El 5 de octubre de 1988 yo tenía 12 años. Se asomaba en esa época mi pubertad pero también la adolesencia de Chile, donde después de un largo período el país volvería a tomar sus propias decisiones.
Me imagino más preocupado de mis pantalones amasados y de las primeras fiestas que del plebiscito que animaba los desayunos, almuerzos y sobremesas de esos días. Pero nunca fui indiferente. En aquel tiempo tuve dos tortugas. La primera, Transición, que se enterró en un invierno cualquiera y nunca volvió a ver la luna. Y la segunda, a la que puse por nombre Democracia, la mantuve encerrada en un cajón con aserrín hasta que amaneció tiesa y sin vida. Sospecho que el destino de Chile a mí también me importaba.
Añoro ese otro Chile. El que recuerdo y el que me cuentan. Miro con nostalgia una tierra menos digital pero más conectada. El anuncio incierto, pero anuncio al fin, de una democracia venidera fue el imposible que hombres y mujeres de esos amaneceres quisieron hacer realidad. Más de siete millones de personas se levantaron el quinto día del décimo mes para señalar el país que querían. Era cerca del 97% del padrón electoral. Mientras las micros peleaban por conseguir pasajeros y las personas se extraviaban buscando direcciones, la gente se involucraba, marchaba y resistía.
Había en la calle algo más que rutinas muertas. Había discusiones, división, incertidumbre y también miedo. Pero a su vez se respiraba alegría y esperanza. Se sentía un propósito común y colectivo. Había un encargo moral, impostergable, que aunaba y congregaba.
Seguramente estaba la conciencia de que la paz se sembraba juntos y no en las soledades. El tamaño de la hazaña obligaba a sentarse, mirarse, conversar y organizar unidos la expedición que terminaría con la noche oscura. Había algo que le daba espíritu y sentido al país y a su memoria.
El del plebiscito era un Chile de primavera, colorido y vivo, porque aunque el peligro asechaba, habitaba el deseo de un país resucitado, más justo y libre. Por eso cuando se oficializó el triunfo del No y el término de la dictadura, nos convertimos en fiesta y en carnaval.
El plebiscito fue la culminación de una década triste, difícil y áspera para buena parte de Chile y, por lo mismo, llena de añoranzas y de recuerdos. Seguramente fue la misma adversidad la que hizo de nuestra nación un lugar de ollas comunes, cobijo, amparo y refugio a los más débiles y perseguidos. La iglesia era otra, la política era otra, y los niños crecíamos en la calle tocando timbres, colgados de un árbol o haciendo piruetas en bicicleta.
Hoy Chile es distinto. Somos más grandes y modernos. Incluso la democracia ya nos parece habitual y para algunos sigue siendo una negociación transada y mal parida. Nos hemos convertido en otra cosa. Parecemos un oasis, resuelto, sin crisis, sin – aparentemente- opresión, batallas o torturas. Y donde no hay problemas o muerte, no hay abrazos ni consuelo. Hoy somos un país más desarrollado, eficiente y tecnológico pero, pienso, con menos mística y con el alma un poco perdida entre la inmediatez, las selfies, la ansiedad y el sinsentido.
Extraño a mis tortugas y a ese Chile encontrado. En ellos hay parte de mi infancia pero también el recuerdo de un país más optimista, solidario, soñador y rebelde, donde la gente luchaba por algo más grande que ellos mismos. A 30 años el plebiscito todavía puede ser un faro.
Por Matías Carrasco.