de cabecera de la socialité chilena. Y mientras Miguel obraba entre pujidos, él también trajo sus propios niños al mundo. Se casó bien, tuvo dos hijos y comenzaba a construir un matrimonio, también excepcional.
En eso estaba cuando llegó el fatídico día. Parecía una mañana como cualquiera. Tenía agendado para las 09.00 el parto de Isabela, una muchacha de Linares que venía especialmente a la ciudad para atenderse con Miguel. Ella y su esposo llegaron a la hora señalada y tras el ingreso al pabellón comenzó a ocurrir lo que suele ocurrir en un anuncio programado. Todo va a estar bien, Isabela. Confío en usted, doctor. El anestesista hizo lo suyo y el padre primerizo se ubicó nervioso en la cabeza de su mujer. Miguel hizo el primer corte y cuando abrió la panza se encontró con la sorpresa. En lugar de un bebé se topó con un pequeño gato. El doctor se quedó mudo, como muerto. La madre, emocionada, gritó: ¡es un varón! Y el padre, sin entender mucho, se desmayó.
Yo lo voy a querer igual doctor, dijo la mujer. Ya era madre y eso la dotaba de esa incondicionalidad radical. Y Miguel todavía no hablaba. Él estaba preparado para todo, pero no para ver en el vientre de una mujer a un gato gris que maullaba agudamente con insistencia. Ella lo tomó decidida y se lo colgó a su pezón, mientras el felino rasguñaba con sus patas rosadas la pechuga hinchada.
Después de tres días, Isabela, su marido todavía contrariado y su pequeño gato volvieron a Linares. Tuvieron allí una vida poco usual, pero vida al fin. A Gabriel, así bautizaron al minino, nunca le faltó leche ni afecto. Su padre aprendió a quererlo y su madre, fiel como son las madres, se consolaba sabiendo que su hijo, diferente como era, siempre caería de pie.
Miguel nunca volvió a recuperar el habla. Dicen que pasó el resto de sus años encerrado en su consulta revisando una y otra vez las ecografías de Isabela y buscando respuestas que nunca encontraría. Mientras Gabriel, el imprevisto, vivió de pie sus siete vidas.
Por Matías Carrasco.
Genial tu cuento. Eres seco para escribir!!! Te felicito!!! Ojala algun dia yo pueda escribir ni la décima parte de lo que tu haces!! ( Dicen que nunca es tarde!!)
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Chuta!… muchas gracias Joaquín!… da ánimo para seguir escribiendo. Tú escribes en emol, ¿no?…te he leído ahí. Nunca es tarde para comenzar a escribir y nunca es suficiente para dejar de aprender. A mí la lectura me ayuda mucho (en vocabulario, en estilos, en ideas) y caminar también. Un abrazo y gracias de nuevo. Matías.
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