A Héctor le pisaban los talones las temporadas. Su trabajo como vendedor de una gran tienda lo hacía siempre estar viviendo como a destiempo, en una secuencia a la que pertenecía, pero que sin embargo, no tenía nada que ver con su existencia. Son cosas del mercado, decía. Y esas mismas cosas del mercado lo tenían a él vistiendo maniquíes con uniformes escolares cuando aún el sol quemaba las espaldas de los veraneantes que ni pensaban en volver a esas vidas que se van repitiendo todos los días.
Lo mismo sucedía cuando Héctor trepado sobre el pasamanos de una escalera mecánica intentaba colgar luces navideñas en el pasillo número cinco, donde se esforzaba para ser, por enésima vez, el empleado del año. Y allí divagaba, con sus ojos puestos en luciérnagas de vidrio que se apagan y se prenden, sobre las navidades que él mismo apresuraba cuando octubre era todavía un asomo.
Doblaba bufandas antes de que cualquier viento fresco anunciara su arribo cuando Héctor, ese 12 de marzo, pensó en su mujer. Ella vendía flores a la salida del Cementerio General. Lo suyo eran los claveles, las rosas, las astromelias, los tulipanes y girasoles de colores que no le gustaba vender porque eran señal de un niño muerto y eso la entristecía. Pero a diferencia de Héctor, un hombre bueno y dócil, Leontina, la florista, vivía en su tiempo y no adelantando temporadas. Mal que mal la muerte nos asiste todos los días del año.
Vivían como testigos el uno del otro. Él de su olor a pétalos y de las melodías fúnebres que entonaba mientras revolvía las lentejas, y ella de su piel opaca por la luz artificial y sus ronquidos que comenzaban como una rutina justo antes del noticiero. Dormían en la misma pieza pero en camas que habían decidido separar. Ella soñaba con los muertos y él con la próxima estación. Él se levantaba dos veces al baño en la mitad de la noche. Ella solo abría los ojos una vez para saber que estaba viva.
Desayunaban juntos. Leontina un té con azúcar y dos tostadas bien quemadas con mantequilla. Héctor un tazón de café cortado con una pizca de leche y una marraqueta con huevo, que él mismo preparaba, y que envolvía entre servilletas para engullírselo camino a la micro. Él, ya sentía las pisadas de los tiempos venideros. Ella, mientras tanto, veía amanecer por la ventana. Él se largaba cerrando la puerta con sigilo. Ella seguía mirando por la ventana.
En la noche Leontina contaba sobre la mesa los pesos que había juntado adornando despedidas. Héctor, recostado sobre el sillón, maldecía la pantalla por un invierno seco que un meteorólogo bien vestido pronosticaba. Él pensaba con desgracia que no venderían los abrigos presupuestados para el próximo invierno. Ella, arrimando las monedas, se contentaba por no haber vendido girasoles ese día.
Y así eran sus jornadas. Él augurando mañanas. Ella detenida, como una pausa. Pero cada 12 de marzo él la recordaba y ella pensaba en Héctor. Como nunca él la imaginaba. Como en otros tiempos ella lo extrañaba. Al atardecer él la visitaba en su puesto de flores. Ella, con un buen atuendo, triste le sonreía, pintaba sus labios, se miraba en un espejo roto, tomaba un girasol y entraban juntos al camposanto. Y en la tumba de su hijo, abrazados, los dos lloraban.
Por Matías Carrasco.
Qué final! Me permitirías compartir tu texto?
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Hola Michel! Por supuesto. Compártelo. Para eso fue escrito. Un abrazo! Matías.
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Que cuento maravilloso !! muy emocionante !!
gracias!!
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